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Tribuna
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La inmersión ideológica de Cataluña

Evacuar el castellano de la escuela ni tiene razón pedagógica ni ha cohesionado más

Mariano Fernández Enguita

 Hubo un tiempo abominable, la edad oscura, en que los niños catalanes no podían estudiar en la lengua de su comunidad, entonces región, que para muchos era también su lengua materna: el catalán. Hoy es un tiempo más feliz, la era luminosa, en la que lo que no se puede hacer es estudiar en la lengua común del reino: el castellano. Un observador poco informado pensaría que se ha dado la vuelta a la tortilla en el peor sentido, es decir, que el gran argumento de antaño, el derecho a aprender en lengua materna, bastaría para considerar esta era no menos oscura, solo que para los otros, en vez de los nuestros. Con poca información y menos conocimiento, cabría pensar que, si antes se ahogaba el catalán y a los catalanohablantes, ahora es a los castellanohablantes; pero no, porque lo que cuenta es la intención y lo que ayer era maldita asfixia hoy es, ¡hop!, bendita inmersión.

La inmersión, afirma la doctrina, tiene dos virtudes indiscutibles y una tercera más ambigua. Su primera virtud es que trae cohesión social, pues sin ella Cataluña se fracturaría entre los de arriba, catalanohablantes, nativos, etcétera, y los de abajo, inmigrantes, castellanohablantes y demás. La segunda es que todos la apoyan, como muestra el dato, tan repetido, de que solo ocho familias (a veces son ochenta, pero sigue siendo una cifra ridícula) hayan reclamado la escolarización en castellano. Algo con un fin tan noble (la igualdad o, al menos, la igualdad de oportunidades, que son parte del ADN de la intelectualidad y del profesorado) y un consenso social tan amplio, solo puede ser cuestionado por el anticatalanismo rampante y el tardofranquismo residual. Además, y esta es la tercera virtud, el catalán está en retroceso ante el dominio del castellano en los medios y en la calle, por lo que precisa ser defendido en la escuela.

Con la política educativa de la Generalitat no se ha reducido un ápice en treinta años la desigualdad

El argumento de la cohesión impresiona, pero no resiste el mínimo examen. Con treinta años de inmersión, Cataluña no es hoy más cohesiva que antes. Entre 1973 y 2007, el índice de Gini, que mide la desigualdad en ingresos de una sociedad (0 y 1 serían la igualdad y la desigualdad absolutas) se mantuvo en Cataluña en 0,29, mientras que en el conjunto de España (donde la desigualdad es mayor por las mayores dimensiones y los desequilibrios territoriales) se redujo de 0,36 a 0,31. En el ámbito escolar, es decir, en materia de igualdad educativa, Cataluña no está ni mejor ni peor. Según la Evaluación General de Diagnóstico, los resultados académicos del alumno dependen del nivel socioeconómico de la familia algo más que en el conjunto de España. Según PISA 2012, tal dependencia también es ligeramente mayor en solo Cataluña que en toda España (3,5 frente a 3,4 puntos PISA por cada punto de ESCS; digamos de estatus), y bastante mayor que en las otras tres CC AA bilingües de las que hay datos: Baleares (3,4), País Vasco (2,8) y Galicia (2,7).

¿Por qué iba a ser de otro modo? En realidad, el distinto —pero poco— grado de equidad en las CC AA depende también de otros factores como la urbanización, la estructura laboral, las inversiones o las políticas educativas, pero, sobre todo, sabemos, especialmente en educación, que tratar de manera igual situaciones desiguales produce más desigualdad. Cuando el sistema educativo obliga a todos los escolares a manejarse en una lengua, el catalán, que solo una parte ha aprendido en la familia (una parte menor, por cierto, que la que hace treinta años había aprendido el castellano), coloca ya al resto en desventaja. Y la desventaja educativa de hoy, en el despliegue de la economía de la información, es, más que nunca, desventaja social mañana.

El segundo mantra es el amplio consenso social en torno a la inmersión. Se basa en que solo un puñado de familias han llevado a la Generalitat a los tribunales para exigir la escolarización en castellano, pero ignora deliberada y esforzadamente que, cuando se manifiestan en un contexto libre de cualquier coerción, la mayoría de las familias no quieren esa inmersión lingüística en la sola lengua propia. Aunque está muy mal visto preguntar esto en Cataluña, y por tanto cada vez se pregunta menos, varias encuestas han arrojado esta mayoría: el CIS la cifró en el 70% (1998), ASEP en el 78% (2001) y el 68% (2009), DYM en el 91%. Solo la fantasmagórica consultora Feedback, que vive de algunos ayuntamientos nacionalistas y de La Vanguardia y cuyos datos y técnicas son inaccesibles se ocultan al público, afirma que sean mayoría los partidarios del catalán como única lengua vehicular, y aun así la limita al 81%. ¿Cómo se reduce la amplia mayoría de aquellas encuestas, incluso la sospechosa pero apreciable minoría de esta, a la quantité négligeable de ocho familias con que los nacionalistas suelen hacer sus chistes? Muy sencillo: la presión ambiental. En definitiva, el hiato entre la amplia proporción de población que quiere una educación bilingüe y la exigua proporción que la exige indica que en Cataluña no hay un problema, sino dos: el segundo es la falta de libertad, aunque no se deba a los mossos sino a los conciudadanos; o, como podría haber dicho Althusser, no a su aparato represivo sino a su aparato ideológico, la escuela.

Libres de coerción, la mayoría de los ciudadanos rechazan el catalán como única opción

Queda, en fin, la cuestión de la salud de la lengua, que comprende dos partes. Una es que, descontando a los inmigrantes extranjeros, todos hablan castellano pero no todos hablan catalán (ni euskera, ni gallego); la otra es si ese desequilibrio crece o se reduce. Lo primero tiene que suceder de manera residual simplemente por la libertad de movimiento y residencia en el territorio nacional (siempre habrá un flujo de otras comunidades hacia Cataluña y viceversa), pero va más allá por el legado histórico reciente y por la base demográfica más amplia del castellano. Esto justifica la discriminación positiva a favor del catalán (y de otras lenguas propias, en sus territorios), en particular en la escuela, pero no la evacuación del castellano. De hecho, catalán, gallego y euskera, aun con distintas políticas lingüísticas, han mejorado espectacularmente su posición a lo largo de la existencia de la democracia, aunque sigan por detrás del castellano, lo que arroja a la vez un balance de éxito y una tarea pendiente.

Seguramente nunca acabaremos con esto y siempre habrá una tensión entre la preferencia emocional por la lengua propia (identidad) y la ventaja funcional de la lengua común (alcance), o entre la ventaja local de una y la global de otra. Pero hoy disponemos de los medios para manejar de manera eficaz y sin conflictos esa tensión: por un lado, un profesorado competentemente bilingüe; por otro, un control continuo y localizado de la competencia de los alumnos en cada lengua, a través de las pruebas de diagnóstico y otras. Nada nos impide reforzar en la escuela la lengua en desventaja y hacerlo precisamente en la proporción debida, modulándola en el tiempo y diversificándola por territorios, por centros, por grupos-clase, regulando el horario e incluso por alumno, regulando las tareas. Nada salvo la inercia burocrática y el sectarismo nacionalista, claro está.

Evacuar el castellano de la escuela no es una operación lingüística ni pedagógica, sino política. En este punto, como en otros muchos de la educación, el medio es el mensaje, y el de la inmersión es el del nacionalismo excluyente: eres catalán, pero no español. El mismo mensaje del absolutismo y el franquismo, pero al revés.

Mariano Fernández Enguita escatedrático en la Universidad Complutense

www.enguita.info

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