“A veces encuentro a las mujeres muy superiores a los hombres”
Yasmina Reza ha sido acusada de misántropa y misógina. Pero ella se considera, sencillamente, una persona libre
A Yasmina Reza, el teatro le sigue pareciendo un lugar profundamente misterioso. “¿Por qué nos interesamos por otros personajes y sus vivencias sobre el escenario, cuando podríamos fijarnos en lo que nosotros vivimos a diario? ¿Por qué necesitamos esa ficción?”, se pregunta en el café de un lujoso hotel de Saint-Germain, meca de la intelectualidad parisiense, a dos pasos de su domicilio. En esta nublada mañana de verano, Reza no encuentra respuesta a su pregunta, aunque siga indagando en ella en cada una de sus obras. La reflexión aparece en medio de una conversación apasionada –y, a ratos, también tensa–, durante la que la autora se acabará mostrando generosa a su pesar. Reza dispone de un verbo lúcido, pero también punzante, que no duda en desenfundar cuando la ocasión lo requiere. En especial, para protegerse de cualquier intromisión. No le gusta sobreexponer su persona y se dice refractaria a los discursos grandilocuentes. Y, como tal, es alérgica a las entrevistas, que dice vivir como un auténtico martirio. “Si las acepto es solo para poder existir en este mundo. Si no, entre 500 libros, el mío pasaría desapercibido”, reconoce.
En 1987, Reza escribió Conversaciones después de un entierro, la primera de una larga serie de obras que, bajo la apariencia inofensiva de la comedia burguesa y el teatro de bulevar, abordan asuntos dignos de la más elevada metafísica. Sus personajes compran cuadros abstractos por el estatus social que estos confieren –Arte, traducida a 35 lenguas, la convirtió en la dramaturga contemporánea más representada en el mundo– y llevan a sus hijos al museo para “paliar el déficit escolar en la materia” –como los protagonistas de Un dios salvaje–, pero después no dudan en masacrarse los unos a los otros en la intimidad de sus comedores. Para Reza, la civilización es solo un delgadísimo barniz que desaparece cada vez que se presenta el más mínimo conflicto. Sus obsesiones reaparecen concentradas en una nueva novela, Felices los felices (Anagrama lo publicará en septiembre), donde destapa las alegrías y miserias cotidianas de 18 personajes atrapados entre la dificultad de vivir, el hastío de amar y el pánico a morir.
Su libro empieza con una frase de Borges: “Felices los amados y los amantes y los que pueden prescindir del amor”. ¿Qué le gustaba en esta cita? Es una afirmación interesante, porque insinúa que quienes prescinden del amor también logran ser felices. Siempre he tenido esa misma intuición: asociar felicidad y amor es una auténtica estupidez. La cita encaja bien con lo que cuento en este libro, lleno de personajes en plena búsqueda sentimental, pero todos ellos infelices sin excepción. Amor y felicidad no son nociones colindantes, pese a lo que aseguran los cuentos de hadas. Intentar realizarse por vía del amor es una imposición social que vuelve desdichada a mucha gente.
El libro, como el resto de su obra, contiene un enorme recelo respecto a la pareja, e incluso hacia todo tipo de vínculo afectivo. No, eso último es demasiado. No puedo decir que esté de acuerdo. Lo que sí es cierto es que no creo en la pareja. Me parece una estructura solitaria y encerrada en sí misma. La pareja es una construcción extraña, básicamente porque no funciona. Claro, hay personas que, a base de insistir por todos los medios, logran hacerlas funcionar. Pero, para mí, se trata de una creación artificial.
¿Qué alternativa propone? ¡No propongo nada! El amor a secas, tal vez. El amor que no sigue un camino predeterminado. Vivir junto a tu pareja no es una necesidad. Hacerlo todo en pareja no es una necesidad. Tener amigos comunes, tampoco. El proyecto doméstico no es una necesidad, incluso cuando hay hijos de por medio. La pareja, tal y como se entiende hoy, no me interesa, lo que no significa que no haya participado en ella. He vivido mucho más tiempo en pareja que sin pareja, aunque nunca haya creído en ella.
Se la tilda a menudo de misántropa. ¿Qué hay de cierto? No lo soy en absoluto. Siento piedad y cariño por mis personajes. Yo misma me encuentro en cada uno de ellos. No sé de dónde surge ese malentendido. Decir que soy cínica o misántropa es hacer una lectura pésima de mi obra.
No negará que hay crueldad humana en sus textos… Claro, pero no soy yo quien la ejerce, sino los propios personajes. No pretendo compararme con él, pero sería como decir que Dostoievski es un autor misántropo solo porque sabe describir la misantropía. Lo que hago es mostrar a los personajes tal como son. Es decir, mostrarme a mí misma tal como soy.
En su crítica de la novela, ‘Libération’ la acusó incluso de misoginia. Decía que los hombres salían mejor parados que las mujeres. ¿Misógina yo? Es completamente falso. El resto de críticos del planeta entendieron que este libro era claramente profemenino.
¿Y también feminista? No. Eso implicaría un aspecto militante en el que no me reconozco. Pero sí tengo simpatía por las mujeres. En ocasiones, las encuentro muy superiores a los hombres.
De hecho, sus personajes masculinos también salen mal parados. Los describe como hombrecillos que desearían vivir como Ivanhoe, pero se encuentran haciendo cola en el supermercado para comprar queso ‘gruyère’. Sí, pero no me haga extraer conclusiones sociológicas sobre la masculinidad. Un personaje nunca tiene valor universal. Yo solo soy una entomóloga. No puedo interpretar lo que escribo, como siempre me piden que haga en las entrevistas.
No es ningún secreto que las aborrece… Es que me parecen un ejercicio absurdo. En toda entrevista me suelen citar algo que he escrito y luego me piden que haga un discurso general al respecto. ¿Qué interés tendrá eso? Mi opinión cuenta lo mismo que la de la vecina de enfrente. Me parece estúpido abordar una entrevista así, con perdón. Para mí, toda entrevista es un suplicio y una catástrofe.
Usted iba para actriz. ¿Cómo se convirtió en dramaturga? Cuando estudiaba en la universidad [cursó Sociología y Teatro en Nanterre, donde se originó el movimiento estudiantil del Mayo del 68], participé en una puesta en escena. Un profesor me dijo que tenía talento y me incitó a seguir. Actué en algunas obras hasta los 22 o 23 años, pero siempre supe que no sería mi profesión. Entendí que era un oficio que siempre me haría infeliz. Ser actor implica mantenerte a la espera de que alguien te llame y obligarte a agradar a todo el mundo cada cinco minutos. Me parecía imposible vivir así. Decidí cambiar de ruta. Un poco por orgullo, pero sobre todo por la convicción profunda de que tenía otras cosas que ofrecer. Además, por mi físico, solo me proponían papeles de gitanas y criadas, de árabes y judías…
¿Se sintió rechazada? Cuando hice las pruebas para el conservatorio, los miembros del jurado me encontraron interesante, pero no creyeron que encajara en ninguna categoría. No sabían qué hacer conmigo, tal vez porque tenía una personalidad demasiado moderna. Diez años más tarde, el teatro cambió completamente y se abrió a la diversidad, pero entonces todo era muy estricto y tradicional. Durante mucho tiempo viví ese rechazo como una gran injusticia.
¿Diría que fue un reflejo xenófobo por su parte? No lo creo. En todo caso, no fue así como lo interpreté entonces. Piense que el teatro funcionaba con categorías fijas y esquemáticas: el galán, la chica inocente, la criada… Era imposible que un negro entrara en el conservatorio, porque a nadie se le pasaba por la cabeza que pudiera interpretar a Ricardo III o El enfermo imaginario. Francia todavía era una sociedad chapada a la antigua.
Uno de los personajes del libro, Marguerite Blot, se dedica a hablar con los muertos. ¿Sería esa la mayor variante de la nostalgia? Sin duda. A mí también me da por hacerlo. En especial, con mi padre. Con mi madre lo hago menos, porque falleció hace solo un par de años. Además, cuando estaban vivos, ya hablaba más con él que con ella.
Perfil
(París, 1959) es una de las voces más destacadas del teatro mundial. El éxito y el reconocimiento le llegaron siendo treintañera, con la publicación de Arte. Antes de convertirse en escritora coqueteó con la interpretación, campo que abandonó para no ser encasillada en personajes de “criadas y gitanas”.
Hija de una familia de inmigrantes de origen judío, sus obras destacan por la precisión áspera con la que retrata a la burguesía. Ha recibido los premios más prestigiosos de teatro (el Molière y el Tony, entre otros), pero también ha escrito novelas y libros de no ficción, entre los que destaca El alba la tarde o la noche, un relato sobre Nicolas Sarkozy, a quien siguió durante un año de campaña presidencial.
¿Qué le enseñaron sus padres, un ruso de origen iraní y una judía húngara exiliados en París? Si debo elegir una sola cosa, diría que me enseñaron a ser libre. No sé si fue gracias a ellos o a su pesar, pero se lo agradezco. Es una cualidad que hoy no abunda. Cuando miro alrededor, diría que vivimos en un mundo lleno de gente asustada, preocupada y miedosa. Mis padres eran totalmente distintos. Fueron personas originales, extranjeras y un poco locas. No tenían nada que ver con el clásico burgués francés. Yo venía de otro lugar, lo que te da la libertad de no pertenecer a ningún sitio. Esa ha sido una constante en mi vida: nunca he querido pertenecer a ningún grupo, ni siquiera al establishment de la literatura francesa.
¿Por qué le dan miedo los grupos? Cuando uno se dedica a una actividad artística es necesario vivir en soledad. Para describir lo que ves, debes observar a distancia. Debes mantenerte un poco al margen para poder escapar de cualquier situación, cuando la ocasión lo requiera. Tal vez esto responda a su pregunta sobre la misantropía. No pertenecer a ningún club me ha creado, tal vez, algunos enemigos.
Es hija de violinista y creció en un ambiente parisiense e intelectual. ¿Habría llegado donde ha llegado si su padre hubiera sido carnicero en Clermont-Ferrand? No cabe duda de que no escribiría igual, porque los autores escribimos con nuestro ADN. Es decir, a partir de lo que sucede en nuestra infancia, que es el zócalo del edificio. Uno no se hace escritor con lo que ha vivido en la adolescencia, sino mucho antes. Si fuera hija de un carnicero de provincias, habría visto otro mundo y habría escuchado otras palabras, así que escribiría necesariamente de otra manera. Pero, por el resto, todo el mundo puede acceder a lo que he vivido yo. Al principio tampoco lo tuve nada fácil.
“Soy francesa porque escribo en francés”, ha dicho. ¿La patria es la lengua en la que se escribe? Es que, en mi caso, no tengo ninguna otra patria. Me he tenido que agarrar a la lengua, que por otra parte es una patria considerable. En cualquier caso, mucho más que poseer tres cerezos en alguna parte. En las cuestiones de identidad, la lengua cuenta mucho más que el territorio.
Tras el éxito internacional de ‘Arte’, le propusieron marcharse a Los Ángeles y escribir para las ‘majors’. ¿Por qué se negó? Precisamente, porque esa no era mi lengua. Me proponían cosas que me resultaban totalmente ajenas. Tenía la sensación de que podía perder mi libertad.
¿Tuvo que aprender a decir que no? No, a mí ese no siempre me ha salido natural [risas]. Para mí, lo difícil siempre ha sido decir sí.
Dijo que no a Hollywood, pero también a la cadena HBO, que le propuso escribir una serie, e incluso a Sean Connery, quien quiso convertir ‘Arte’ en película. Pero le cedí los derechos para el teatro. Fue él quien la montó en Londres…
En cambio, dijo que sí a Roman Polanski cuando quiso dirigir una adaptación de ‘Un dios salvaje’. Polanski es un viejo amigo. Hace 25 años, montamos juntos una adaptación teatral de La metamorfosis, de Kafka. La película está bien y es agradable, aunque diría que no nos representa ni a él ni a mí.
A usted, seguro que no. La película de Polanski es una sátira, cuando su obra, pese a las risas, iba muy en serio. Tiene razón. Eso es lo que le reprocharía yo. Sus personajes son prototipos, cuando los míos no lo eran. Cambiar el final también fue idea suya. Polanski quería que los niños fueran felices, al margen de las disputas de los adultos. Yo no comparto esa idea. Los niños no viven protegidos en un mundo maravilloso, separados de odiosos adultos. Todos formamos parte de lo mismo.
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