Los pescadores ignorados
En la costa oeste de India, la central térmica Tata Mundra Ultra Mega Power, apoyada por el Banco Mundial, amenaza el sistema de vida de una comunidad entera
El grupo Tata, una de las mayores corporaciones de India, se comprometió a ser un buen vecino cuando aceptó la tarea de construir la primera central térmica. El plan era instalarla junto al golfo de Kutch, un entrante del mar Arábigo que proporciona el sustento a los clanes de pescadores que explotan la rica fauna marina de la costa. Tata aseguró al Grupo del Banco Mundial, que aportaba 450 millones para contribuir a financiar el proyecto, que no había motivos para preocuparse por el impacto de la gigantesca planta en la gente que vive y trabaja en sus proximidades.
"El potencial pesquero del golfo de Kutch es significativo", aseguró la empresa entonces, pero declaró que no había “actividades locales de pesca en las aguas costeras situadas delante del proyecto”. “La pequeña comunidad de pescadores más cercana”, añadíó, se encontraba “fuera del área de la planta”.
Esta declaración sorprendió a Budha Ismail Jam.
Jam vive la mayor parte del año en una cabaña de una sola habitación en Tragadi Bandar, un poblado de pescadores colindante con el Proyecto de Central Eléctrica Tata Mundra Ultra Mega Power, en el Estado occidental de Guyarat, a 160 kilómetros al sur de la frontera india con Pakistán. Lo único que separa al asentamiento de la planta de Tata, construida en en 2012, es un canal artificial que vierte el agua caliente residual de la instalación, con una capacidad de 4.150 megavatios. El canal se excavó en la tierra en la que, hasta hacía poco, vivían las familias de pescadores. Detrás de él se levantan las chimeneas gemelas con franjas rojas y blancas de la central, visibles a varios kilómetros desde toda la llanura.
Jam pertenece a un grupo musulmán minoritario llamado wagher, cuya historia en la costa se remonta a hace 200 años, según su asociación de pescadores. Cada verano, alrededor de 1.000 familias wagher —unos 10.000 hombres, mujeres y niños— cargan sus pertenencias en camiones alquilados y emigran desde sus pueblos del interior a las arenosas zonas pesqueras de las riberas del golfo. Vuelven a construir sus asentamientos de la nada montando el armazón de las cabañas con ramas y recubriéndolo con paredes de arpillera, y viven allí durante ocho meses sin conexión eléctrica ni agua corriente. Los hombres traen la captura diaria. Las mujeres clasifican el pescado y cuelgan el pato de Bombay, la especie de olor más penetrante, en entramados de bambú para que se seque. Gran parte de la producción se envía a todas partes de India, además de a Bangladesh, Sri Lanka y Nepal.
“Esa gente dice que aquí no hay pescadores”, afirma Jam, que tiene 50 años largos, viste la ropa suelta y el casquete de punto habitual entre los hombres wagher. “Pero somos un montón”.
La llegada de la central de Tata y de otros proyectos industriales ha hecho más difícil que puedan ganarse la vida en la costa.
En una demanda interpuesta el 23 de abril ante un tribunal federal de Washington, D.C., los habitantes de Tragadi Bandar declararon que el agua caliente descargada por la planta de Tata ha alejado a los peces de la zona intermareal en la que los wagher acostumbraban a practicar el pagadiya, un método tradicional consistente en echar las redes y capturar los peces con la marea baja. El rendimiento de la pesca con barca, que se realiza mar adentro, también ha descendido.
"¿Ve la pesca que hay aquí?", pregunta Jam barriendo con el brazo la vista de su bandar, uno de los poblados pesqueros de las riberas del golfo. Sobre la arena reposan sacos de arpillera repletos de pato de Bombay seco esperando a que los lleven al mercado. “Todo esto solíamos conseguirlo en un día. Ahora hacen falta 15”.
Jam y sus vecinos forman parte de los ignorados, gente que el Grupo del Banco Mundial y sus prestatarios no ha tenido en cuenta en su afán por construir presas y centrales eléctricas, entre otros proyectos.
Según averiguaciones del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación, las dos principales entidades crediticias de la institución internacional —el Banco Mundial, que concede créditos a los Gobiernos, y la Corporación Financiera Internacional (CFI), que los concede a grandes grupos empresariales, como Tata— han sido reiteradamente incapaces de garantizar que se contabilice a los damnificados por las grandes obras.
Ambos prestamistas tienen políticas detalladas que exigen que sus prestatarios determinen si hay personas que perderán sus hogares o sus tierras, o que sufrirán daños en sus medios de vida a resultas de los proyectos financiados por ellos.
Cuando se establece la existencia de “personas afectadas por el proyecto”, los perceptores del crédito tienen la obligación de reasentarlas en nuevos alojamientos o ayudarles a recuperar su manera de ganarse la vida. Pero si la gente no se registra, es poco probable que los prestamistas y sus prestatarios le ayuden a rehacer su vida.
En algunos casos, la CFI y el Banco Mundial han rehusado contabilizar poblaciones enteras que afirman que han sufrido perjuicios a causa de los proyectos respaldados por la entidad crediticia. En Kenia y en Etiopía diversos grupos indígenas denuncian que el dinero del Banco Mundial ha financiado desalojos en masa en los que fueron víctimas de amenazas, violencia y detenciones arbitrarias. El organismo niega que sus fondos se hayan utilizado para esas expulsiones.
En otros casos, el banco ha reconocido la posibilidad de que un gran número de personas resultasen damnificadas por iniciativas de desarrollo, pero ha tolerado que sus prestamistas subestimasen la cifra real.
En 2012, un examen interno de nueve proyectos respaldados por el Banco Mundial descubrió que el número de personas afectadas resultaba ser, por término medio, un 32% superior a la cantidad declarada por la entidad antes de aprobar las iniciativas, que infravaloraba en 77.500 personas la población concernida por las iniciativas en conjunto. El examen reproducía otro más amplio realizado en 1994, que verificó 192 proyectos y reveló que el verdadero número de damnificados superaba en un una media del 47% las cantidades calculadas previamente.
En marzo, un portavoz del Banco Mundial reconoció que la presa Nam Theum 2 de Laos, financiada con fondos de la entidad, había desplazado físicamente y afectado económicamente a más de 75.000 aldeanos, es decir, un 50% más que los 50.000 declarados por el banco antes de aprobar el proyecto en 2005.
Los investigadores independientes que han examinado la iniciativa calculan que el número de perjudicados por la construcción de la presa supera incluso la cantidad actualizada por el banco, y que se eleva a entre 130.000 y 150.000 personas.
Bruce Shoemaker, un especialista en asuntos relacionados con los recursos naturales que trabajó en el análisis independiente informaba de que los campesinos que viven aguas abajo de la presa han sufrido una merma de la pesca, inundaciones de sus campos de arroz y otros impactos en sus medios de vida. Como el Banco Mundial y las autoridades de Laos no reconocieron en todo su alcance las consecuencias de la presa para los habitantes que viven aguas arriba y aguas abajo, las indemnizaciones ofrecidas a los agricultores y pescadores “no han compensado sus pérdidas ni de lejos”, denuncia Shoemaker.
Los funcionarios del Banco Mundial manifiestan su desacuerdo con la cifra más abultada a la que han llegado Shoemaker y sus compañeros de investigación. “Estamos dispuestos en todo momento a tener en cuenta los estudios independientes centrados en nuestros proyectos”, manifestaba David Theis, uno de los portavoces del banco, en una declaración escrita. “En este caso, nuestra investigación y nuestro análisis, exhaustivos y detallados, ha arrojado evidencias diferentes a las cuales nos atenemos”.
El banco sostiene que la mayoría de las personas afectadas por Nam Theun 2 están mejor ahora que antes, y que las encuestas muestran que muchas familias poseen más bienes y tienen más ahorros, y que hay menos niños desnutridos.
Asimismo, asegura que la razón de que el número de personas reconocidas como damnificadas por la presa sea superior es que los directores del proyecto utilizaron el término “hogares afectados” en un sentido amplio. En otros casos, los funcionarios del organismo han atribuido los bailes de cifras a expansiones posteriores del tamaño de las instalaciones o al crecimiento de la población cuando los periodos de funcionamiento son largos.
Theis insiste en que, a pesar de las complejas dificultades que presenta seguir la pista de las personas sobre las que recae el impacto del desarrollo, “seremos extremadamente celosos en nuestra tarea en ese terreno. Si el trabajo implica realojamientos, haremos todo lo posible para mejorar o, como mínimo, conservar los ingresos y las condiciones de vida de la gente”.
Advertencia temprana
El problema de los recuentos a la baja repercute en el Estado indio de Guyarat, escenario de un fiasco descomunal que supuestamente tendría que haber hecho cambiar la postura del banco en lo referente al desarrollo y los desplazamientos. En 1985, el organismo prometió 450 millones para financiar la presa y el canal Sardar Sarovar, claves de una iniciativa para transformar el río Narmada en una serie de embalses que darían servicio a las zonas del estado más propensas a padecer sequías.
En 1987, el Banco calculó que el proyecto afectaría a 60.000 personas. En 2000, la Comisión Mundial de Presas, un grupo de estudio copatrocinado por el Banco Mundial, estableció la cifra en más de 200.000. Los cálculos actuales de las ONG que hacen el seguimiento del proyecto indican que el número de las víctimas del impacto de la presa, que en estos momentos se encuentra en las últimas fases de construcción, superará las 250.000. Muchos de los desplazados, al igual que las familias de pescadores wagher, no tienen títulos de propiedad sobre las tierras que ocupaban. Las políticas del Banco Mundial declaran explícitamente que los habitantes sin títulos siguen teniendo derecho a indemnizaciones y asistencia para su reasentamiento.
La planificación de Sardar Sarovar comenzó con una “elaborada farsa del Gobierno que fingió estar llevando a cabo estudios para calcular los costes reales del proyecto y su impacto en la población y el medio ambiente”, escribía más tarde la célebre novelista y activista india Arundhati Roy. “El Banco Mundial participó de buen grado en la comedia. De vez en cuando fruncía el ceño y formulaba débiles peticiones de más información sobre cuestiones como el reasentamiento y la recuperación de lo que él llamaba las “PAP”, o Personas Afectadas por el Proyecto. (Estos acrónimos son muy útiles. Consiguen mutar los músculos y la sangre en frías estadísticas. Los PAP dejan pronto de ser personas). El banco se dio por satisfecho con unas migajas mínimas y siguió adelante con el proyecto”.
La resistencia fue feroz. Los manifestantes cortaron carreteras e impidieron el paso de los funcionarios del Gobierno a sus pueblos. Algunos juraron ahogarse antes que dejar sus tierras. La policía respondió a la no violencia en la tradición de Gandhi con palizas y detenciones. Después de que los activistas iniciasen una huelga de hambre, el Banco Mundial accedió a que se realizase una revisión independiente por parte de un panel de expertos.
Los especialistas se encontraron —en palabras de uno de ellos— con una “ignorancia aterradora” por parte del banco de las repercusiones humanas de la presa. Nadie sabía cuántas personas serían expulsadas, y apenas había nada preparado, o ni siquiera tierra disponible, para reasentarlas. En 1993, después de que el grupo hiciese públicas las 363 páginas de su informe, la entidad bancaria anunció que se retiraba del proyecto y que cancelaba los 170 últimos millones del crédito. Para entonces había desembolsado 280 millones, y el Gobierno indio encontró otros fondos con los que cubrir la diferencia. La obra siguió su curso.
A raíz de las protestas, los funcionarios del Banco Mundial se comprometieron a prestar más atención a los aspectos sociales de los proyectos de obra civil. “Después del proyecto Narmada quedó claro que es fundamental dar voz a las personas afectadas”, reconocía más adelante Patrick Coady, ex director ejecutivo estadounidense del Banco Mundial.
Ultra mega
En 2005, el Gobierno de India dio a conocer un audaz plan para llevar a sus ciudadanos más pobres al siglo XXI. Pensaba encargar una serie de centrales térmicas —cada una de ellas siete veces más potente que su equivalente estadounidense— que abastecerían de electricidad barata a un país en el que una tercera parte de la población vive sin conexión a la red eléctrica.
El primero de estos “Proyectos Ultra Mega de Generación de Electricidad” de gestión privada se situaría junto al golfo de Kutch, cerca de la ciudad de Mundra, en Guyarat. Tata Power, miembro de un grupo empresarial valorado en 100.000 millones de dólares que produce de todo, desde el té Tetley hasta automóviles deportivos Jaguar, ganó la concesión para construir y explotar la planta. Con el fin de reunir los 4.100 millones de dólares necesarios para financiar la obra, Tata pidió ayuda a la Corporación Financiera Internacional del Banco Mundial.
Al Grupo del Banco Mundial el proyecto le acarreaba problemas de imagen pública. La entidad estaba recibiendo presiones para que dejase de financiar centrales térmicas generadoras de emisiones de carbono, y antes había salido escaldada de India a causa de Narmada y de otros grandes proyectos que habían provocado desalojos y protestas.
Tata y el Gobierno indio prometieron que la nueva central térmica sería diferente. Quemaría carbón importado utilizando una tecnología de alta temperatura que emite menos gases de efecto invernadero. Además, la empresa insistió en que se identificaría y se protegería a las personas afectadas por la planta.
Los documentos de planificación de la compañía mencionaban que algunos lugareños perderían tierras agrícolas, así como el acceso a los pastos comunales, y en contados casos, sus hogares. (Calificaba estas pérdidas de “marginales”). Esos mismos documentos —junto con otros estudios elaborados por la empresa y el Gobierno— no hacían referencia, o aludían con desdén, a las comunidades de pescadores wagher. Según un informe del Gobierno indio, el impacto sobre la pesca sería “menor y sin consecuencias”. Diez meses después, Tata detectó tres pueblos afectadas por la central eléctrica. Indicó que el total de población dedicada a la pesca era cero.
Diversos grupos de presión declararon que el hecho de que no se haya contabilizado a los pescadores wagher demuestra que el Banco Mundial y la CFI no han aprendido de la terrible experiencia de Narmada así como de otras iniciativas que no reconocieron todo el alcance de sus repercusiones para la gente.
“Lo que han hecho en Mundra no es un caso único”, advierte Joe Athialy, director en funciones para Asia del Centro de Información Bancaria, una ONG que presiona para lograr una mayor participación local en las decisiones relacionadas con el desarrollo. “Está ocurriendo proyecto tras proyecto, en todos los sectores”.
Mejores prácticas
El sol se pone en Kutadi Bandar. Unos jóvenes lanzan las anclas y las boyas dentro de las barcas de madera que hay junto a la orilla. Desenvuelven gruesos rollos de red verde y de vez en cuando se ponen a cantar, preparándose para una noche de pesca de arrastre.
Cerca de allí, sentados fuera de una cabaña —los hombres a un lado y las mujeres al otro—, varios vecinos escuchan a un anciano con barba blanca y turbante que recita poemas sobre la fraternidad y la locura de la codicia. Los burros rebuznan. Las mujeres preparan pan ácimo en las hogueras. Un rickshaw motorizado llega del mercado. Trae neveras de poliestireno vacías que, con un poco de suerte, se llenarán de pescado cuando vuelvan las barcas. A medida que cae la noche, los que tienen paneles solares portátiles encienden las luces de sus viviendas. A lo lejos, la central eléctrica de Tata Mundra titila como una galaxia.
El espíritu emprendedor de este bandar, situado inmediatamente al este de Tragadi Bandar, es palpable, como también lo es la preocupación. Sus pescadores recuerdan con nostalgia cuando practicaban el pagadiya, como llaman a la pesca a pie. Se levantaban a las cinco de la mañana, bebían té juntos dentro de las cabañas y, a continuación, caminaban por el agua en equipos de cuatro para recolectar los peces que habían quedado atrapados en las redes.
Hoy en día, los pescadores de Kutadi tienen que adentrarse más en el golfo para traer una pesca cada vez más escasa. Hay semanas en las que no ganan nada y tienen que pedir a los comerciantes locales de pescado que se hagan cargo de sus gastos. “Les rogamos que nos hagan un préstamo”, cuenta Jubedaben Manjaliya, matriarca de una familia con miembros de tres generaciones.
Cuando se pregunta a los hombres si tienen estrés, enseñan sus tratamientos para la tensión alta. Yunus Suleman Gadh, de 48 años, saca un recibo con lo que ha ganado con las capturas de 15 días: 1.400 rupias, menos de 23 dólares. “A veces pensamos que tendríamos que dejar la pesca. Dejarla y ya está”, confiesa. “¿Y qué haríamos entonces? ¿Transportar cargas sobre nuestras espaldas y hacer trabajos duros? Nadie nos iba a contratar para trabajar. Tendríamos que mendigar contando historias”.
Los problemas de Kutadi Bandar empezaron antes de la llegada de Tata.
Bharat Patel, secretario general de la organización de pescadores locales MASS (Machimar Adhikar Sangharsh Sangathan, o Asociación para la Lucha por los Derechos de los Trabajadores de la Pesca), cuenta que algunos de sus pescadores han cambiado de residencia dos veces desde finales de la década de 1990. Primero fueron desplazados por la construcción del puerto privado más grande de India. Luego vino un segundo traslado para dejar sitio al canal de toma construido en principio para la otra central térmica de Mundra, propiedad del Grupo Adani, una corporación con sede en Guyarat. Cuando la industria se adueñó de la costa, los estudios informaron de la completa destrucción de los mangles “arrasados por las excavadoras o quemados sin dejar ni rastro”, declaró H.S. Singh, jefe de conservación forestal de Guyarat, al periódico indio The Financial Express en 2007, y de cómo los sedimentos de la excavación llenaban los arroyos.
La planta de Tata, construida cerca de la de Adani, con la que comparte el mismo canal de toma, se suponía más respetuosa desde el punto de vista social y medioambiental. Los funcionarios de la Corporación Financiera Internacional del Banco Mundial destacaban que la empresa tenía antecedentes de colaboración con la entidad y que su ciudadanía corporativa gozaba de una amplia consideración positiva. En cuanto a la central, se construiría de acuerdo con las normas detalladas de la CFI dirigidas a proteger a la gente y el medio ambiente.
La CFI respondió a las preguntas que se le hicieron para este artículo citando su propia página web, en la que afirm que su inversión en la central de Mundra avalaba “las mejores prácticas industriales internacionales”.
Pérdida del equilibrio
En 2011, 10 meses antes de la inauguración de la central térmica de Tata, la organización de pescadores MASS presentó una queja ante el Defensor del Pueblo y Asesor en Materia de Observancia, el comité de vigilancia interno de la CFI. En la queja se alegaba que la corporación hacía caso omiso de sus propias políticas al permitir que Tata excluyese a las comunidades de pescadores de su lista de damnificados por el proyecto.
“Nos sentimos engañados y despreciados”, se lamenta Yunus Suleman Gadh, que dice haberse enterado por un periódico local de que él y los demás wagher no habían sido tenidos en cuenta. “¿Cómo se atreven? Los funcionarios del Gobierno saben que estamos aquí porque ellos tenían que darnos los permisos de seguridad para pescar”.
La organización también solicitó al Foro Nacional de Trabajadores de la Pesca que enviase a Mundra un equipo independiente para verificar los hechos. El equipo, del que formaban parte un juez jubilado y un oceanógrafo, acudió poco después de la apertura de la planta y se reunió con los pescadores y con los directivos de Tata. Su informe de 2012 describía un proyecto que “se ha visto empañado por graves repercusiones sociales y medioambientales”, al tiempo que los perjudicados habían sido excluidos de las deliberaciones. Tata Power señala que se celebraron encuentros públicos para debatir el tema de la central, incluida una audiencia en Mundra que reunió a 250 personas. El equipo de investigación localizó a algunos de los asistentes a esos encuentros, pero dijo que ninguno “podía recordar que se hubiese distribuido documentación... en ningún idioma comprensible para ellos”.
La asistencia a muchas de las reuniones fue escasa. “Por aquel entonces no sabíamos qué quería decir audiencia pública”, recuerda Manjalia Ibrahim Sale Mohamad, un anciano wagher. “Por eso no íbamos”.
Durante su visita a las instalaciones de Tata, los encargados de dilucidar los hechos vieron maquinaria pesada “que desmontaba y nivelaba las llanuras de marea de la costa” y examinaron las fotos hechas por MASS de la destrucción de mangles o de “arroyos ricos en biodiversidad”.
Los exámenes del equipo de investigación revelaron que el agua vertida por la central cerca de Tragadi Bandar contenía elevados niveles de contaminantes consumidores de oxígeno y que estaba más caliente que las aguas del golfo de Kutch. Su temperatura, de entre 32 y 33 grados centígrados, era muy superior a los 26,5 grados de media del mar en superficie. “Los peces suelen marcharse o sufren considerablemente incluso con cambios de un grado”, detalla el informe. “En consecuencia, no cabe duda de que la llegada al golfo de agua cuatro o cinco grados más caliente a lo largo del año... Ahuyenta a la mayor parte de las especies de peces”.
Tata asegura que su descarga se enfría a una temperatura inofensiva y que no contiene sustancias químicas, además de que sus controles del agua marina no muestra “cambios adversos”.
Los investigadores discrepaban, y llegaron a la conclusión de que los cambios ecológicos causados por la central habían menoscabado las posibilidades de los wagher de vivir del agua.
“Las barcas que usan los pescadores locales son... pequeñas, lo que les impide aventurarse a salir a mar abierto —algo en lo que no son expertos o que no habían necesitado— dado que, hasta hace poco, el propio golfo era una rica fuente de pesca”, decían los investigadores. “Ahora el equilibrio centenario de la vida está cambiando a peor, lo cual produce un impacto negativo en los pescadores, que no son responsables de la alteración”.
Nuevas esperanzas
En agosto de 2013, la oficina del Defensor del Pueblo de la CFI hizo público un informe de auditoría que confirmaba muchas de las quejas de los wagher y concluía que la entidad crediticia había vulnerado sus propias normas al no identificar debidamente a las “personas afectadas por el proyecto” y no haber consultado con ellas.
La auditoría ponía de manifiesto que Tata no había aportado datos sobre los habitantes de los bandar de Tragadi y Kutadi. Diversos documentos clave apenas los mencionaban, y la “CFI no daba suficiente importancia” a esta omisión.
Las consultas con los pescadores no fueron “eficaces u oportunas”, a pesar de las pruebas de que los habitantes de los poblados serían desplazados “física y económicamente”. Según el informe, el asunto resultaba especialmente preocupante dado que los musulmanes wagher —sus vecinos hinduistas vegetarianos suelen mirar con desprecio a los pescadores— están “reconocidos legalmente como desfavorecidos desde el punto de vista educativo y social, y la CFI admitió su vulnerabilidad”.
La auditoría añadía que la CFI no había hecho lo suficiente para averiguar el impacto de la central eléctrica en el mar ni había considerado exhaustivamente las distintas maneras en las que la planta de Tata podría contribuir a los efectos acumulativos de la industrialización a lo largo de la costa.
El documento infundió nuevas esperanza a los pescadores. “Había una sensación de confianza, de que un organismo que formaba parte del Banco Central se había pronunciado decididamente a nuestro favor”, cuenta Himanshu Damle, un investigador del Centro de Información Bancaria. “Como consecuencia, las expectativas aumentaron, y se concibió la idea de que el presidente del Banco Mundial intervendría”.
En lugar de ello, los funcionarios de la Corporación Financiera Internacional publicaron una respuesta de 11 páginas negando que los pescadores hubiesen sido desplazados. Los bandar, decían, son “temporales por naturaleza”, e incluso aunque se hubiese cogido algo de tierra de los poblados, quedaba suficiente para que los pescadores volviesen a ella. La CFI declaraba que el agua y la vida marina estaban a salvo y que no se necesitaban más estudios de impacto.
Jim Yong Kim, presidente del Grupo del Banco Mundial firmó la respuesta de la CFI sin más comentarios.
Desde entonces, diversos grupos pro derechos humanos, así como otras ONG de todo el mundo, han bombardeado a Kim con cartas de protesta por desmentir lo que había descubierto su propia unidad de vigilancia. “Su decisión significa que miles de familias de pescadores y trabajadores de la pesca seguirán sufriendo”, denunciaba una petición firmada por 68 organizaciones de Estados Unidos, Indonesia y Vietnam, entre otros.
El 23 de abril, algunos de los frustrados vecinos de la central llevaron su lucha a la ciudad donde se encuentra la sede del Banco Mundial y firmaron una demanda interpuesta por la ONG Earth Rights International contra la CFI ante un tribunal federal de distrito de Washington, D.C. La reclamación acusa a la entidad crediticia de quebrantar su propio cometido de promover un desarrollo sostenible no perjudicial. La CFI no “evitó ni mitigó los daños contra la propiedad, la salud, los medios y la forma de vida de gran parte de las personas que residen cerca de la central Tata Mundra”, se afirma en la queja. “Por lo tanto, la planta Tata Mundra supone un fracaso de su misión”.
Los demandantes, entre los que se encuentran Budha Ismail Jam y la organización de pescadores MASS, intentan que se les reconozca la categoría de demanda colectiva.
La CFI declinó hacer comentarios sobre las reclamaciones formuladas en la queja.
El precio
La polémica acerca de la central térmica del golfo de Kutch llega en mal momento para el Grupo del Banco Mundial, que ha intentado posicionarse como líder en la lucha contra el cambio climático. En 2013, el consejo de administración del organismo se comprometió a limitar su provisión de fondos a centrales térmicas a “circunstancias excepcionales”.
La decisión de la CFI de invertir en la central de Tata se ha vuelto más difícil de defender dado que la empresa no ha mantenido su promesa inicial de proporcionar electricidad a bajo coste a 16 millones de indios de los cinco estados del norte y el oeste.
Tata compra el carbón para la planta de Mundra a Indonesia, que en 2011 aumentó sus precios a la exportación para equipararlos a los del mercado internacional. Dado que Tata logró la adjudicación con la promesa de que vendería la energía a un determinado precio, ahora pierde dinero con cada kilovatio que produce en la central. En 2013, a petición de la empresa, una oficina federal aprobó un aumento de tarifas del 23%. La subida fue bloqueada el año pasado, al menos provisionalmente, por el Tribunal Supremo indio.
Justin Guay, experto en préstamos al sector energético y exrepresentante en Washington del Sierra Club, afirma que el caso de Tata constituye una violación del incómodo contrato social que envuelve al carbón en el mundo en desarrollo.
“El trato es que la sociedad recibirá abundante electricidad barata, pero a unos costes elevados”, puntualiza. “Las empresas justifican estos costes diciendo que es lo único que los países pobres pueden hacer para contribuir a librarse de la pobreza”. Con la solicitud de Tata de aumentar sus tarifas, “el contrato social —si es que alguna vez fue un contrato justificado— se ha roto por completo”.
Tata rechazó tres peticiones de entrevistas para este artículo. La compañía las remitió a la empresa de relaciones públicas Edelman, que solicitó que se le enviasen las preguntas por escrito y luego rehusó contestarlas.
En una extensa respuesta escrita centrada en las repercusiones locales de la central, Edelman declaraba que Tata es “profundamente consciente de su impacto en su comunidad y en su entorno, y trabaja incansablemente para mitigarlo”. Puntualizaba que el grupo respeta todas las normas medioambientales y colabora con las “comunidades vecinas afectadas” para mejorar “su calidad de vida”.
El gran jefe
En sus publicaciones promocionales, Tata insiste en su inversión con fines sociales en la zona de Mundra. Dice que ha incrementado su atención a los wagher, a los que ha donado lámparas solares para las barcas. Además, gestiona campamentos de asistencia ginecológica y contra la malaria en los bandar. Asimismo, abastece de agua potable a Tragadi Bandar, que tenía un pozo destruido durante la excavación del canal para el agua residual de la central, según informa Bharat Patel, de la asociación MASS.
Los pescadores wagher reconocen que Tata ha prestado alguna ayuda a la comunidad, pero la califican de selectiva e inadecuada. Budha Ismail Jam y Yunus Suleman Gadh aclaran que las lámparas para los barcos no se distribuyeron gratuitamente, sino que se subvencionaron, y que no se pusieron al alcance de todo el mundo. Jam explica que Tata solo ha distribuido la mitad del agua prometida. La compañía se negó a hacer comentarios sobre este particular.
La CFI sostiene que Tata está realizando un buen trabajo en sus tratos con las empresas locales. En enero, en respuesta a un informe de seguimiento de la oficina del Defensor del Pueblo, la dirección de la Corporación Financiera Internacional hizo pública una declaración en la que elogiaba a Tata por su “compromiso activo con la comunidad de pescadores” y anunciaba que se prevé llevar a cabo estudios de evaluación de los impactos ambientales y socioeconómicos —“tanto positivos como desfavorables”— de la planta en la costa de Mundra.
El informe de seguimiento de la oficina del Defensor del Pueblo, publicado el 14 de enero, reconocía esos esfuerzos, pero añadía que ni la CFI ni Tata habían hecho todavía lo suficiente para corregir las transgresiones que dieron lugar en primer término a la demanda de los pescadores. Denunciaba que, a esas alturas, “concluir los estudios que se habían solicitado antes de la construcción del proyecto” era insuficiente y llegaba tarde.
Por su parte, los pescadores wagher se quejan de que las reuniones y los donativos de la empresa no sirven para compensar los perjuicios causados al golfo y a sus vidas.
Manjalia Ibrahim Sale Mohamad recuerda dos visitas de los directivos de Tata, cuando la planta estaba en construcción, en busca del apoyo del viejo pescador.
“Me dijeron que intentarían darme cualquier cosa que les pidiese”, relata. “Yo les dije que, si necesitaba algo, se lo pedía al mar, porque él es el gran jefe. Cada vez que sales al mar te sacas al menos de 2.000 a 5.000 rupias diarias” (entre 32 y 81 dólares). “¿Acaso nos van a dar ustedes esa cantidad cada día? Seguro que no”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Más información
Archivado En
- Migración
- Asia
- Organizaciones internacionales
- Sucesos
- Relaciones exteriores
- Conflictos
- Problemas sociales
- Centrales hidroeléctricas
- Desplazados
- Banco Mundial
- India
- Instalaciones energéticas
- Asia meridional
- Producción energía
- Derechos humanos
- Violencia
- Problemas demográficos
- Demografía
- Sociedad
- Energía hidraúlica
- Energía eléctrica
- Energías renovables
- Fuentes energía
- Energía
- Desplazados en nombre del progreso
- Planeta Futuro