Los 100 millones que aprenden chino
Cada vez son más los colegios que ofrecen mandarín pero, ¿no es este el idioma de un imperio que no se consolida?
Todos nos convertimos en periodistas cuando buscamos un colegio para nuestros hijos: en profesionales del interrogatorio. Él lo sabe y yo lo sé, de modo que las preguntas y las respuestas fluyen como las patadas en una película de artes marciales. Le pregunto por las clases de chino para niños de tres años y responde, gafas negras y cuadradas, que sobre todo juegan, cantan y toquetean la pizarra electrónica, “pero en chino”. Le pregunto por el origen de los alumnos y me responde, cara bien redonda, que “antes eran más niños chinos y niños adoptados, pero ahora más de la mitad son españoles, quiero decir, hijos biológicos de españoles”. Le pregunto por el público adulto y me responde, irónico, que “hay mucho negocio con China, por eso ofrecemos cursos de lengua pero también de cultura. Si no entiendes la cultura, no puedes invertir, ni ganar dinero”.
Estamos en una de las sucursales de la Fundació Educativa Xinesa, parte del entramado de instituciones chinas que han casi monopolizado la enseñanza del mandarín en Barcelona. Sólo el nombre está en catalán, la web explica en perfecto castellano que su fundador es el señor Zhoumin Ma, experto en la historia de las relaciones sino-españolas, que actualmente preside la Associació Cultural per a la integració dels Xinessos a Catalunya, impulsora del Centro Cultural Confucio, que no en vano rinde homenaje al mismo filósofo que el Instituto Confucio, que es lo más parecido al Cervantes, el Goethe o la Sociedad Dante Alighieri que tiene el neoimperio oriental (ambos, según parece, son competencia directa en esta ciudad). En los barrios periféricos, lejos de las sedes universitarias y de las escuelas oficiales de idiomas con quienes ambas instituciones mantienen convenios, los locales de la FEX recuerdan a las academias de inglés que tanto proliferaron en los años ochenta y noventa y que ahora siguen formando parte del paisaje urbano.
El mercado es, por naturaleza, antimonopolio. En Barcelona también está Hexagrama y Xialong y Bindung y tantos otros centros. Son varios y disímiles los “títulos oficiales de chino”. ¿Son las academias de chino las nuevas academias de inglés? ¿Se examinarán nuestros hijos dentro de cinco o diez años o quince años de los equivalentes al First Certificate? Es un hecho que cada vez son más los colegios que ofrecen mandarín como actividad extraescolar. Y aquí mismo hay cursos de una hora diaria o intensivos de seis horas el sábado o el domingo (“de 11.00 a 17.00, pero lo puede usted recoger a las dos o a las tres de la tarde, estarán jugando y cantando y toqueteando”). En los 10 años que han pasado desde la inauguración del primer Instituto Confucio en Seúl se ha alcanzado la escandalosa cifra de 100 millones de estudiantes de chino como lengua extranjera en todo el mundo. Cien. Millones. ¿Por qué realizamos esa apuesta colectiva? El aprendizaje del inglés estaba avalado por más de dos siglos de imperialismo británico y medio de norteamericano; varios milenios garantizan que estudiar música tiene sentido. ¿Pero chino? ¿No es el idioma de un imperio que no se consolida?
“Lo importante es que su hijo y usted hagan los deberes juntos”: con ese consejo me despiden sus gafas cuadradas en su cara redonda. “Pero yo no tengo ni idea de mandarín”, le digo. “Pero el niño o la niña tiene que ver que usted le apoya en su aprendizaje”, sonriente, irónico, “nosotros hacemos lo mismo, estamos ahí, a su lado, cuando nuestros hijos hacen sus deberes en catalán”.
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