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El hogar de la discordia

“En esta casa, con sus cuatro muros de cristal, me siento como un animal al acecho, siempre alerta, siempre inquieta”, aseguró Edith Farnsworth, dueña de la icónica vivienda

Elsa Fernández-Santos
La Casa Farnsworth (Illinois) de Mies van der Rohe, construida entre 1946 y 1951, tan necesaria para estudiantes de arquitectura como inhabitable fue para su dueña.
La Casa Farnsworth (Illinois) de Mies van der Rohe, construida entre 1946 y 1951, tan necesaria para estudiantes de arquitectura como inhabitable fue para su dueña.

En un momento de El Manantial (1949), la película de King Vidor en la que Gary Cooper interpreta a un arquitecto inspirado en parte en Frank Lloyd Wright, todo el mundo le repite el mismo mantra: “Cede, cede…”. Pero él se aferra a sus convicciones, a su ideal de un mundo nuevo y perfecto. Más de medio siglo después, Jeff Bridges se pone el traje de otro tozudo y tenaz proyectista, el alemán Mies van der Rohe, para narrar la agria polémica que rodeó a un hito de la historia de la arquitectura: la casa Farnsworth. La icónica vivienda enfrentó al arquitecto y a la propietaria, Edith Farnsworth, interpretada ahora por Maggie Gyllenhaal.

En su lucha con el arquitecto, la dueña de la espectacular mansión destapó sus tormentos: “En esta casa, con sus cuatro muros de cristal, me siento como un animal al acecho, siempre alerta, siempre inquieta”, dijo.

La poética de los espacios frente a la prosaica realidad, la armonía y la belleza frente al lastre de la escobilla del baño o el portarretratos familiar. En el maravilloso documental Koolhaas houselife, Guadalupe, la mujer extremeña encargada de limpiar la mítica Casa Burdeos, resumía el choque de trenes pormenorizando los problemas cotidianos de limpiar una obra maestra. El propio Koolhaas, sorprendido con la película, declaró: “Aquí chocan dos sistemas, una concepción platónica de la limpieza con una concepción platónica de la arquitectura”.

Guadalupe luchaba contra las goteras como, según admitió Sáenz de Oiza, los inquilinos de Torres Blancas, en Madrid, lucharon contra sus angostas cocinas o contra el exceso de curvas a la hora de poner una simple estantería. O, más recientemente, la fálica torre Agbar de Barcelona, obra de Jean Nouvel y símbolo de esa arquitectura-viagra tan potente por fuera como desastrosa por dentro: sus oficinistas se quejaban de demasiada luz, persianas que no se cerraban y, para colmo, sin vistas.

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Sobre la firma

Elsa Fernández-Santos
Crítica de cine en EL PAÍS y columnista en ICON y SModa. Durante 25 años fue periodista cultural, especializada en cine, en este periódico. Colaboradora del Archivo Lafuente, para el que ha comisariado exposiciones, y del programa de La2 'Historia de Nuestro Cine'. Escribió un libro-entrevista con Manolo Blahnik y el relato ilustrado ‘La bombilla’

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