Huele a verano
Las pérdidas y las rupturas son ley de vida. Pero la vida puede ser muy perra y muy cuesta arriba
Conozco el paño porque lo he llevado puesto hace lo suficiente para no acordarme a diario, pero no tanto para no recordar su lastre sobre mis hombros. Es un burka invisible que te cubre y te roza y te escuece y te aprieta y te ahoga a poco que te dejes, y es tentador dejarse: la autocompasión es una droga durísima. Dentro, ya te aíslas tú sola candando tus orificios: auriculares en los oídos, embozo sobre la nariz, mandíbula prieta, ojos zurcidos, piernas y brazos como amarras cruzadas sobre muslos y pechos. Ocluida, cerrada en banda, clausurada en vida. En ese invierno íntimo aunque fuera caiga a plomo la solanera, te niegas cualquier placer, o te atracas de ellos culpablemente porque él, o ella, o ellos, están pero no están, o se van a ir, o ya se fueron. Porque no, no es cierto que todo tiene remedio. Porque sí, ok, de acuerdo, las pérdidas y las rupturas son ley de vida. Pero la vida puede ser muy perra y muy cuesta arriba. De esa guisa te hallas, helada la sangre aunque sudes a litros, hasta que algo, o alguien, te hace entrar en calor aunque hiele fuera y te descubres durmiendo sin candados y berreando la horrísona canción del verano en los atascos. No es poco. De hecho, lo es todo.
El otro día, la escritora Isabel Allende anunció gozosamente urbi et orbi que se ha enamorado a los 75 años después de romper con su pareja de tres décadas. En medio del invierno descubrió que llevaba dentro un verano invencible, dijo, citando a Camus de paso. Al punto, hubo quien se ofendió tantísimo al respecto como para tomarse la molestia de enviar groserísimos comentarios a los medios sobre si una señora de sus años puede o debe apasionarse de ese modo y encima contarlo. Miserables. Eso que dice tener Allende es lo que queremos todos. Ese calor, ese anhelo, ese abandono. Que nos exciten los sentidos, que nos llenen los huecos, que nos acaricien el lomo. Y eso no caduca. ¿Soy yo, o ya huele a verano?
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