Sofia Gubaidulina, quietud de una compositora inquietante
SILENCIO. El canto de un jilguero que se posa en una rama, el rumor de la fina lluvia golpeando levemente las hojas de los árboles, y, de nuevo, un manto de silencio. No suena el teléfono en casa de Gubaidulina, no suena la televisión, no suenan móviles, ni tabletas, ni cláxones, ni gaitas, nada suena en esta guarida, en este refugio a salvo de los ruidos del mundo moderno. Nada, salvo el piano de Rostropóvich. Suena desde principios de los noventa. Sí, fue entonces cuando el violonchelista ruso desembarcó en esta casa ubicada en Appen, a media hora de Hamburgo, en una pequeña zona urbanizada rodeada de un bosque. Se encontró con una compositora admirada y un salón sin piano. Circunstancia que decidió enmendar encargando uno exprofeso para Gubaidulina en Steinway & Sons. “Adoro este instrumento, su sonido. Me conduce a una especie de afinidad espiritual con Rostropóvich”.
La cara de Gubaidulina se ilumina al hablar de su piano. A sus 85 años, conserva una mirada despierta, vivaz. No ha parado desde los años ochenta, cuando su música cruzó fronteras gracias al violinista Gidon Kremer, el hombre que tocó por primera vez en Viena Offertorium, la pieza que lo cambió todo, la que le abrió las puertas al prestigio más allá de los confines del imperio soviético. Los encargos se suceden desde entonces. Todos quieren estrenar sus obras: Dudamel, Simon Rattle, Anne-Sophie Mutter, Kronos Quartet.
Proliferan los encargos, sí, y los premios. Tras recibir el León de Oro hace dos años, en Venecia, esta semana, el 15 de junio, la autora de Homenaje a T. S. Eliot recibirá en Madrid el Premio Fundación BBVA Fronteras del Conocimiento en la categoría de Música Contemporánea, dotado con 400.000 euros. “Necesitamos apoyo, la música seria necesita apoyo”, dice, feliz por el galardón.
Suele desenchufar el teléfono fijo sin contemplaciones, no quiere ruidos en su casa, no usa ‘e-mail’, ni móvil, ni fax.
Gubaidulina sigue activa. La suya es una historia de coraje y perseverancia, de resistencia e integridad artística. Sigue componiendo noche y día, muchas veces de noche, sí, cuando el silencio se hace aún más denso. “Llevo una vida muy intensa”. Vive dedicada a su música, no hace otra cosa. Más aún en los últimos años, desde que no están su tercer marido, el pianista y director de orquesta Pyotr Meshchaninov, fallecido en 2006; ni Viktor Suslin, su gran amigo, fallecido en 2012, compositor que se mudó a Hamburgo en 1981 y que fue uno de los motivos por los que ella abandonó su país natal para empezar una nueva vida, allá por el año 1992.
“La música es su vida y, para ella, la vida es música“. La frase, tan rotunda, la pronuncia Hans-Ulrich Duffek, su agente, su amigo, su mánager desde mediados de los noventa, un hombre que trabaja para el sello Sikorski, el que desde sus cuarteles centrales de Hamburgo se encargó de propagar por Occidente la música de los compositores soviéticos.
La relación entre Duffek y Gubaidulina se podría calificar de analógica. Llevar los asuntos de una suerte de ermitaña entregada en cuerpo y (sobre todo) alma a la música no es cosa fácil. La compositora rusa suele desenchufar el teléfono fijo sin contemplaciones, no quiere ruidos en su casa, no usa e-mail, ni móvil, ni fax. A su mánager solo le queda el recurso de la vía epistolar.
El procedimiento es el siguiente: Duffek acumula consultas, ruegos y preguntas; cuando hace acopio de unos cuantos, agarra la pluma y envía una carta a casa de la compositora; un día suena el teléfono, y Gubaidulina aborda todas las cuestiones pendientes de una tacada. A lo que sigue un nuevo periodo de silencio que puede durar dos o tres semanas, cuenta el agente. Si alguien quiere localizarla urgentemente por teléfono, solo hay un recurso: telefonear a la vecina, la viuda de Viktor Suslin, Julia Suslin. “Tiene una personalidad muy peculiar”, cuenta Duffek en la cocina de la casa de Gubaidulina. “Necesita estar plenamente concentrada en su trabajo. No le gusta hablar de trivialidades, cuando llama es para ir directa al grano”.
Su vida ha sido la de una mujer persiguiendo la quietud, tratando de huir del ruido de las urbes, sorteando las interferencias que se clavan como agujas en sus arranques de inspiración. “Durante toda mi vida he ido buscando el silencio”. De esa paz que reina en su casa brota ese torrente poderoso, inquietante, que recorre su música.
Sus apuestas estilísticas siempre resultaron arriesgadas: instrumentos de folk junto a grandes orquestas, afinaciones no convencionales, sonoridades fruto de la exploración táctil de los instrumentos. La vocación experimental conduce a momentos de vértigo en los que un estridente violín que navega libre y austero da paso a una caótica explosión de percusiones. Misticismo, intuición, trascendencia, espiritualidad, misterio, elementos que la definen a ella y a su obra, que en ocasiones se antoja banda sonora —ha compuesto algunas— de película de intriga, poesía sonora.
“Mi protesta se reflejaba de algún modo en mi música. Los regímenes totalitarios persiguen al que quiere ser libre”, dice la compositora.
En el conservatorio, los profesores reconocían su talento, pero criticaban sus piezas. Que no transitaba por territorios obvios quedó claro desde muy pronto. Con todo, llegó a recibir el más inspirador de los apoyos que una joven estudiante pudiera imaginar en la URSS de los años cincuenta.
Ocurrió en 1959. Acudió al apartamento moscovita de Shostakóvich, amigo de uno de sus profesores. Quería enseñarle la partitura de una sinfonía que había compuesto. Sentada a una mesa, discutió con él los pros y los contras de unos desarrollos armónicos inusuales. Al acabar la sesión, Shostakóvich le dijo: “Le deseo que siga por la senda incorrecta”. La bendición del considerado como más grande compositor ruso de todos los tiempos sonó a música celestial.
Con eso y con todo, su inconformista apuesta estilística acabó resultando estridente. La espiritualidad y religiosidad que subyacía en sus composiciones, su apuesta individualista y libre, no casaba bien en una sociedad de pretensiones igualitarias. Su música no resultaba accesible, no servía para glorificar las hazañas del imperio; provocaba estupor, cuando no desasosiego.
Luchó por ser libre. Por ser ella. “Mi protesta se reflejaba, de algún modo, en mi música. Fue difícil. Los regímenes totalitarios persiguen al que quiere ser libre”. Congenió con disidentes, estuvo casada con uno — Nikolai Bokov, su segundo marido—. El rechazo oficial limitaba el vuelo de sus obras.
Vivió momentos duros, de depresión. También de violencia: en 1973, fue atacada por un tipo en el ascensor de su apartamento en Moscú. Nunca ha sabido si fue alguien del KGB —es lo que decían sus amigos— o un loco. Aquel hombre intentó estrangularla.
“¿Por qué tan despacio?”, le espetó ella.
El tipo, sorprendido, la soltó y se fue corriendo.
“Fue una reacción espontánea”, explica la compositora con un poso de tristeza en sus ojos.
—¿Qué impacto tuvo este episodio en su vida?
—Me llevó a protestar aún más.
No tardó en caer en una lista negra. El mochuelo se lo colgó el Sexto Congreso de Compositores de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, celebrado en 1979. Su pecado: sus obras habían sido representadas en festivales en el extranjero. No representaban los valores de la URSS. La denunciaban a ella y a otros seis compositores (entre los que se hallaba su amigo Viktor Suslin) de crear “ruido embarrado en vez de auténtica innovación musical”. Así pasó a formar parte de los llamados Siete de Khrennikov, disidentes que optaron en su mayoría por salir del país. Suslin, de hecho, se exilió en Alemania en 1981.
A pesar de todo, Gubaidulina aguantó el tirón. Y no abandonó el imperio que la vio nacer hasta 1992, cuando aquella Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas ya estaba disuelta. Emigró a Hamburgo porque aquí se hallaba el sello Sikorski. Y aquí estaba su amigo Viktor Suslin.
“Si estás deprimido o desgarrado, el tiempo se te escapa. Pero desde que estoy en Hamburgo eso apenas ha ocurrido”.
Su viuda, Julia Suslin, vive a dos minutos escasos de su casa. Es su gran amiga, su “hermana”, así la llama. “Sofia es una persona muy pura”, explica Suslin en el salón de su chalet, también presidido por un piano (regalo de Gubaidulina). “Nunca expresa una opinión negativa sobre nadie”. Suslin, también compositora, solía acompañar a Gubaidulina en sus paseos por el bosque, cosa que ya no hacen tan a menudo. “Sofia adora el campo. Le gusta abrazar a los árboles”.
La naturaleza siempre ha sido fuente de inspiración para Gubaidulina. Dice que el lugar en el que vive la nutre. “La tierra, los lugares por los que camino, el pueblo, que es pequeño. Todo eso me inspira”. Trasladarse a Hamburgo fue todo un acierto. “Si estás deprimido, desesperado o desgarrado, el tiempo se te escapa. Pero desde que estoy aquí eso apenas ha ocurrido”.
Hija de un ingeniero de Minas y de una profesora de origen ruso, nació en un hogar humilde, en Chístopol, en la República de Tataristán. Cuando se quedaba sola en casa, sin sus padres, se sentaba al piano a improvisar, a dar rienda suelta a sus fantasías. “Recuerdo que desde muy pronto empecé a tener esas explosiones de imaginación”.
Nunca le tuvo miedo a seguir los pasos que le marcaban sus arrebatos de creatividad. En Sofia Gubaidulina: Una biografía, de Michael Kurtz, el director de orquesta Simon Rattle dice de la autora de Fachwerk: “Gubaidulina es una auténtica loca, por supuesto, en el mejor sentido del término”. La autora de Sonnengesang (1997), gran homenaje a Rostropóvich, se ríe al escuchar la frase. “Sí, es verdad, se ve a la primera. Locura es entrar en un modo psicológico en el que vas más allá de tus límites”.
Está en forma. A sus 85 años, sigue trabajando, incansable. Los encargos se siguen sucediendo. On Love and Hatred es el nombre de la última obra que ha compuesto. Tiene previsto estrenarla el 2 de agosto en Trondheim (Noruega).
Gubaidulina se sienta al piano. Sus finos y arrugados dedos se deslizan sobre las teclas con facilidad. Está tocando el Preludio coral de Bach, uno de sus más reverenciados compositores. Libros del Greco, su pintor favorito, y de Thomas Mann, uno de los autores que más venera, destacan en su librería, donde tampoco faltan obras de Platón o de Carl Jung, dos de sus más confesadas influencias. Junto a uno de los sofás de su salón, una hoja con endiabladas anotaciones de distintos colores marcan los movimientos de una obra que está por venir. Es un borrador. Cuando empiece a pasarlo a limpio a la partitura, echará al fuego esta sucesión de garabatos y tachones. Ese es uno de los rituales de Gubaidulina, mujer misteriosa donde las haya.
La visita llega a su fin. El silencio acecha tras la puerta. Reaparecerá y tomará esta casa en cuanto doblen la esquina los intrusos de esta mañana lluviosa y gris. Gubaidulina volverá a abrazar la paz que deja hueco a las inquietantes melodías que vuelan por su cabeza. “Mi vida real, la auténtica, es la que vivo cuando estoy sola”.
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