Un plan para el agua
Los trasvases no son la solución; es imperativo optimizar su uso
Existe un acuerdo generalizado en la sociedad española de que es necesario, incluso urgente, articular una política coherente sobre la gestión del agua. El cambio climático aumentará la frecuencia de sequías e inundaciones, un gravísimo problema añadido a la diferencia estructural de disponibilidad de agua entre las regiones. El Gobierno pretende abordar el problema con un Pacto Nacional sobre el Agua, cuya función principal —a nadie se le oculta— es acabar con los conflictos entre cuencas y regiones; quienes disponen de agua se niegan a facilitarla a quienes la reclaman, tanto por cuestiones de control político de un bien que cada vez será más escaso como por sospechas, bien fundadas en algunos casos, de que el agua se malgasta o pierde en sistemas de explotación obsoletos o consumos urbanos y deportivos ineficientes.
Bien equivocado estará el Gobierno si confía en solucionar el problema del agua con una política de trasvases entre cuencas. El cambio esperado en las condiciones de pluviosidad obliga a pactar un programa a largo plazo que actúe de forma eficaz sobre la demanda de agua, sea para uso agrícola o sea para consumo doméstico. Ese programa debe partir de un respeto ecológico a las cuencas, porque los recursos hídricos y el mantenimiento de los ríos forman parte de la riqueza económica española. Puesto que ya no es posible construir más infraestructuras de embalsamiento, dado que los trasvases ya no son opciones razonables porque las sequías también afectarán a las regiones con más agua, la única solución razonable a medio plazo es continuar con una política calculada de desaladoras e imponer un plan de incentivos a la depuración de aguas, donde todavía queda mucho por hacer.
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Una de las claves de una política coherente del agua es actuar sobre la demanda. Es obligado reducir los sistemas arcaicos de regadío; las nuevas tecnologías permiten ahorros importantes de uso de agua en el campo (riego por goteo). Los sistemas que dilapidan el agua tienen que ser erradicados y sancionados. Los agricultores y los consumidores tienen que aceptar que el agua es un bien escaso; y que como toda política a largo plazo, las decisiones tienen que tomarse hoy, antes de que esa escasez impida un acuerdo entre partidos y entre regiones y derive en un conflicto político grave.
Cuando se trata de proteger y regular un bien escaso, el mecanismo más eficiente de restricción de la demanda es el precio. Bruselas ha advertido sobre las deficiencias estructurales del agua en España, en particular la política de precios. Si de verdad se quiere articular un acuerdo nacional sobre el agua que sea algo más que un parche coyuntural para trasladar el problema al Gobierno siguiente, hay que actuar sobre los precios en busca de una racionalización del consumo. Con precios más acordes con el valor actual y futuro del agua —en todo caso, más elevados que los actuales, con una curva paulatina de subida, diferente para cada uso— puede incentivarse el ahorro de forma efectiva. Todo ello requiere política a largo plazo y pedagogía, no electoralismo a costa del medio ambiente y de un recurso estratégico y escaso.
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