¿Y si el cine porno de los ochenta fuera un estilo decorativo en sí mismo?
El cineasta francés Jean-Daniel Cadinot inventó una nueva manera de hacer películas eróticas en la que los espacios y su decoración eran tan importantes como los atributos de los actores
Un grupo de jóvenes paseando por un museo, el zoco de una bulliciosa ciudad, la Venecia de los carnavales o una suerte de internado años cincuenta repleto de literas metálicas. Casi cualquier escenario arquitectónico podía convertirse en una fantasía en manos de Jean-Daniel Cadinot (1944-2008). Uno de los padres del porno gay y figura clave en el desarrollo del underground francés, sus películas se alzaron como abanderadas del savoir faire para adultos, una perfecta composición estética donde el sexo, al final, era casi lo de menos.
Instalado en los márgenes de la cultura y con una visión que trascendía cualquier intento coetáneo de adentrarse en la pornografía –término que, evidentemente, detestaba por su aire prejuicioso–, Cadinot fue la respuesta francesa a la estandarización del género que trajo el porno americano. Mientras Estados Unidos exportaba cuerpos esculpidos y rasurados al milímetro, él trabajaba el intelectualismo continental, volvía a los clásicos, materializando historias de efebos poseídos por el deseo en estado puro en entornos históricos, con escenografías que podrían ser de Jean-Luc Godard: “Lo que sublimo es el deseo, el deseo en todo su refinamiento. Mis películas no son una loa a la homosexualidad, son a la mayor gloria del deseo”. Y de forma no muy sorprendente, encontraba una aceptación mayoritaria tanto en espectadores como en crítica, precisamente por utilizar escenarios reglados, elegantes, perfectos, cotidianos pero recordables.
Un reformatorio, un museo, Venecia o el hammam más húmedo de Túnez servían de escenario para recrear fantasías sólidas y cercanas. Historias donde los encuentros sexuales no eran la meta sino el camino. Cadinot conseguía, a través de su escenografía, retratar los miedos de la sociedad francesa –también europea– y agitar la conciencia social. En Musée Hom (1994) cuestionaba la sacralización de los museos y los convertía en meros contenedores dedicados a la lujuria –incluso las estatuas terminaban cobrando vida y entregándose al placer ante la atónita mirada de los guardas de seguridad–. En Le Voyage à Venise (1986) el hijo de un matrimonio huía de su control para descubrirse a sí mismo en mitad del misterio de los carnavales. “No comes, no duermes la siesta, no te diviertes”, le reprochaba su madre sin saber nada de la vida real de su hijo. Venecia era la tentación, la revolución contra lo establecido.
La preocupación por la historia terminó condicionado incluso la propia decoración. Habitaciones tremendamente modestas contrastaban con escenarios de lo más exótico. Camas de hierro, paredes desnudas y muebles que conocieron épocas mejores. Baños turcos, vagones de tren y hasta una jaima en el desierto. Decadencia y desencanto que rodeaban la vitalidad de esos jóvenes veinteañeros. Cadinot se alejaba de la factura americana en casi todo. Aquí no había falsas fraternidades ni pósters pop en las paredes. Nada de sets prefabricados ni gladiadores disfrazados. Lo que vemos podría estar en la calle donde nos criamos y ahí es donde radicaba su coherencia. Todos podíamos ser ese postadolescente que sueña con escabullirse de sus padres. O quisimos haberlo sido.
El diseño de los escenarios preocupaba tanto al director como la elección de los actores –“quiero hombres que puedan ser tu vecino”, decía–. De la suma de ambos dependía el resultado final. Su particular forma de trabajar necesitaba de un marco libre, sin imposiciones de ningún tipo. Formado en el campo de la fotografía, montó su propia productora antes de comenzar con los rodajes. A la hora de grabar, Cadinot convivía con los actores en una granja transformada en estudio. Allí dejaba que evolucionasen, que hiciesen lo que les apeteciese y fuesen creando la película poco a poco. Construía la trama a partir de sus propias experiencias, ya fuese en los campamentos religiosos, en el descubrimiento de su sexualidad o en el amor, y dejaba que los impulsos y los sentimientos de los actores hiciesen el resto.
La mayor parte de sus películas narraban viajes. Imaginarios, vitales o sobre el mapa, no importaba. Escenarios al aire libre se mezclaban con los sets profusamente ideados, y un tanto psicotrópicos, en busca de un Pasolini más subido de tono –¡si se puede!–. El embrujo místico de un viajero seducido por la sensualidad de Túnez le valió a su Harem (1984) la etiqueta de una de las películas porno gay más influyentes de la historia.
Este refinamiento, tanto estructural como visual, hizo de Cadinot el gran referente del cine porno europeo. Una rara avis que pretendía contar en una industria destinada tan solo a ver. Luchó contra los prejuicios, apostó por la multiculturalidad, alteró los roles sexuales –sus sagas ambientadas en Túnez o Marruecos dejan de lado el clásico de hombre blanco poseído por exóticos extranjeros para dar una vuelta nunca vista hasta ese momento– y construyó su propio universo.
Las últimas producciones, incluso el mismo año de su muerte –Cadinot fallecía en abril de 2008, víctima de un ataque al corazón–, acusaban los estragos de esa apisonadora llamada porno estadounidense: cuerpos musculados, sets con terciopelo rojo y sofás de dudosa calidad y una historia que poco tenía ya que ver con la sublevación de sus inicios. “Que los esfuerzos y el trabajo de toda una vida, enfocados en la búsqueda de ese momento de verdad pura que es la comunión de dos seres hechizados por el deseo, inspiren a mis herederos”, escribió justo antes de morir.
La reinvención de Cadinot (a su pesar)
La influencia de Cadinot se ha extendido más allá del propio cine para adultos. Su forma de rodar y sus escenarios han inspirado a artistas de todo tipo. Uno de los proyectos más peculiares y con mayor recorrido ha sido el llevado acabo hace unos meses por el fotógrafo Arnoud Holleman. Fascinado por la película Musee Hom, decidió prescindir de las escenas de sexo y reconstruir el juego de miradas y gestos de los actores en el museo que sirve de excusa para la película. Así nació Hommage, un filme que encontró su hueco en el Frans Hals Museum de Haarlem.
Preocupado por la repercusión y por los derechos de autor, Holleman se puso en contacto con Cadinot, hace una década, para hacerle llegar una copia de su película. El director mostró tan poco interés que ni siquiera abrió el paquete. Fue este el comienzo de una lucha de Holleman en busca de la aceptación que el propio Cadinot acabó zanjando de la forma más cruel: “Mi trabajo no es una lata de sopa Campbell y Monsieur Holleman definitivamente no es Andy Warhol”. Con el fallecimiento del cineasta, el artista encontró el camino libre.
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