Condenada a continuar
Theresa May ha culminado su trabajo: recogió el Brexit abandonado y ha conseguido un acuerdo que a nadie satisface
El calvario no ha terminado. Theresa May ha culminado su trabajo: recogió el Brexit abandonado en mitad de la calle por quienes lo promovieron —empezando por David Cameron y Nigel Farage— y ha conseguido un acuerdo con los 27, al parecer el único posible, que a nadie satisface, ni a los británicos que querían irse a toda prisa y a cualquier precio ni a los que querían quedarse también en cualquier circunstancia, pero que cumple escrupulosamente con el objetivo que se exigía: abandonar la Unión Europea.
El castigo por el éxito obtenido, hecho todo él de realismo y concesiones a Bruselas, se lo han impuesto los parlamentarios conservadores. No iban a darle los votos parlamentarios para conseguir la aprobación de su Brexit pero tampoco han querido descalificarla como primera ministra. Quieren lo imposible. Que siga negociando con Bruselas lo que Bruselas da por negociado y cerrado. Que obtenga garantías para lo que no puede haber garantías: que jamás surgirá una frontera, ni comercial ni de ningún tipo, entre el Ulster y Gran Bretaña.
Confirmada por los suyos, nada asegura que no le corten la cabeza más tarde, cuando sea una evidencia su incapacidad para dar un solo paso más hacia adelante. La primera ministra intentará de nuevo una votación favorable en Westminster para su Brexit. Antes deberá buscar y obtener todo tipo de declaraciones y seguridades por parte de los 27, que no podrán superar en consistencia jurídica a las que España ha obtenido respecto a Gibraltar.
Con los votos obtenidos May ha comprado tiempo, la materia más apreciada en una actividad como la política, en la que se juegan y ganan las partidas en los límites, también temporales. No es la primera vez que mueve esta pieza: lo hizo el lunes cuando aplazó la votación del Brexit en el parlamento programada para el martes. Tampoco será la última: si los suyos no vuelven a intentar descabalgarla antes, pedirá tiempo a Bruselas antes de llegar al acantilado del 29 de marzo, cuando la ausencia de ratificación de los documentos del divorcio daría lugar a un Brexit automático y en consecuencia catastrófico, que conduciría a que cayeran alrededor de Reino Unido las fronteras europeas súbitamente en la noche entre marzo y abril de 2019.
El tiempo es para todos. También sirve a los voluntariosos y combativos partidarios de mantener a Reino Unido en la UE, que ahora promueven una nueva consulta para corregir el desperfecto que organizó David Cameron. También ellos quieren un aplazamiento de la fecha temible del 29 de marzo, aliviados por la sentencia del Tribunal de Luxemburgo que reconoce el carácter reversible de la petición de divorcio y abre el portillo a la rectificación y un segundo referéndum.
Hasta la última noche de marzo, Londres tiene tiempo para echarse para atrás, un gesto que horroriza a los euroescépticos. Esta posibilidad es un revés más entre muchos, que apenas cuenta para una admirable encajadora como Theresa May. La primera ministra ha esgrimido como su más eficaz golpe el dilema o yo o el caos, que el tribunal de Luxemburgo ha venido a neutralizar: si no quiere el caos, échese para atrás o pida un aplazamiento. Los combatientes pueden ganar tiempo, pero el propio tiempo gana también a veces a los combatientes y la batalla misma. Aplazamiento tras aplazamiento, irresolución tras irresolución, el Brexit se está instalando en la vida política británica y europea como una enfermedad crónica que nunca tendrá curación. La condena de May es una condena para todos, y especialmente para los británicos, premiados con el limbo de no saber dónde están por haber entendido la UE como si fuera el infierno y creerse a salvo en el cielo de la independencia y de un Reino Unido global que no existe. Se van, pero se quedan. Lo peor que podía pasarles a quienes declararon el 23 de junio de 2016 como el día de la independencia. Y que ahora están haciendo el ridículo.
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