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Columna
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Vidas a la intemperie

Uno tras otro, conflictos que hace meses acaparaban titulares se desvanecen informativamente. El olvido, y la inoperancia de la comunidad internacional, condenan al éxodo perpetuo a millones de personas. La deportación de refugiados es el caso más flagrante

María Antonia Sánchez-Vallejo
Varios rohingyas en el campo de refugiados de Kutupalong, en Bangladesh.
Varios rohingyas en el campo de refugiados de Kutupalong, en Bangladesh.Getty Images

Las continuadas deportaciones de refugiados rohinyás desde la India, Bangladés y Arabia Saudí sirven de altavoz al silencio inicuo de la premio Nobel de la Paz birmana Aung San Suu Kyi. La que fuera icono de la democracia y la resistencia pacífica minimizaba hace poco, por enésima vez y sin dignarse nombrarlos, la tragedia de los rohinyás al lamentar que el mundo se haya centrado demasiado en los “aspectos negativos” del Estado de Rajine, del que 730.000 miembros de esa minoría musulmana han huido desde 2017 perseguidos a sangre y fuego por el régimen de corte budista-militar de Yangon.

Como tantos otros, el de los rohinyás es ya un conflicto olvidado, aunque desde diciembre hayan salido 5.000 de una tierra donde hoy se levantan casas para budistas. Ejemplo de manual de limpieza étnica, fue calificado, con los paños calientes de la alta diplomacia, de “intento de genocidio” por una misión de la ONU. Pero Suu Kyi, impertérrita, defiende incluso la condena a prisión de dos periodistas que documentaron las matanzas.

Al cinismo de La Dama, miembro del Gobierno birmano, se suma la impavidez del comité noruego del Nobel ante los reiterados llamamientos de organizaciones de derechos humanos para que le sea retirado el premio. De la reliquia que en el orden mundial representa el galardón, con una historia plagada de claroscuros (la precipitada concesión a Barack Obama) cuando no de baldones (la distinción del golpista Henry Kissinger), no puede esperarse, es cierto, una respuesta moderna y menos aún efectiva.

Pero tampoco de otros actores de la comunidad internacional, empezando por la ONU y la costosísima burocracia de sus agencias, al margen del papel de notario global. Ni del Consejo de Seguridad, una herramienta gripada por la existencia del derecho de veto y donde se dirimen antagonismos de décadas, ni de las misiones pretendidamente pacificadoras y en realidad maniatadas de los cascos azules —que tantas veces han mirado para otro lado, como en Srebrenica o Ruanda— puede decirse que hayan contribuido a la resolución práctica de conflictos inmisericordes.

La responsabilidad de proteger para detener el genocidio y los crímenes contra la humanidad —el caso rohinyá— quedó en papel mojado tras el fiasco de Libia, y nadie está dispuesto a implementarla por miedo a nuevos avisperos. Pero los dramas continúan. Los afganos son deportados desde Europa a un país sumido en la violencia, y 30.000 refugiados nigerianos han sido obligados a regresar a casa, de nuevo ante el terror de Boko Haram, según ha constatado la ONU.

Desde la crisis de los boat people en los setenta a los cada vez más invisibilizados migrantes que arriban a Europa, qué poco se ha avanzado en la protección de millones de seres a la intemperie, sumidos en una incuria material y legal, pero también moral.

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