En cuestión migratoria, Iberoamérica marca el camino
La gestión de la crisis venezolana demuestra que otro modelo de movilidad humana es posible
La noche del pasado 12 de diciembre las autoridades venezolanas recuperaron del mar los cadáveres de once migrantes ahogados frente a las costas de Güiria, en el extremo nororiental del país. Otros nueve miembros del pasaje, que incluía varios niños, fueron dados por desaparecidos. El Golfo de Paria se ha convertido en los últimos años en una de las rutas de escape de los balseros venezolanos, que tratan de acceder por esta vía al cercano Estado insular de Trinidad y Tobago. Como explican los medios locales Cinco8 y Caracas Chronicles, la nueva tragedia alimenta el moridero en el que se ha convertido esta ruta de emigración irregular. Los detalles nos resultan familiares: embarcaciones precarias, hacinamiento, ausencia de medidas de seguridad, negocios fabulosos para las mafias y hostigamiento de las autoridades a ambos extremos del trayecto.
Venezuela se desangra por sus fronteras. Desde el año 2014, no menos de cinco millones de personas han abandonado el país huyendo de una tormenta perfecta de caos institucional, derrumbe económico y persecución política. Con todo, los desplazados venezolanos pueden contar su suerte cuando se comparan con otras diásporas modernas, como las de los sirios, afganos o eritreos. Incluso con la de sus hermanos del Triángulo Norte de Centroamérica. La comunidad iberoamericana ha concedido a los ciudadanos de aquel país un trato preferente. Cerca de dos millones de desplazados venezolanos han sido recibidos en Colombia, medio millón en Perú y alrededor de 200.000 en España (una cuarta parte en situación irregular permitida). A pesar de las dificultades, los Estados de destino han aplicado una política más o menos reconocida de puertas abiertas y han demostrado una creatividad meritoria a la hora de integrar legal y socialmente a los desplazados.
La pregunta es si esta excepción puede marcar la pauta y convertir a la región iberoamericana en la prueba de que existe otro modo de gestionar la movilidad humana.
Los fundamentos políticos están establecidos. Con la excepción de Brasil, Chile y la República Dominicana, toda América Latina, España y Portugal se unieron en diciembre de 2018 al Pacto Mundial que aspira por primera vez en la historia a trabajar multilateralmente por una migración ordenada, legal y segura. Pocas semanas antes de la firma de este acuerdo, la Secretaría General Iberoamericana (SEGIB) había organizado el III Foro regional sobre Migraciones y Desarrollo y los líderes de la Cumbre de jefes de Estado ratificaron en Antigua (Guatemala) un compromiso político en este mismo sentido. En plena marea populista proveniente de los Estados Unidos y de parte de Europa, la importancia de este gesto no pasó desapercibida.
En segundo lugar, ayuda la composición de los flujos migratorios. Las rutas de desplazamiento forzoso –venezolanos, centroamericanos, haitianos– proporcionan un recurrente espectáculo humanitario, pero las migraciones iberoamericanas son un fenómeno esencialmente laboral y cada vez más distribuido geográficamente. Y aunque 25 de los 40 millones de migrantes procedentes de la región se han establecido en Norteamérica, la movilidad intrarregional y la dirigida a Europa han crecido dos veces más rápido durante este siglo (ver gráfico adjunto).
Finalmente, el corredor migratorio entre América Latina y Europa carece de buena parte del dramatismo y la unidireccionalidad que caracterizan al africano. La madurez de las instituciones y los sistemas de información ha abierto la puerta a acuerdos como el de la portabilidad de los derechos sociales, que permite a un trabajador disfrutar en su país de retorno de los beneficios adquiridos durante una vida laboral en el extranjero. Es solo un ejemplo de la integración administrativa, económica y cultural que caracteriza a la región.
Los fabricantes de titulares encontrarán este escenario menos sexi que las caravanas y los naufragios, pero les aseguro que la revolución que precisa el régimen migratorio global pasa por acuerdos aparentemente grises como estos. Acuerdos que construyan la confianza entre ambas partes y permitan la estrategia del escalador: tantear, asegurar y avanzar. Parece el sueño húmedo de un subsecretario, pero el premio a un acierto en este campo se cuenta en miles de vidas salvadas, millones de empleos creados y comunidades enteras rescatándose a sí mismas de la pobreza.
Por eso es tan importante este año que ahora comienza. Covid mediante, los líderes de la comunidad iberoamericana se darán cita en Andorra el próximo mes de abril para discutir las prioridades regionales. La reforma de este modelo roto de movilidad humana debe figurar con letras mayúsculas en su agenda. La pandemia ha vuelto de poner de manifiesto la contribución imprescindible de los trabajadores extranjeros –también los que carecen de papeles– a las sociedades en las que se establecen. Europa se plantea el futuro de sus políticas migratorias y los Estados miembros con más luces, como Alemania, se preparan para la transición demográfica que ya ha comenzado. Los nuevos acuerdos migratorios tienen a su disposición un arsenal de experiencias de gestión de la movilidad, listas para ser replicadas y llevadas a escala.
¿Por qué no liderar este proceso desde Iberoamérica, en vez de reaccionar, como se ha hecho siempre? ¿Por qué no demostrar que es posible cumplir las obligaciones internacionales de protección y promover al mismo tiempo modelos migratorios más inteligentes y beneficiosos para el desarrollo?
No es muy habitual que digamos esto, pero Venezuela puede ser por una vez la razón para el acuerdo y no para tirarnos los trastos a la cabeza. La respuesta de la comunidad iberoamericana ha abierto un camino que debe ser consolidado y expandido. Una lección para el mundo entero.
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