Kolmanskop, una visita a la ciudad namibia enterrada por la arena
Conocida en el pasado como “la ciudad más rica del mundo” por la extracción de diamantes, este viejo poblado minero de la época colonial alemana a las afueras de Lüderitz se ha reconvertido en una inquietante atracción turística en el sur del país africano
Circula por internet un vídeo documental en el que se recrea qué pasaría con el planeta Tierra si la raza humana desapareciera de repente. La voz en off va narrando cómo la naturaleza iría fagocitando todo lo que construyó el hombre hasta ocultarlo en 50, en 100, en 200 años. Pero no hace falta imaginar nada. Si alguien quiere ver en vivo y en directo cómo apenas que le dejen la naturaleza vuelve para cobrarse lo que una vez fue suyo, no tiene más que ir al sur de Namibia y visitar Kolmanskop, un viejo poblado minero de la época colonial alemana a las afueras de Lüderitz, parcialmente comido ya por las arenas del desierto del Kalahari. Y eso que apenas ha pasado medio siglo desde que se fue de allí el último de sus habitantes.
Kolmanskop fue una mina de diamantes, conocida pomposamente en su momento como “la ciudad más rica del mundo”. Hoy es una de las visitas obligadas para los escasos viajeros que recalan por este remoto sur del desolado país africano, donde el concepto de masificación turística ni está ni se le espera.
Todo empezó el 12 de abril de 1908, cuando Zacharias Lewala, un trabajador del ferrocarril, encontró una piedra singular. Lewala se la entregó al jefe de la compañía, August Stauch, quien la mandó examinar en secreto hasta que recibió la confirmación que imaginaba: se trataba de un diamante. Stauch compró los derechos de minería de esos terrenos y empezó así la fiebre del diamante en África del Sudoeste Alemana, la actual Namibia, entonces colonia germana. Como pasaría también en otras zonas mineras del mundo, llegaron oleadas de buscavidas, de soldados, de empresarios, de oportunistas y —como mano de obra barata— varios cientos de hereros, ovambos y miembros de otras tribus del norte del país, que en aquella época se morían de hambre.
El guía afrikáner que acompaña al grupo con el que visito el poblado desgrana durante hora y media las maravillas que llegó a tener Kolmanskop a principios de siglo XX mientras vamos accediendo a algunos de los edificios restaurados. Entre 1908 y 1910 se construyeron la mayoría de lujosas casas para ejecutivos de la compañía, todas con materiales traídos directamente en barco desde Alemania. Las baldosas de las cocinas eran de Bremen; los hornos, de la factoría Senking. Los muebles llegaban de las mejores fábricas europeas. Y las paredes fueron pintadas por artesanos también procedentes del Viejo Continente. Hacia finales de la década de 1920 vivían en Kolmanskop 300 blancos, incluidos 44 niños —que estudiaban en una escuela propia—, más unos 800 trabajadores negros.
El pueblo tenía electricidad producida por turbinas de gas de carbón, fábrica de hielo (cada familia tenía derecho a media barra gratis al día), calefacción, fábrica de agua de soda o piscina de agua caliente, entre otras excentricidades para la época y el lugar. El agua potable, el bien más preciado, se traía en barcos cisterna desde Ciudad del Cabo hasta que se construyó una planta desalinizadora en Lüderitz, desde donde se distribuía por tuberías hasta el pueblo. Un litro de agua costaba cinco peniques mientras que el de cerveza salía por diez.
En el gran edificio comunal, prefabricado en Alemania en 1927, traído en barco hasta Lüderitz y montado luego aquí, había un comedor general y un gran espacio multiusos que servía como salón de baile, gimnasio, teatro e, incluso, como cine. Los mejores estrenos cinematográficos de Hollywood se proyectaban antes en Kolmanskop que en muchas ciudades europeas. La planta de abajo era una bolera que ha llegado intacta a nuestros días. Las inclemencias de la meteorología en esta zona desértica, conocida como la Siberia africana, hacían que las actividades de ocio de interior fueran muy apreciadas por sus habitantes.
Hoy, este gran edificio central, completamente rehabilitado con sus artesonados de madera originales, acoge la recepción, la cafetería, la tienda de recuerdos y un pequeño museo sobre la historia de la mina. En él lo más interesante son las vitrinas con los diversos métodos que los empleados ingeniaban para salir de allí con un diamante robado y los que usaba la compañía para detectarlos. Lo habitual eran esconderlos en la suela del zapato, en la empuñadura de un cuchillo, en los pliegues de la ropa… Otros métodos más extravagantes eran lanzarlos fuera del recinto incrustados en la flecha de una ballesta para ir luego a buscarla, atarlos a la pata de una paloma entrenada para volver a casa o tragarlos para echarlos luego con las heces. Para descubrirlos, la empresa instaló el primer aparato de rayos X del sur de África, por el que tenían que pasar todos los empleados antes de abandonar las instalaciones.
Hasta 1914 se habían extraído unos 1.000 kilos de diamantes, más de cinco millones de quilates. Con la I Guerra Mundial, todo cambió. Alemania perdió sus colonias, incluida África del Sudoeste, y la compañía fue adquirida por un magnate angloamericano, sir Ernest Oppenheimer. El nuevo dueño reactivó la producción, pero sin hacer grandes cambios entre el personal o en las instalaciones. Leonhard Kolle, quien había sido el jefe de planta en la época alemana, siguió en su puesto, así como la mayoría de ingenieros. Eso hizo que el carácter y la impronta alemana del poblado no se perdiera y llegara hasta nuestros días.
En 1927, los geólogos descubrieron nuevos y más grandes yacimientos de diamantes unos 250 kilómetros al sur de Lüderitz, en la orilla norte del río Orange, que hace frontera entre Namibia y Sudáfrica. Poco a poco, la actividad minera se fue trasladando allí y Kolmanskop empezó a languidecer. Hasta que en 1956 cerró el hospital militar y la estación de tren y los últimos habitantes se trasladaron a Lüderitz.
Kolmanskop quedó entonces a merced de otro propietario mucho más implacable: el temido suroeste, el viento dominante en esta zona desde octubre hasta finales de febrero, que empieza suave por las mañanas, se va incrementando a mediodía y se convierte en una pesadilla por la tarde, con velocidades de 60 kilómetros por hora y rachas medidas de hasta 150 que llevan asociadas impactantes tormentas de arena. Él es el responsable de que las dunas del Kalahari vivan ahora donde antes lo hacía el hombre.
Cuando el guía por fin te da tiempo libre y te mueves a tus anchas por el poblado, crees estar en una película de suspense. Las lujosas mansiones de Emil Petersen, el ingeniero jefe de locomotoras, y de Fritz Kirchhoff, ingeniero jefe de la mina, situadas justo detrás del edificio multiusos, tienen metro y medio de arena por todas sus estancias. Arena que parece hacer juego con los tonos pastel de la pintura original de las paredes. El largo y fantasmagórico pasillo del antiguo hospital, iluminado con los claroscuros de las ventanas de las habitaciones, parece diseñado por un director de fotografía para rodar una aparición. En el edificio más fotografiado ahora por los turistas, que eran viviendas de mandos intermedios, la arena alcanza tal espesor que uno debe agacharse para acceder a algunas habitaciones; a otras, directamente es imposible, están ya colmatadas. En una de las estancias, una vieja bañera abandonada parece recordar al intruso la cotidianidad con la que allí, una vez, vivió una familia.
En 1979, a instancias de la empresa minera, una escuela de arquitectura de la Universidad de Durban, en Sudáfrica, liderada por el profesor Walter Peter, realizó estudios para determinar el potencial turístico de la zona. En 1980 se puso un vigilante nocturno para evitar que siguieran los robos y empezaron los trabajos de rehabilitación de algunas instalaciones, en especial del edificio central multiusos. Y en 1990 el lugar fue abierto como atracción turística, con la aquiescencia de muchos descendientes de los antiguos empleados, que veían así cómo el Kolmanskop de su niñez, la que un día fue “ciudad más rica del mundo”, renacía de sus cenizas y volvía a tener una nueva vida. Eso sí, con la arena como principal habitante y con la certeza de que en otros 50 o 60 años este nuevo propietario habrá sepultado ya para siempre el sueño del señor Stauch.
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