‘Stendhalazos’ veraniegos 2: las iglesias de Lalibela, un viaje en el tiempo
Situadas en una región montañosa del corazón de Etiopía, los 11 templos medievales de esta “Nueva Jerusalén” del siglo XIII fueron excavados y esculpidos en la roca siguiendo las órdenes de un rey que con su idea logró que llegaran hasta la actualidad
Vivo con la sensación de que una vez experimenté lo que era el túnel del tiempo. Ocurrió hace muchos, muchos años. Era principios de primavera y yo estaba en Lalibela, al norte de Etiopía. No seríamos en ese momento más de un par de decenas de extranjeros entre los miles y miles de peregrinos coptos enfundados en túnicas blancas llegados de todos los rincones del país para celebrar la Pascua etíope. Procesionaban parsimoniosamente en torno a unas iglesias excavadas en la roca al son de los tambores kebro, mientras recitaban letanías en ge’ez, la más antigua de las lenguas semíticas meridionales. El parpadeo de miles de velas sumía la escena en un teatrillo de luces y sombras. Y, por un momento, me sentí como si hubiera atravesado una puerta y salido a una escena del Nuevo Testamento.
Lalibela está en una esquina poco accesible del norte de Etiopía, cerca de la frontera con Eritrea, en mitad de unas montañas áridas, pobres y desnudas que apenas verdean durante la temporada de lluvias. Cerca queda una aldea tradicional de casas redondas. Es uno de los mayores centros de peregrinación de los cristianos ortodoxos coptos. Y uno de esos lugares que hay que visitar una vez en la vida. Aunque ahora, por desgracia, toda esta zona del norte de Etiopía anda convulsa por el conflicto armado en Tigray y la sublevación de los amharas y no es aconsejable visitar la zona.
Entre finales del siglo XII y principios del XIII, un rey de nombre Gebre Mesqel Lalibela mandó construir varias iglesias para crear una nueva Jerusalén, en respuesta a la caída de la Jerusalén real a manos de los musulmanes en 1187. Pero en vez de ser construidas hacia arriba, a la manera tradicional, fueron deconstruidas hacia abajo, tallando cada una de ellas en la roca, como si fueran un monolito. Se dice que otra de las razones de hacerlas así fue para que los ejércitos del Islam que hostigaban su reino no las localizaran fácilmente. Y la estrategia le funcionó, porque a pesar de las muchas invasiones que sufrió el imperio abisinio en el siglo XVI lideradas por el imán Ahmadibn Ibrahim al-Ghazi, El Conquistador, sus huestes nunca encontraron esas iglesias trogloditas, por lo que no pudieron destruirlas.
Una suerte para generaciones venideras, pues podemos visitar ahora una de las maravillas de la Antigüedad. Un conjunto de 11 templos distribuidos en dos grupos, más un duodécimo separado de estos, que se fueron deconstruyendo a golpe de cincel, vaciando la roca hasta lograr un volumen interior igual al que se hubiera conseguido en un templo clásico, con planta de cruz griega, columnas, capiteles, bóvedas de medio punto y altares. Solo que todo es de una sola pieza.
La más grande es Bet Medhane Alem, con 33 metros de largo por 25 de ancho y una fastuosa decoración que recuerda a los templos griegos. La de Bet Emmanuel, unos centenares de metros al este de la anterior, es una de las más bellas y mejor talladas de todas, que seguramente sirvió como capilla real. Pero la más famosa, la más fotogénica y ensalzada de todas es Bet Giyorgis, la iglesia de San Jorge. La obra cumbre de la arquitectura religiosa etíope, esculpida por los canteros del rey Lalibela en honor del patrón de Etiopía, que en agradecimiento por el detalle dejó impresa en la roca las huellas de su blanco caballo. Así al menos lo cuentan los sacerdotes que atienden Bet Giyorgis, siempre inmaculados con su gabi de color amarillo y su scarfe (turbante) blanco mientras sacuden el aire con un espantamoscas. En cualquier caso, todas ellas están reconocidas en la lista de patrimonio mundial de la Unesco desde 1978.
Lo dicho: una vuelta a los orígenes del cristianismo.
Segunda entrega de esta serie de verano en la que recuerdo lugares cuya belleza me produjo el síndrome de Stendhal, una enfermedad del Romanticismo muy diagnosticada también en turistas modernos
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