Al fondo, invisibles, las pirámides
No es una acuarela, sino la fotografía de una ciudad de carne y hueso velada por la contaminación. Diluida en la contaminación, podríamos decir también, pues de un modo semejante al que desaparecen los bloques de viviendas en la nube de impurezas en suspensión desaparecen los terrones de azúcar en al agua almibarada. Una imagen bella de algo espantoso, puesto que los humos que borran el paisaje urbano para convertirlo en una masa informe penetran por las ventanas de los edificios en busca de las bocas de sus habitantes, que se los tragan sin sentir y los hacen llegar a través de las vías respiratorias a los pulmones, desde donde las partículas flotantes son distribuidas a lo largo del cuerpo a través de la sangre.
Se dice que somos lo que leemos y que somos lo que pensamos y que somos lo que vemos, etcétera, pero somos también lo que inhalamos. Y lo que inhalamos en las grandes ciudades son los restos de la combustión de los motores de los automóviles y los de las motos y los de los aviones, así como los detritus y vertidos producidos por la industria de sus periferias. Estamos hechos a imagen y semejanza de la polución que provocamos porque en nuestros tejidos hay ya microplásticos. Microplásticos en la piel y en las mucosas y en las pupilas, además de polvos minerales en el hígado, monóxido de carbono en los bronquios o hidrocarburos en las vías linfáticas. Vivimos bajo la premisa falsa de que lo digerimos todo o casi todo, cuando es esa boina de porquería la que nos digiere a nosotros. En este caso, a El Cairo, con las pirámides de Giza, prácticamente invisibles ya, al fondo.
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