La España que pintó Sorolla
Sorolla viajó incansablemente por toda España en busca de la luz, y de la naturaleza, y de las gentes. En el centenario de su muerte, replicamos sus viajes plantando la cámara fotográfica justo donde él plantó el caballete
La de Joaquín Sorolla (Valencia, 1863-Cercedilla, 1923) fue, pese a las apariencias, una vida exagerada. Lo fueron su éxito popular, su prestigio entre reyes y aristócratas, su cotización de mercado, su casa de Madrid de aires andalusíes e italianizantes y su pasión familiar. Viajó por toda España y pintó compulsivamente playas y rocas, mares y montañas, jardines y patios, borrachos y niños, en un periplo que, en el centenario de su muerte, hemos querido evocar viajando a sus escenarios favoritos para —utilizando su mismo tiro de cámara— colocarnos en el lugar exacto donde él plantó el caballe...
La de Joaquín Sorolla (Valencia, 1863-Cercedilla, 1923) fue, pese a las apariencias, una vida exagerada. Lo fueron su éxito popular, su prestigio entre reyes y aristócratas, su cotización de mercado, su casa de Madrid de aires andalusíes e italianizantes y su pasión familiar. Viajó por toda España y pintó compulsivamente playas y rocas, mares y montañas, jardines y patios, borrachos y niños, en un periplo que, en el centenario de su muerte, hemos querido evocar viajando a sus escenarios favoritos para —utilizando su mismo tiro de cámara— colocarnos en el lugar exacto donde él plantó el caballete.
Patio del rey D. Pedro, Alcázar de Sevilla (Sevilla, 1910)
Clotilde y Elena en las rocas de Jávea (Jávea, Alicante, 1905)
El Patio de Comares, La Alhambra de Granada (Granada, 1917)
El rompeolas (San Sebastián, 1917)
Segundo jardín de la Casa Sorolla (Madrid, 1917-1918)
María en la playa de Zarauz (Zarautz, Gipuzkoa, 1910)
El grito del palleter (Valencia, 1884)
Vista del Tajo, Toledo (Toledo, 1912)
El ratón de Guetaria (Getaria, Gipuzkoa, 1908)
Vista de Ávila (Ávila, 1912)
Desde que con apenas 18 años visitara las salas del Prado para copiar con denuedo a Velázquez, Ribera y El Greco, hasta su prematura muerte en Cercedilla (Madrid) dos años después de sufrir la hemiplejia que lo fue apartando de la pintura, la de Joaquín Sorolla y Bastida fue una vida de auténtica estrella. Ya lo era, probablemente, aun sin él saberlo, cuando a la edad de 22 años la Diputación de su Valencia natal lo escogió entre otros muchos jóvenes estudiantes de arte para su beca de formación en pintura en Roma, tras quedar los jurados impresionados por la obra que había presentado a la prueba final, El grito del palleter. En la Ciudad Eterna conoció el arte del clasicismo y el del Renacimiento y, a buen seguro, se empapó de la única e intransferible luz romana de naranjas y violetas que más adelante poblaría muchas de sus pinturas. Y en París conoció otra de las presencias que a la postre iban a impregnar su obra, con las mismas dosis de violencia en el trazo y serenidad en el concepto: la impronta impresionista vía Monet. Sí: mucho hay de pincelada impresionista en su trayectoria, la trayectoria de lo que muchos entusiastas del reduccionismo y la simplificación han dado en llamar algo así como “un vulgar y corriente pintor naturalista al que no se le daba del todo mal copiar la naturaleza y el rostro de las personas”. Pues, poniéndonos vulgares y corrientes, ponte tú y hazlo, que diría el otro. Y si no, contémplense esas olas, esos montes, esos estanques, esos jardines y esos ropajes blancos y se comprobará en segundos cómo el luminismo de Sorolla bebe —más allá de un prodigioso manejo de la luz— de esas fuentes.
Claro que pintó paisajes y temas populares desde una óptica realista sin mayor ambición que la de triunfar en un mercado del arte que, en el arranque del siglo XX, se reducía al ricachón de turno que no quería líos con manchones extemporáneos y riesgos plásticos. Cuando no aristócratas deseosos de verse guapos y hasta algún rey que supo perfectamente quién era en aquellos momentos el artista español por excelencia. Y no solo español: ahí está la gloria internacional de Sorolla y su culminación en los paneles gigantescos para la Hispanic Society de Nueva York por encargo del multimillonario Archer Huntington, cíclopes pictóricos sobre el tipismo español que, a la postre, lo dejaron exhausto física y mentalmente y cuyo efecto positivo en la trayectoria del pintor nunca acabó de quedar clara.
Sorolla viajó incansablemente por toda España en busca de la luz, y de la naturaleza, y de las gentes, tal y como queda patente en estas páginas. Es lo que Enrique Varela Agüí, director del Museo Sorolla de Madrid, define como “la pintura plenarista”, que explica así: “La esencia misma de la pintura de Sorolla está indisolublemente unida al concepto de viaje. Pintar al aire libre implicaba movimiento, inquietud, viajar. Y Sorolla fue un pintor eminentemente viajero”.
Como confiesa su bisnieta Blanca Pons-Sorolla partiendo de los testimonios de su abuela María y de su tía abuela Elena, hijas del artista, “se enamoró especialmente de Sevilla y Granada, pero en todas las regiones que pintó tuvo amigos que le acompañaron y disfrutó de sus bellezas y sus gentes. No hay más que leer sus epistolarios con Clotilde, su mujer, para corroborarlo”.
Lo menos que puede decirse es que, pese a sus etapas de auténtico estrellato en vida, su fortuna crítica no fue siempre la misma, como explica Enrique Varela: “Hubo momentos de máximos reconocimientos y hubo posicionamientos críticos por parte de intelectuales de la España del 98. La España del momento estaba en el diván, en posiciones algo convulsas, que trascendieron también al ámbito de las prácticas artísticas”.
Blanca Pons-Sorolla, que se encarga de velar por la defensa y la difusión del legado de su bisabuelo, considera que Sorolla lleva ya “mucho tiempo siendo reconocido como el gran pintor que es en España y en el extranjero. Y solo nos queda una gran retrospectiva en uno de los grandes museos de Estados Unidos para terminar de respaldar la categoría de su obra”.