UN VERANO TRAS LA MASCARILLA

Un refugio para reyes en Badalona

Europa empezó a saber del Nuevo Mundo en el monasterio de Sant Jeroni de la Murtra, una joya gótica hoy ignorada ideal para quien busca silencio y soledad

Jaume Aymar (con camisa azul), en el claustro de Sant Jeroni de la Murtra de Badalona.Joan Sanchez (EL PAÍS)

Si Juan Carlos I busca un lugar donde esconderse, alejarse del ruido y aclarar sus ideas en plena naturaleza, lo tiene más cerca de lo que cree: el monasterio de Sant Jeroni de la Murtra, en Badalona, histórico refugio de los monarcas españoles; un lugar fabuloso pero aún ignorado, que conoció por primera vez los secretos del Nuevo Mundo. El rey emérito, además, ya ha estado allí: paseó por su mágico claustro en 1993 para celebrar el 500 aniversario del encuentro entre Cristóbal Colón y los Reyes Católicos tras el descubrimiento de América, que tuvo lugar aquí, en el refectorio donde Jaume Aym...

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Si Juan Carlos I busca un lugar donde esconderse, alejarse del ruido y aclarar sus ideas en plena naturaleza, lo tiene más cerca de lo que cree: el monasterio de Sant Jeroni de la Murtra, en Badalona, histórico refugio de los monarcas españoles; un lugar fabuloso pero aún ignorado, que conoció por primera vez los secretos del Nuevo Mundo. El rey emérito, además, ya ha estado allí: paseó por su mágico claustro en 1993 para celebrar el 500 aniversario del encuentro entre Cristóbal Colón y los Reyes Católicos tras el descubrimiento de América, que tuvo lugar aquí, en el refectorio donde Jaume Aymar recuerda la visita real con una sonrisa en los labios: “Le explicamos que Felipe II también había estado aquí y se había quedado fascinado por el canto de un monje. Un concejal del Ayuntamiento de Badalona, con una larga barba, se asomó entonces a la ventana y el rey bromeó con Doña Sofía: “Mira, Felipe II”.

Otro Juan Carlos (sin número ni linaje) trota fondón por el camino de tierra que bordea el monasterio, en la Serralada de Marina. Sant Jeroni es un mirador privilegiado de Badalona, la ciudad que intenta reivindicarse como destino de mar, con un Pont del Petroli hipnótico pero que se quiebra con cada temporal y una rambla nueva que, si se retuerce un poco la imaginación, recuerda a California. Desde el cenobio todo se ve distinto y distante: las Tres Chimeneas, los edificios altos donde muchos vecinos comparten pocos metros… y el mar. “Bueno, a ver… Está un poco destruido. Es bonito si te gustan estos sitios. Antes vivían unos monjes, creo”, dice Juan Carlos El Jadeante, que retoma su agónica carrera.

La joya gótica del siglo XV es un misterio incluso para quienes frecuentan el lugar. “Se conoce poco, sí, aunque cuando dejaron salir a la gente de casa esto parecía la Rambla”, bromea Aymar, uno de los 12 privilegiados que viven en el monasterio, remanso de paz entre árboles frutales, viñas y un mirto centenario, el arbusto traído de tierra santa del que se extrae un licor y que da nombre al lugar. Aymar, cronista fiel, sigue recordando la visita: “Doña Sofía preguntó por la palabra mirto, de origen griego [myrtos] y dijo que el paisaje le recordaba al de su país”.

Colón no trajo mirtos, pero sí aves, plantas y frutas exóticos y un puñado de indios taínos. Los reyes los vieron por primera vez en este monasterio, donde Fernando se recuperaba de un apuñalamiento (algunas cosas no cambian) en la plaza del Rei de Barcelona. El encuentro está poco documentado porque “era un secreto de Estado”. “No querían que trascendiese o se enterasen los espías portugueses”, cuenta Aymar, que además de religioso es historiador. Le pregunto, medio en broma, si le preocupa que el furor anti-Colón llegue hasta aquí y tengan que salir corriendo. No sería la primera vez. En 1835, los jerónimos abandonaron el lugar para siempre tras un incendio provocado que destruyó el ábside de la iglesia: mala noticia para los monjes, buena para los novios que ahora se casan bajo el cielo en un escenario de fantasía medieval. Aymar ríe. Luego reflexiona. “Colón tenía esclavos, sí… como mucha gente entonces. En todo caso es el primer que fue, volvió… y lo contó”. A su segundo viaje a las Indias, el almirante se llevó a un monje jerónimo, Ramon Pané, que dejaría escritas sus impresiones sobre la cultura de los taínos.

Sant Jeroni alberga, además de bodas, una hospedería: un espacio de “solitud y silencio” donde acuden escritores en busca de inspiración, intelectuales que preparan una tesis doctoral, estudiantes de oposiciones o gente con inquietudes espirituales. Hay ocho celdas (son habitaciones apañadas y nada claustrofóbicas; algunas tienen vistas al mar) pero, con el coronavirus, han decidido que solo esté ocupada una.

Las visitas también se han reducido (de 30 a 10 personas), aunque para tan poca audiencia el lleno está asegurado. Con el dinero, el monasterio puede lamer las heridas de sus claves de bóveda, de las ménsulas con rostros esculpidos, del magnífico surtidor del claustro. El esplendor de otros tiempos queda lejos, pero la decadencia de Sant Jeroni, que se presenta casi tal como es, tiene su encanto y le hace brillar con la luz de lo auténtico.

Una ciudad que mira hacia el mar

Población 217.000 habitantes.

Actividades Industria, servicios, turismo.

Lugares para visitar Hay que pasar una mañana en el monasterio gótico de Sant Jeroni, en la montaña. En el centro, las termas muestran la grandeza de la Baetulo romana y quedan cerca de Dalt la Vila, el barrio medieval: otro mundo. La fábrica de Anís del Mono puede visitarse: está en el renovado paseo de la playa, con cierto aire californiano.



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