Un raro y maduro Sagarra a la luz de la pandemia
‘Galatea’ regresa al TNC con la gran Míriam Isclia en la amarga piel de la domadora de focas
Hay que mimar a los clásicos. Siempre lo hace Xavier Albertí, que sigue reivindicando con orgullo y pasión la grandeza teatral de Josep Maria de Sagarra. En sus ocho años al frente del TNC ha programado Ocells i llops, La fortuna de Sílvia, La rambla de les floristes y ahora, en su última temporada llevando el timón del buque insignia de la escena catalana, rescata Galatea, un drama de inquietante vigencia en su feroz crítica al capitalismo salvaje que regresa al TNC (Sala Petita) en un nuevo montaje de Rafel Duran. Encabeza el amplio reparto Míriam Iscla, que da vida con talento a la protagonista, esa domadora de focas con nombre de ninfa que Sagarra convierte en un personaje inolvidable.
Escrita dos años después de la Segunda Guerra Mundial, y estrenada en 1948, Galatea nos muestra el Sagarra más comprometido con la renovación de la escena catalana. La influencia del teatro que vio en sus años en París — existencialismo, surrealismo, dadaísmo, pero también realismo estadounidense—, cobra vuelo propio en este drama con ecos de Bertold Brecht (y también de Pirandello, y de Sartre) que narra el amargo viaje de supervivencia de Galatea a través de una Europa devastada.
El dramaturgo catalán se inspiró en una artista del circo Gleich que vio en Barcelona para crear a Galatea, una mujer madura, curtida en el amor y en el desamor, que, aunque lleva un nombre alegórico - Galatea era una nereida-, siempre tiene los pies anclados en la dura realidad que le ha tocado vivir. Tan dura que, para salir adelante, incluso debe vender sus tres focas a Samson, el carnicero miserable y especulador, que las convierte en salchichas y saca buenas ganancias vendiendo su piel. Sagarra lo dibuja con el pincel expresionista de George Grosz.
Con esta dolorosa acción sacrifica también su vida en el circo, refugio idealista y feliz que deja atrás por la guerra. Así comienza un viaje sin retorno en compañía del payaso Jeremies, su alcohólico y fiel compañero, que desenmascara con acritud cualquier atisbo de impostura.
Juega bien sus cartas Sagarra al perfilar con sabio escepticismo una serie de personajes que encarnan con crudeza la lucha entre el idealismo y el capitalismo. Hay ecos del genocidio nazi en un paisaje teatral poblado por víctimas y verdugos, perdedores y arribistas, ricos sin escrúpulos y pobres sin posibilidad de redención. Y en tiempos de pandemia, con la economía y la sanidad en desesperante liza, el drama de Sagarra -y la incertidumbre que marca el día a día de Galatea- cobra una vigencia inquietante.
Este raro, maduro y en muchos aspectos fascinante drama ya pudo verse anteriormente en 1998 en el TNC (en la Sala Gran) durante la etapa de Domènec Reixach, en un montaje de Ariel García Valdés con la gran Anna Lizaran como protagonista. En la nueva versión, además del gran trabajo de Mìriam Iscla -sabe transmitir la amarga resignación y la capacidad de resistencia de Galatea sin sobreactuación ni efectismos- destacan Roger Casamajor como imponente Jeremies y Borja Espinosa -saca buen provecho a sus monólogos bajo los focos- como desalmado carnicero reconvertido por arte del estraperlo en magnate de la industria cárnica.
Nausicaa Bonnín acierta en el tono y la mezquina gestualidad de Eugènia, la hija de Galatea capaz de lucir el fusilamiento de su marido como si fuera un lujoso abrigo. A Ernest Villegas le toca apechugar con la cargante retórica de Aquil.les, pero cuando logra zafarse de tan pesada losa tiene su punto.
En la escena en el café de artistas, brillan el histriónico poeta Diògenes de Santi Ricart, las ajustadas caracterizaciones de Anna Azcona como la madura actriz Alícia Grim, Pep Ferrer como su marido cornudo (muy solvente también como el judío Doctor Baruc) y Jordi Llovet como el petulante mantenido Ganímedes.
El montaje de Rafel Duran, con escenografía de Rafel Lladó, vestuario de Nina Pawlowski e iluminación de Kiko Planas, tiene momentos intensos, pero pierde fuelle tras el sórdido arranque, entre ruidos ensordecedores, proyecciones inquietantes, un andamio y un plástico en suelo donde el carnicero Samson mostrará su siniestra ambición con el delantal ensangrentado. A medida que avanza la acción, la puesta se torna más convencional y previsible. La ausencia de un mínimo descanso entre los actos pasa factura en el ritmo de un espectáculo de dos horas de duración que, así servido, se hace largo.
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