“Nadie se va a hacer rico pidiendo comida”
Así es la reconversión de una asociación de vecinos: de enseñar Lengua y Cultura española a repartir alimentos
Una barra de hierro apuntala el techo para que el piso superior no amenace más con venirse abajo sobre la sede de la Asociación de Vecinos Lucero. Pero por más que peligre la seguridad arquitectónica, lo que más preocupa estos días es la seguridad alimentaria. “Esto de repartir comida es algo nuevo para nosotros”, asegura Javier Poveda, el presidente de una organización vecinal legalizada con la llegada de la Democracia pero que ya echaba raíces antes incluso de que la barriada engrosara el distrito de Latina en 1923. Son muchas las manos voluntarias que hoy apuntalan las maltrechas economías domésticas de las familias golpeadas por el coronavirus. Muchas de ellas son conocidas y del entorno más próximo del barrio y de la asociación. Además de esos voluntarios que distribuyen, reciben comida de vecinos y comercios y a la cuenta corriente han llegados casi 7.000 euros en donativos que van desde los 6 a los 500 euros.
Los repartos de alimentos se llevan a cabo los sábados desde hace tres fines de semana. Las citas se van escalonando cada cinco minutos para evitar esperas y “espectáculos que puedan malinterpretarse”, afirma Poveda. Las famosas colas del hambre de Aluche no andan lejos de aquí pero esta distribución, para unas 183 adultos y 105 menores de 67 familias el sábado pasado, es igual de necesaria aunque sea a menor escala. Empezaron los repartos el 9 de mayo con 20 familias y pasaron a 50 el día 16. Hay familias que repiten de semanas anteriores y, al menos, siete ya reciben menú municipal en la parroquia Cristo Resucitado pero, al ser solo almuerzo, no tiene suficiente. En muchos casos la asociación no tiene medios para comprobar si lo que dicen los vecinos de su situación económica es verdad. Eso no les inquieta. Poveda lo tiene más que claro: “Bendito sea el que quiera engañarnos. Nadie se va a hacer rico pidiendo comida”. Lo que sí saben es que en Lucero llevan décadas organizando fiestas, tertulias, clases, actividades de todo tipo… menos repartir alimentos. Hasta ahora.
“Menos mal que mis padres no me pusieron Isabel”, afirma delante de una caja de barras de pan Irene Aragón Castilla, de 29 años, con guasa gaditana importada de su Chiclana. Como todos los que vienen a ayudar, va enfundada en una bata blanca que les da cierto toque de sanadores. A esta joven uno de los miles de ERTEs de la pandemia la ha dejado sin su empleo en la sala infantil de un centro comercial de Carrefour. Estudió Educación Infantil en Huelva, un máster en Atención Temprana en Madrid y, a pesar de haber aprobado con buena nota las oposiciones, sigue a la caza de una plaza de lo suyo. “Si algo me sobra ahora es tiempo”. Por eso lo suyo ahora es repartir comida entre los que lo necesitan más que ella.
Los víveres y los productos de higiene básicos se amontonan y se organizan en el aula empleada hasta hace unas semanas para impartir Lengua y Cultura española a mujeres de Marruecos, Ucrania, Bangladesh, Malí, Brasil o Afganistán. Algunas de ellas regresan ahora a por alimentos con los que hacer frente a la pandemia. También les reparten botecitos de champú y gel, pasta de dientes o maquinillas de afeitar de las que algunas cadenas hoteleras o Paradores cedieron para el hospital de emergencia de Ifema, que cerró el pasado 1 de mayo.
Pero de la misma forma que se da, también se recibe. Es la única forma de que los engranajes sigan engrasados. “Todo son donativos de vecinos, algún grupo juvenil y comercios”, explica el presidente de la asociación. Cada poco asoma alguien del barrio la cabeza para ofrecer su ayuda. “¿Qué es lo que más necesitáis?” pregunta Consuelo, médico de familia de 50 años en un centro de salud de Legazpi. Va acera abajo junto a su madre, también Consuelo, de 74. “Leche de bebé, toallitas, potitos, cereales, pañales…”, le responde desde dentro María Poveda, de 37 años e hija del presidente de las asociación. “¿Leche de alguna marca?”, repregunta la sanitaria. “Aquí el que viene tiene que apañarse con lo que hay. Cualquier cosa es bien recibida”, zanja María. Pañales, legumbres, jabón, lejía, aceite, pan y muchas otras cosas se llevan los filipinos Leo, de 40 años, y su mujer Belón, de 50. Tienen cinco hijos, de entre 3 y 20 años. Llegaron hace un año a Lucero procedentes de la zona de Tribunal. Allí ya recibían ayuda de los servicios sociales porque no les daba el salario de 1.500 euros de él, cocinero en un restaurante de la calle Barquillo cerrado por el estado de alarma.
En la puerta de la asociación, decorada con un trampantojo de ladrillos venido a menos con los años, hay un cartel con las horas de recogida de ayuda (martes y jueves de 18 a 20h.) y con un número de cuenta bancaria para el que quiera colaborar económicamente. También aparece un teléfono móvil para aquellos que necesitan ser ayudados. A fecha de ayer, la asociación había recibido desde el 13 de mayo 6.756,86 euros y se ha gastado, a falta de lo comprado para este sábado pasado, 328,28 en complementar las bolsas de alimentos. Las donaciones en la cuenta han sido de entre 6 y 500 euros.
Unos de los que reciben por vez primera comida para poder subsistir son precisamente los vecinos del piso de arriba. Es ese cuyas humedades en diferentes estancias amenazan al local de la Asociación de Vecinos Lucero. Se trata de los dominicanos Bienvenido, de 40 años, y Vickiana, de 38, que pagan 600 euros al mes de alquiler a la inmobiliaria Solvia. Viven junto a sus tres hijas. Él es cocinero en un restaurante de Alcobendas, pero ya sabe que no será de los primeros a los que se les levante el ERTE para regresar. Ella es enfermera pero no tiene convalidado el título en España.
“A qué hora es la tutoría”, le pregunta la madre a Emilie, de 13 años. La muchacha cuenta que le han prestado en el Colegio Nuestra Señora del Lucero, donde estudia, una tablet para poder seguir el ritmo de tareas durante el estado de alarma. En una mesa del salón Ana Rosa, de 17, se afana con sus trabajos del instituto Divino Maestro; y en la cama inferior de una litera, la pequeña Marie, de 9 años, se entretiene con un ordenador portátil. A pie de calle, el padre, Bienvenido, recoge en la asociación la comida para la semana. Se la entrega Alberto, voluntario y empleado de 43 años de la entidad bancaria ING, que además de repartir alimentos arropa a las familias más necesitadas en la tortuosa senda de la burocracia. “El que no esté acostumbrado, es imposible que saque adelante trámites como las ayudas para el alquiler”. “Hay que solicitarlas rápido, que se acaban”. Reconoce que en algunos casos los servicios sociales han tenido que interceder ante caseros que había dejado de cobrar.
La pandemia ha disparado la necesidad en la capital, con un descenso de los ingresos para el 38% de las familias, según un informe municipal. También se ha multiplicado el reparto de comida. Son más de 100.000 personas, unas 80.000 a través de los canales que sostienen los servicios sociales del Ayuntamiento y unas 20.000 por medio de asociaciones vecinales como la del barrio de Lucero. El propio alcalde, José Luis Martínez-Almeida, reconocía el viernes que la emergencia económica y social es “demoledora” a pesar de que la ciudad ha puesto muchas esperanzas en el cambio de hoy a fase 1 de la desescalada.
“Siempre hemos trabajado”, asegura la dominicana Giordenis, de 38 años, al acudir a recoger varias bolsas de comida junto a su marido, José Emmanuel, de 38. Tienen dos hijos, de 5 y 11 años. Ella trabajaba en una peluquería cerca de la Puerta del Sol. El establecimiento ha reabierto pero, de momento, solo va la encargada. Él es mecánico de aviones y forma parte del grupo de 2.300 trabajadores bajo Erte en la factoría de Airbus de Getafe. Y como un avión pasa un coche con las ventanillas bajadas por delante de la Asociación de Vecinos Lucero con su conductor al grito de: “¡Esto qué es Venezuela o qué!”. Nadie se inmuta. Sigue el trajín solidario de pollo, patatas, barras de pan…
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