El mapa de las bombas que no ves
El arqueólogo Alfredo González Ruibal pasea y rescata de las fachadas las huellas de metralla de los proyectiles del Ejército franquista
El punto final de las guerras sucede cuando la muerte acaba. En ese momento la historia empieza a hacer su trabajo, para reconstruir los hechos y reconocer a las víctimas. Avanza contra el olvido a pesar de que no se puede acabar con una memoria que araña las calles de la ciudad. Ahí están las huellas, aunque no las veamos. Cientos de miles de impactos de proyectiles franquistas que dejaron metralla en los zócalos, en las fachadas, incluso en los bordillos. En el número 22 de la calle de Rey Francisco, el granito de la parte baja del edificio recuerda uno que cayó en medio de la calzada. La pi...
El punto final de las guerras sucede cuando la muerte acaba. En ese momento la historia empieza a hacer su trabajo, para reconstruir los hechos y reconocer a las víctimas. Avanza contra el olvido a pesar de que no se puede acabar con una memoria que araña las calles de la ciudad. Ahí están las huellas, aunque no las veamos. Cientos de miles de impactos de proyectiles franquistas que dejaron metralla en los zócalos, en las fachadas, incluso en los bordillos. En el número 22 de la calle de Rey Francisco, el granito de la parte baja del edificio recuerda uno que cayó en medio de la calzada. La piedra agujereada habla y revela las heridas como si fuera una placa de rayos X.
La metralla de ese proyectil también salpicó el bordillo que continúa marcado. “A nadie se le ocurre ir mirando los bordillos de las aceras”, cuenta el arqueólogo del CSIC Alfredo González Ruibal. A él, sí. Se dedica a reflotar lo que se sepulta. En este caso, y a diferencia de sus excavaciones, todo está a la vista. Pero no lo vemos porque, en la mayoría de los casos, es difícil distinguirlos del vandalismo. “Si no los conoces, no te fijas. Estos testimonios poco visibles son apasionantes. Nos fijamos en lo monumental, en el patrimonio bello, pero nos cuesta aceptar estos elementos. Estos restos de impactos subrayan la combinación de la guerra a gran y a pequeña escala”, relata Ruibal, que se reconoce apasionado por un patrimonio con el que “podemos sorprendernos cada día”, y está acostumbrado a andar con los ojos puestos en el pasado.
En la Facultad de Medicina de la Complutense no queda una ventana sin tirotear. En noviembre de 1936 el frente estaba aquí y se luchaba habitación por habitaciónAlfredo González Ruibal, arqueólogo
La historia está al alcance de un paseo por las calles de Madrid. Donde el presente se agota con urgencia, hay una ciudad que pervive y recuerda su propia historicidad. Vivimos con el pasado, aunque a veces cueste asumirlo. Pablo Schnell, arqueólogo también, lo resume en una frase: “La historia convive con nosotros y nosotros debemos convivir con la historia”. Schnell se ha dedicado durante años a investigar la lluvia de proyectiles que el ejército franquista lanzaba dos de cada tres días sobre la ciudad sitiada desde noviembre de 1936 a marzo de 1939. Lo hacían desde una quincena de baterías, con proyectiles de intensidad media y baja, que no demolían edificios pero acababan con la vida y la moral. Los bombardeos aéreos, dice, se limitaron al invierno de 1936 y unos días de 1937. “Esa es la razón por la que la capital quedó picoteada -indica Schnell-. La metralla es parte de nuestra historia y como tal deberíamos protegerla. Me gustaría que el Ayuntamiento hiciera un censo y un mapa de las salpicaduras de metralla, para que no las perdiéramos”.
Un agujero de bala también es patrimonio histórico. “La ausencia tiene más potencia que la presencia”, sostiene Ruibal, que lee y entiende estas mordeduras sobre el granito como testimonio arqueológico de la guerra civil y de sus historias concretas. Una piel con cicatrices que interpela al ciudadano del siglo XXI. “No es una historia positiva, tampoco es bonita, es el lado más incómodo y violento”, añade. Tienen una morfología muy característica, con una aureola alrededor. Si solo hay un agujero es difícil que sea metralla. El mejor ejemplo está en la Facultad de Medicina, en el campus de la Complutense. Ruibal indica: “No queda una ventana sin tirotear. En noviembre de 1936 el frente estaba aquí y se luchaba habitación por habitación”. Lo mismo ocurrió en el Hospital Clínico y sus inmediaciones, donde el arqueólogo acudía cada verano, hasta el año pasado, con un grupo de estudiantes estadounidenses que venían a excavar la memoria histórica española. La jornada siempre acababa con los Tedax llevándose los proyectiles hallados.
500 proyectiles diarios
De las cientos de bombas que caían al día, una lo hizo en el suelo de la calle Martín de los Heros, 77 y todavía se pueden ver las consecuencias en el edificio y en el zócalo de la Casa Central de las Hermanas Trinitarias. En la trasera de la Real Casa de Correos, actual sede de Presidencia de la Comunidad de Madrid, también hay marcas, seguramente resultado de la explosión de un proyectil de 155 mm, los más grandes, con 45 kilos de peso mortal. Para Ruibal es una buena prueba de los bombardeos de artillería que sufrieron la Puerta del Sol y la Gran Vía. “Está la famosa historia de los 12 cañonazos sobre la Puerta del Sol, el 31 de diciembre de 1936, que nunca ha quedado claro si es cierta o apócrifa”, advierte el arqueólogo.
No todo Madrid está “picoteado”: “Los franquistas pactaron dejar intacto el barrio de Salamanca”, apunta Schell. El resto recibió, según los partes de observación del ejército republicano que ha cotejado el investigador, más de 500 proyectiles diarios. No se libró ni el Museo del Prado y Argüelles fue uno de los barrios más castigados. El 24 de noviembre de 1937 fue especialmente cruel, fueron más de 1.000 proyectiles. En la calle Costanilla de los Ángeles, 13, el edificio histórico está acribillado. La Casa de las Flores es otro hito: los impactos no se aprecian tan bien en el ladrillo como en el granito, pero sí llaman la atención los parches para tapar el daño de las bombas. Además, la casa quedó parcialmente destruida y la reconstrucción es de otro color.
Al acabar la guerra la penuria material impidió la restauración de las paredes que quedaron señaladas y que se fueron olvidando, hasta que llega un momento en el que nadie recuerda. Aquellas historias, como la de las tapias de la Catedral de la Almudena fueron perdiéndose o distorsionándose. “Quedó en la memoria popular que eran huellas de los fusilamientos republicanos, pero no es así: son metralla de los bombardeos franquistas. Es decir, no respetaron ni los edificios religiosos”, cuenta Ruibal, y habla del “desprecio descarado por la población” que demostraron los sublevados. Del único bombardeo aéreo que no ha quedado rastro es el de pan y octavillas que lanzaron para matar la publicidad republicana, que decía que en la zona sublevada se pasaba hambre.