SU UNIVERSO CREATIVO, EXPLICADO POR JESÚS RODRIGUEZ
(Música de Bruno Mantovani. 'Le Livre des illusions')
(Música de Bruno Mantovani. 'Le Livre des illusions')
Por Jesús Rodríguez, fotografía y vídeo CATERINA BARJAU y además ...
Ferran Adrià no es un cocinero. Es lo más parecido que tenemos a un gurú. Esta es la historia de un chico de Hospitalet que no pisó la universidad y armado de intuición revolucionó la cocina mundial desde elBulli, un restaurante perdido en una cala de Girona. Elegido durante cinco años el mejor del planeta, en la cima del éxito cambió de rumbo hace cuatro años hasta convertirlo en un rupturista laboratorio de ideas que intenta explicar qué es cocinar secundado por los grandes centros de innovación mundiales. Hoy, su tortilla creativa por fin cuaja y lo muestra a partir de este miércoles 19 en el estand de EL PAÍS en Arco
En este reportaje no hay cocinas, hay trayectos. Largos e intensos. Garabateando notas al vuelo. A pie, en tren, en avión, en taxi (Ferran Adrià no tiene coche). Por Barcelona, Madrid, Boston y Nueva York. Por el campus de Santa Coloma; en tormentas de ideas en el Museo Picasso de Barcelona, el Drawing Center de Nueva York y en los laboratorios de innovación del Instituto Tecnológico de Massachusetts (el MIT), el rupturista New Museum del Bowery neoyorquino y el portaaviones de investigación de Telefónica, en el rascacielos Diagonal 00. Intentando descifrar a Ferran Adrià y su universo para cartografiar un mapa que desvele la forma y los límites de su geografía profesional y humana. De dónde viene y adónde va. Cómo llegó a ser el número uno de la cocina, por qué cambió de rumbo en la cima y cuál es su estación de llegada. La primera fuente de este artículo son sus monólogos y el disco duro de su memoria. De esos periplos brota esta historia.
Todas las mañanas, a partir de las ocho, Adrià recorre a paso de infante los 50 minutos que separan su apartamento de 50 metros, en las inmediaciones de la plaza de España de Barcelona, de su taller, oculto en un palacete del XVIII cercano al mercado de La Boquería, que adquirió en 2000, cuando decidió montar un centro de investigación unido a elBulli; una masa crítica donde se dieran los primeros pasos experimentales en torno a productos y técnicas culinarias que se convirtieran después en platos rompedores en su restaurante: un establecimiento donde cada año todo era nuevo, desde el menú y la vajilla hasta gran parte de la plantilla. Avanza abstraído, con la cabeza gacha y las manos hundidas en los bolsillos del viejo tabardo. Habla a trompicones. Es un hombre de 51 años, sólido, de corta estatura, cabellera escasa y rizada y barba gris de dos días, siempre vestido de negro: “Me cansé de ir de blanco tras tantos años de cocinero. Ahora me vengo”.
Proyecta un aspecto de hombre corriente. Su padre era estucador, y su madre, peluquera. Nació en el barrio obrero de Santa Eulalia, en Hospitalet, entre antiguas factorías del textil, vías del tren y puestos de melones. No pisó la universidad (hasta que fue nombrado doctor honoris causa por cuatro de ellas a partir de 2008); sorteó la formación profesional sin pena ni gloria; a los 17 años comenzó a fregar platos para pagarse un viaje a Ibiza. Fue su bautismo entre cacerolas. Con 22, en 1984, tras la mili, se dejó caer en elBulli como un pinche de melena afro, cadena de oro y aire cheli. Con 25 años, en 1987, ya era el jefe. Esa temporada juró no volver a copiar un plato de otro chef. Una iluminación. En 1990, Juli Soler (su eterno socio y amigo) y él se hicieron con la propiedad de elBulli en un envite suicida. En 1997 consiguió la tercera estrella Michelin. En 1999 comenzó a recoger toda la información acumulada en el restaurante (“notas, recetas, dietarios, cartas, dibujos, fotografías, modelos de plastilina… aquí no se tiraba nada”), a ordenar y clasificar esa sabiduría culinaria y a elaborar un catálogo general, que discurre desde la temporada de 1987 (cuando empezó a crear) hasta 2011 (la definitiva). Su idea era componer algo similar al catálogo razonado de un artista, que explicara sus épocas creativas, la evolución de su obra y actuara como una auditoría interna. Ese trabajo de clasificación es la génesis de su actual proyecto de explicar al planeta qué es cocinar y qué elementos participan en ese proceso que abarca los cinco sentidos.
Nunca pasó por una escuela de cocina. “Quizá por eso me cuestioné todo de una manera tan descarada”. Pero tiene los grandes recetarios clásicos grabados en su cabeza. Su otra adicción es el Barça. Su gran desengaño, no haber sido un buen futbolista. Conserva el aspecto de currante maduro. Hosco. Socarrón. Cauto con el dinero. Sin despacho ni sofisticaciones. Tampoco a la hora de comer (más allá del buen champán). Es un tipo corriente. Se mueve con la comodidad que le proporciona el anonimato. Pocos transeúntes en Barcelona identifican al personaje que fue durante 30 años el chef y alma de elBulli: aquel restaurante perdido en una cala del cabo de Creus (Girona) que cambió la historia de la cocina; fue elegido el mejor del mundo durante cinco años y bajo cuya filosofía (incluso de vida) se formaron varias generaciones de cocineros que extendieron su revolución, conceptos, técnicas, elaboraciones e ideología por el planeta, como una marea implacable de la que nadie en la alta cocina se libró (ni siquiera sus enemigos). Su modelo era un reflejo de su personalidad: anarquía estructurada. Disciplina militar y libertad de cátedra. Y muchas preguntas. Siempre interrogándose y polemizando sobre la realidad. Un día, Brett Littman, el director del Drawing Center (una exclusiva galería neoyorquina dedicada al dibujo donde Adrià expone desde el pasado 25 de enero los gráficos que sintetizan y sustentan su sapiencia culinaria), le descubrió bosquejando frenético en una servilleta tres palabras: “¿Why. Why. Why?”. Es la metáfora de Adrià.
En elBulli todo era posible; no había tabúes ni conceptos inmutables; la transición democrática había llegado a los rígidos códigos de la alta cocina, durante siglos impuestos desde Francia, y que Adrià se iba a saltar de un plumazo con deconstrucciones y asociaciones; helados salados, gelatinas calientes, espumas y humos; esferificaciones y liofilizados; dialogando con el mundo del arte, la ciencia, la nutrición y el diseño. En su línea, Adrià exigía a su equipo total acracia creativa. Como recuerda José Andrés, un cocinero que se formó en Cala Montjoi entre 1988 y 1991 y hoy posee 15 restaurantes en Estados Unidos, mientras almorzamos en el Oriental Garden neoyorquino: “Ferran probaba todo y nos animaba a experimentar, a ir más lejos, contra la lógica; a buscar los límites. Muchas veces elBulli estaba vacío. Cobrábamos cuando podíamos. Decían que estaba pirado. Es cierto, estábamos pirados; pero jamás he sido tan feliz”.
Adrià explica que por su cocina pasaron 2.000 profesionales para libar de la alquimia de aquel restaurante surgido como chiringuito de playa entre olas y pinos en 1963. Entre ellos, los cuatro primeros cocineros del mundo, que le tratan con la veneración debida a un gurú; por orden, Joan Roca, René Redzepi, Massimo Bottura y Andoni Luis Aduriz. Es su primera gran red de contactos e influencias, la lógica, cuyas réplicas alcanzan los cinco continentes.
Ganó mucho dinero (cobra 80.000 euros por conferencia); obtuvo notoriedad, honores, el afecto de los poderosos, la curiosidad de los sabios y el interés desmesurado de los medios de comunicación. Dice que ha hecho mil entrevistas en todos los idiomas (aunque solo domina el español y el catalán): “Y he aprendido más en ellas que en todas las escuelas de negocios, porque las preguntas de los periodistas (que no son tontos) me obligan a reflexionar, estructurar y replantear mi discurso”. Desde 2003 fue portada en The New York Times, Time, Le Monde y Financial Times; editó libros y documentales; colaboró con la ciencia y la industria alimentaria; cató el mundo del arte en la prestigiosa Documenta de Kassel; redefinió la asesoría gastronómica trabajando para una treintena de multinacionales, y llegó a recibir cada temporada dos millones de peticiones para cenar en elBulli, de las que solo podía atender un puñado de miles en los seis meses que permanecía abierto. elBulli se convirtió en el único restaurante del mundo sin teléfono. “Éramos una máquina de decepcionar”.
El éxito desbocado de elBulli se convirtió en su frustración. Él miraba más lejos. El viernes 20 de noviembre de 2009, en las dos horas que dura el trayecto entre Barcelona y Cala Montjoi, se dio cuenta de que no era feliz; aficionado a adelantarse a su tiempo, vislumbraba la fecha de caducidad del modelo tal y como lo había parido y alimentado durante dos décadas: un cóctel de innovación, riesgo, libertad, pasión, generosidad, humor y honestidad. Y dedicado, sobre todo, a la creación, a materializar cosas que nunca nadie antes había intentado. “Mi hermano Albert (que llegó a elBulli con 15 años y es el único al que considera su par) me dijo en esos días: ‘Ferran, hemos creado un monstruo y va a devorarnos’. Hasta mi madre, Josefa, estaba cansada de mí. También a mí me aburría mi personaje. Habíamos ganado todas las champions. No tengo hijos ni me gusta el lujo. Teníamos la vida solucionada. ¿Qué había después? ¿Podríamos seguir creando al mismo nivel que habíamos hecho las dos últimas décadas? Todo empezaba a ser previsible.
Foto: Caterina Barjau Adrià sobre los escombros del edificio que se está transformando en la nueva sede del BullipediaLab, en Barcelona.
Podíamos aguantar a ese ritmo un máximo de cinco años. Internet era una presión continua: su inmediatez; que todo se sepa y se copie al minuto, los bloggers. Pensé que lo que habíamos conseguido, nuestro legado, no podía desaparecer. Teníamos que buscar un nuevo lenguaje; cambiar de escenario y reinventarnos. Hacer una disrupción. Solo así perduraríamos. Un restaurante cierra, las estrellas vienen y van, pero una fundación puede durar 150 años. No busca beneficios. Es para todos. Permite otro ritmo. Éramos lo suficientemente pequeños y flexibles, pero también lo suficientemente importantes y gozábamos de la suficiente visibilidad, para intentarlo. Y marcar un camino. Somos una pyme. Si podíamos adaptarnos a los nuevos tiempos, otros podrían. Internet era una amenaza, pero se podía convertir también en aliado. Había vida tras elBulli. No nos íbamos; nos transformábamos. No sabíamos en qué. Siempre he sido consciente de dónde empezaba, pero nunca de dónde iba a acabar. La casualidad ha tirado en muchas ocasiones los dados conmigo”.
Aquel viernes de noviembre de 2009 decidió dar un cambio a la existencia de elBulli. Y a la suya. Habló con su núcleo duro: Oriol Castro, Eduard Xatruch, Marc Cuspinera, Mateu Casañas, David López... Ya no serían cocineros, ni camareros, ni sumilleres, sino documentalistas, logistas, expertos en nuevas tecnologías y en exposiciones.
Hubo vértigo. Continuarían a su lado. Reciclados eficazmente. “No he buscado nadie fuera si lo podía hacer alguien de dentro. Somos 15. Es una estrategia de bajo coste. Aquí ni burocracia, ni gastos bobos, ni presentaciones con cóctel. ¿Vale o no?”.
Llegó el momento de comunicárselo a la opinión pública. Fue en Madrid, el 26 de enero de 2010. La noticia que corrió como la pólvora era que Adrià cerraría el restaurante en julio del año siguiente. Iniciaba un nuevo camino. No aclaraba más. El impacto fue tremendo. Algunos concluyeron que Adrià estaba arruinado, vacío de ideas, peleado con Juli Soler y su hermano Albert. Que el fenómeno elBulli había sido un bluff y el farolero se quitaba de en medio. “Estaba en pijama en casa y me llamaban periodistas de todos los lados. Pensaban que era el fin. Se equivocaban. elBulli no se acababa. No arrojábamos la toalla. Lo pensé en algún momento. Pero mi mujer me dijo que si lo hacía era un cobarde. Hice un reset a mi vida. Era un paso más en nuestra evolución; suponía acabar con una época e iniciar otra. Si como restaurante alcanzábamos a 6.000 comensales, una fundación podría llegar a millones. Nuestra idea era ser generosos; compartir lo que sabemos, nuestro modelo, nuestra evolución, nuestra forma de crear, nuestra organización, nuestra base de datos. Queríamos descubrir lo que es la cocina (nunca se había hecho) y ordenar cada elemento que participa en ese proceso y contárselo al que quiera escucharlo. Reflexionar sobre cómo hemos creado en elBulli, desmitificando la figura del creador, y darlo a conocer. Los proyectos de elBullifoundation solo tienen sentido si están destinados a la esfera pública, a informar y educar a la gente; a la universidad y las escuelas de cocina. Antes creaba platos y ahora quiero crear a creadores de platos”. Continúa su relato: “El tiempo que nos quedaba con el viejo formato de restaurante, las temporadas 2010 y 2011, los utilizamos para disfrutar con nuestros clientes. Y ese año y medio nos sirvió también para recaudar el primer dinero con destino a elBullifoundation. Hice una treintena de cenas especiales para empresas con las que conseguimos cuatro millones de euros. Después subastamos nuestra bodega a través de Sotheby’s, en Nueva York y Hong Kong, y conseguimos más de dos millones. Con esos seis millones (de nuestro bolsillo) comenzamos a trabajar".
Durante esos 18 meses, Adrià hizo otra cosa: hablar con gente, recoger ideas, escuchar. En ese informal consejo consultivo estaban los que él llama “mis angels”: Vicente Todolí, exdirector de la Tate Modern de Londres; el Nobel de Economía Joseph Stiglitz; Israel Ruiz, vicepresidente del MIT; Màrius Rubiralta, secretario de Estado de Universidades en la anterior Administración y rector del Campus de la Alimentación; el cocinero Juan Mari Arzak (el más veterano tres estrellas de España); el ingeniero Pablo Rodríguez, director del centro de Internet y Multimedia de Telefónica I+D; Álex Martínez Roig, director de contenidos y compras de Canal +; Lluís Torner, físico y director del Institut de Ciències Fotòniques de Castelldefels; Bonaventura Clotet, médico y uno de los máximos investigadores sobre el sida, o Enric Ruiz-Geli, un arquitecto especializado en proyectos innovadores y sostenibles. Adrià estaba tejiendo su segunda red, la de los amigos listos.
Solo tres meses después del “último vals de elBulli” (el 30 de julio de 2011) comenzó a desplegar una tercera red: se trataba de implicar a las grandes escuelas de negocios en el reto de dar forma a su fundación. En octubre de 2011 participaron en aquel primer challenge (bautizado Ideas4transformation) alumnos de Harvard, Berkeley, Columbia, London Business School y ESADE, bajo el arbitraje de Joseph Stiglitz. El segundo asalto de ese proceso en busca de iluminación lo encabezaría un año más tarde el IESE, con el objeto de diseñar un modelo de negocio viable. El tercer asalto, Telefónica I+D, a través del concurso tecnológico HackingBullipedia. Y el cuarto, el MIT, propiciando una tormenta de ideas para dar vida al no-museo de Adrià. Los grandes centros de innovación estaban aportando su sabiduría al proyecto de un excocinero.
Adrià asciende por La Rambla inmerso en su universo. La mirada febril, con los ojos pugnando por huir de las cuencas, revela que su cabeza está sometida a su habitual borrasca de pensamientos. Adrià está siempre dispuesto a dar una vuelta de tuerca a sus proyectos si alguien le indica un camino mejor. No teme cambiar. Al final, él decide. “Esto es dictatorial, al menos mientras yo viva. ¿Vale o no?”. Solo Adrià tiene el puzle de su fundación y los tentáculos que parten de esa matriz. Las piezas del puzle mutan a diario. Cada uno de sus colaboradores, de su equipo directo, en la universidad o en los centros de conocimiento, controla pequeñas parcelas. Solo Adrià dispone de la hoja de ruta completa. Y de la brújula para moverse en ese laberinto.
Este primer recorrido mañanero es su oficina ambulante. Adrià lleva en danza desde las 5.30 a base de café y fruta, reflexionando, pertrechado con su sempiterno lápiz sobre la oreja derecha y con el habitual poco tacto que consigue despertar cada madrugada a su mujer, Isabel Pérez, una economista a la que conoció en Roses, a 15 minutos de Cala Montjoi, en el verano de 1989: “Ferran tenía 27 años y era un bohemio, estaba sin civilizar. Llevaba desde los 17 años fuera de su casa y era un adolescente grande. Lo sigue siendo. Es un poco desastre”. Aprovecha ese primer trayecto del día para hablar por teléfono, contestar correos y despachar entrevistas. “Me quito burocracia y en el taller me centro en lo importante”. No tiene secretaria ni jefe de prensa. Él toma todas las decisiones, en especial las financieras. Dicen que es un hábil jugador de Bolsa. Un hombre orquesta con una inmensa confianza en sí mismo. Por eso, en enero de 2010, se lanzó demasiado rápido a la piscina al anunciar su cambio de rumbo. Quizá lo hizo para quemar sus naves y no echarse atrás. Pero no tenía claro qué hacer ni cómo. Aún tendría que vivir la enfermedad degenerativa de Juli Soler, su fiel camarada, que le colocó en agosto de 2012 fuera del proyecto (en el que permanecen su mujer, Marta Sala, y su hija Rita Soler); la grave dolencia de su padre, Ginés Adrià, y una demanda de la familia Horta, que le acusaba de estafa por haber recomprado al patriarca, Miquel Horta, accionista de elBulli desde 1990, su participación accionarial a un precio “ridículo” (según sus argumentos) aprovechando su débil estado mental. En enero de 2013, la juez desestimó el caso. “Después de esos tres golpes, tengo más fuerza que nunca: ya he llorado bastante”.
El tren Acela 2175 de las 17.20 con destino a Nueva York es el último que partirá hoy de Boston por la ventisca de nieve que se abate sobre el noreste de Estados Unidos. Nuestra expedición hasta la ciudad de los rascacielos se alarga cinco horas. Es un buen momento para bucear en los proyectos de Adrià, que se dota de una completa provisión de patatas fritas, nachos y refrescos light para el viaje. “No tuvimos claro qué iba a ser la fundación hasta finales de 2012, cuando concluimos la exposición sobre elBulli en el Palau Robert de Barcelona (que visitaron 700.000 personas) y clasificamos toda la información acumulada en el restaurante para concluir la última parte de nuestro catálogo (que va de 2005 a 2011). Aquello nos supuso parar, ordenar y reflexionar; analizar nuestra trayectoria y la de la gastronomía desde el origen de la humanidad. Queríamos tener claro qué es la cocina; qué es cocinar y quiénes participan en ese proceso”.
Básicamente, de la matriz de elBullifoundation (una fundación privada constituida en enero de 2013) penden tres patas. La primera tiene por escenario el territorio del viejo elBulli, donde el arquitecto Enric Ruiz-Geli ha proyectado un espacio expositivo y de creatividad con la cocina como vehículo; ecológico, sostenible e integrado en el cabo de Creus. Este no-museo, cuyo proyecto ha cambiado ya tres veces en tres años, contará con más de 5.000 metros cuadrados y parte de una ley hecha a medida para Adrià por la Generalitat de Cataluña, al encontrarse enclavado en un parque natural, donde está prohibido construir (a cambio del permiso, Adrià donará ese terreno y el archivo de elBulli, valorados en 15 millones de euros, al erario público). El espacio llevará por nombre elBulli1846: el número de elaboraciones que se crearon en el restaurante en 24 años. Su primera piedra se colocará este año y estará concluido en 18 meses. La segunda pata es elBulliDNA, que es el equipo creativo, la savia de elBulli, que seguirá investigando sobre cocina junto a expertos de otras disciplinas (hasta un total de 40 personas) en Cala Montjoi, aunque podrán desplazarse por todo el planeta.
Y la tercera, Bullipedia: una infinita base de datos que ordena y clasifica (por primera vez en la historia) todo el saber culinario a través de una nueva clasificación del proceso gastronómico y del proceso creativo, que ha realizado en los dos últimos años Adrià y su equipo, desciende hasta las partículas elementales de la cocina y se concreta en dos intrincados mapas interactivos que son la hoja de ruta para moverse en el universo Adrià. Esas cartografías han sido realizadas a lo largo de seis meses por Bestiario: una compañía que cabalga entre el arte y los algoritmos y convierte grandes masas de datos en información eficaz y de una gran belleza visual. Lo explica su responsable, José Aguirre: “Hacemos comprensible la complejidad. En este caso hemos materializado el enmarañado pensamiento de Ferran, sus borradores, en un mapa del proceso gastronómico que reúne desde la obtención de los productos hasta su consumición por un comensal y la descripción de todos los actores que intervienen”. Estos mapas y todo el trabajo previo de puño y letra de Ferran Adrià se podrán presenciar en el estand de EL PAÍS en la feria internacional de arte contemporáneo Arco, a partir de este miércoles 19 de febrero.
Bullipedia tendrá su sede, a partir del mes de abril, en una nave industrial en Barcelona, denominada BullipediaLab, donde trabajará un equipo conjunto de 70 personas de elBulli, Telefónica y la universidad, en la investigación del proceso creativo, la decodificación de la gastronomía y el papel de las nuevas tecnologías en la educación y la transmisión de conocimientos e innovación.
En 2010, Adrià era un torrente de ideas, pero necesitaba materializarlas; necesitaba urgentemente un partner tecnológico. Estableció su cuarta red a partir del convenio que firmó con Telefónica, una de las empresas de telecomunicaciones más poderosas del mundo, en septiembre de ese año, como embajador de la operadora. Según Pablo Rodríguez, un ingeniero español formado en los laboratorios de Microsoft en Cambridge (Reino Unido) y actual director de investigación e innovación de Telefónica I+D, “no nos hemos quedado en una foto publicitaria. Somos su socio tecnológico; le vamos a proporcionar las herramientas; le vamos a ayudar a ordenar todo ese saber culinario desperdigado durante siglos y, a partir de ahí, vamos a crear un instrumento online de documentación y a desarrollar un nuevo modelo de ‘wikipedia para expertos’ que sea útil para cualquier otra disciplina (arquitectura, medicina, moda) y pueda acelerar la innovación en muchas áreas de la sociedad”.
El acuerdo con Telefónica adquirirá su máxima visibilidad a comienzos del próximo mes de octubre, el momento que ha elegido la operadora para ofrecer al público una gran exposición dedicada al universo creativo de Adrià, que saturará los 1.000 metros cuadrados del espacio cultural de la Fundación Telefónica inmerso en su legendaria sede de la Gran Vía madrileña. Será la exposición más grande de las dedicadas hasta ahora al cocinero / gurú y la presentación en sociedad de todo su proyecto ya en marcha.
Ferran Adrià no es un tipo cultivado. No es un intelectual ni tampoco un artista. Pero tiene dos rasgos muy aguzados en su personalidad que le han resultado imprescindibles para idear sus nuevos proyectos: su capacidad de absorción y su intuición. Los dos son evidentes durante una tormenta de ideas en el MIT, en la sexta planta de su Media Lab, en el inmenso salón diáfano y acristalado Silverman, sobre el río Charles, con el perfil de Boston frente a nosotros. En esta casa siempre es bien recibido. Adrià, como Joi Ito, el atípico director de este Media Lab, no es un graduado universitario. Pero posee las cualidades que Ito considera esenciales para salir adelante en el mundo actual: aguante, pragmatismo, asunción de riesgos, desobediencia, heterodoxia y capacidad para conectar personas.
En esta jornada polar, Adrià quiere retar a un equipo de profesores y alumnos del MIT a que aporten ideas, conceptos, sentido a elBulli1846, su no-museo de Cala Montjoi. En torno suyo toman asiento algunos pesos pesados de la escuela de Arquitectura: Antón García Abril, Nader Tehrani, Cristina Parreño o Meejin Yoon. No es una reunión de cortesía. Adrià presenta su proyecto (en español y con traductor) con pasión y recibe una ducha fría académica. Los profesores le someten a un tercer grado. Ponen en duda algunas de sus ideas, la originalidad del proyecto, su viabilidad, el interés que puede suscitar. Es su estilo. Pero a continuación se comprometen a trabajar en el asunto. Al final, la arquitecta y profesora Meejin Yoon sentencia: “Ferran, tiene usted todos los ingredientes y el plato donde los va a servir, ahora tiene que cocinarlos, crear un concepto, hacer el gazpacho. Cocínelo. Le ayudaremos”.
Adrià no pestañea. Al otro lado de esa gran mesa blanca está Israel Ruiz, de 42 años, un ingeniero de su barrio de Santa Eulalia, en Hospitalet, que es hoy el número dos del MIT, la mejor universidad del mundo y su introductor en esta factoría de ingenio. Le pregunto entre susurros qué es Ferran Adrià. ¿Un genio, un loco, un gurú, un charlatán? Contesta: “Es un genio en lo suyo. Pero no es un genio como Picasso. Tiene, sobre todo, un modelo organizativo innovador. Ha llegado hasta los electrones del proceso gastronómico. Es un genio, pero porque piensa y se documenta; tiene disciplina; no es un lobo solitario; ha creado un buen equipo y ofrece un modelo que se puede aplicar. Es difícil de definir. Hay pocos como él”.
Màrius Rubiralta fue secretario de Estado de Universidades en la anterior legislatura. Desde 2012 dirige el campus de la alimentación de la Universidad de Barcelona (que cuenta con dos grados, Nutrición y Tecnología de los alimentos) y fue, como rector de esa universidad, la más antigua de Cataluña, el que abrió las puertas del mundo científico a Adrià, un sector que hasta entonces le había ninguneado. Lo hizo por la puerta grande, en 2008, como doctor honoris causa por la Facultad de Química. El primer contacto del cocinero con la universidad le había venido (como siempre) de fuera, de Harvard, que le encargó en 2008 dirigir un curso sobre ciencia y cocina; luego vendría esta de Barcelona, que ha hecho mucho más que darle un birrete: ha creado la Unidad UB-Bullipedia, un equipo de más de 80 profesores universitarios (bajo la dirección del catedrático de Nutrición Abel Mariné, el químico Pere Castells, la experta en lenguaje computacional Marta Vila y la profesora de Estética Jèssica Jaques) que trabajará en paralelo con el equipo de Ferran para consensuar científicamente toda la información que emita Bullipedia, le prestará el aval y el barniz académico, coordinará la colaboración con otras universidades y dará forma a un nuevo grado universitario en Ciencias Culinarias. Esta es, por el momento, la última red que ha entretejido Adrià.
La vida de Adrià ha sido una carrera de fondo desde L'Hospitalet hasta su actual condición de gurú global. Ha dejado de ser un cocinero para convertirse en un agitador; un imán que atrae conocimiento y está creando un contexto, un punto de encuentro, donde se pueda pensar, desarrollar y transmitir. Algunas veces, ante los gestos de simulado escepticismo de sus interlocutores, Adrià replica con cara de pocos amigos: “¡Esto no es ninguna broma! Esto es muy importante!”. Màrius Rubiralta comparte esa opinión: “La cocina se consideraba hasta hace poco un divertimento. Hoy tenemos claro que es un dinamizador de la economía, el turismo, la industria, la exportación, la educación, la salud. Y Ferran ha sido el que más ha hecho por cambiar esa percepción. Tomó la bandera y todos detrás. Y cuando cerró el restaurante, estaba convencido de que ese enorme conocimiento no se podía perder. No quiera que elBulli sea una burbuja, sino que se expanda. Sí, es un visionario; se siente imbuido de una misión; pero no es negativa, sino participativa, porque aquí los comensales somos todos”.
Pasamos diez días viajando junto a Ferran Adrià, ese cocinero que traspasó su propia línea y ahora ostenta la condición de gurú global. De ese periplo brota la historia que publicamos en nuestro número 1.951 y que podéis ver también en la web de EL PAÍS. Estas cinco portadas fueron las finalistas de todas las que barajamos.
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