Keiko Watanabe, la artesana del flamenco japonés que quiere morir en Granada
La modista, de 85 años, llegó a España en 1974 sin saber nada del país, pero quedó prendada hasta el punto de ceder la custodia de sus dos hijos y apostar por un futuro en el que terminó vistiendo a las bailaoras Blanca del Rey o a Lola Greco
En el mundillo del flamenco japonés se comenta estos días el regreso temporal de Keiko Watanabe, la modista de 85 años que en 1974 se marchó a vivir a un país desconocido gobernado por una dictadura y sin saber nada de su historia —y menos de flamenco—, y que en una década ya vestía a bailaoras como Blanca del Rey o Lola Greco, y a bailarinas del Ballet Nacional de España. El propósito de la visita de Watanabe a su Japón natal es despedirse de su hijo, de su hija y de sus nietos. “Quiero morir en Granada”, comenta la modista a EL PAÍS en un castellano de frases cortas y escaso en florituras.
Antes de viajar a Kobe para encontrarse con su familia, la acompañamos a visitar en Tokio el estudio de la bailaora Tomoko Kobayashi, presidenta de la Asociación Nipona de Flamenco (ANIF) y antigua clienta que aún conserva ocho de sus vestidos y seis batas de cola, alguna de ellas confeccionada en el antiguo taller de Watanabe en la madrileña calle Ayala hace cuarenta años. Los voluminosos trajes hacen que la veterana modista parezca diminuta cuando se pone sus gafas y con la mirada aguzada de un ingeniero que busca indicios de grietas en un puente, los examina. “Espero no encontrar ningún agujero”, sentencia irónica antes de confirmar que costuras, ribetes y fruncidos siguen firmes en su sitio.
Tomoko Kobayashi le muestra un vestido color burdeos y le recuerda el efecto que buscaba cuando le puso volantes translúcidos que al ser atravesados por la luz del escenario acompañan el zapateado con sutiles destellos. “Fue mucho trabajo”, recuerda Watanabe, y habla del número ingente de horas y de fuerza física que ella y sus ayudantes españolas dedicaron para convertir cientos de metros de organdí, tafetán y crepes en espectaculares vestidos usando máquinas de coser domésticas.
Blanca del Rey fue la primera en advertir que, además de su meticulosa factura (reflejada en precios que los hacían exclusivos), sus trajes impactaban en el escenario. “Fue mi clienta más importante durante 18 años y no recuerdo cuántos vestidos le hice”, rememora Watanabe. Como bailaora principal del Corral de la Morería, Blanca del Rey fue, además, su mejor promotora. Cuando estrenaba uno de sus vestidos la invitaba al célebre tablao madrileño, donde por entonces ya era frecuente cenar al lado de una estrella de Hollywood o alguna personalidad mundial de paso por la capital. Al terminar de presentar el elenco de la noche y pedir un aplauso para todos, Blanca del Rey la señalaba y decía: “Ella es Keiko, mi modista”.
Aprender a coser trajes de baile, entender su estructura para permitir el braceo y controlar el tratamiento de telas que suelen terminar empapadas de sudor, le tomó 16 meses de trabajo sin pausa en talleres de modistas madrileños. Su vida sosegada, como esposa de un próspero empresario y madre de dos hijos, había quedado atrás. Como razones de haberse marchado para siempre, ella habla hoy de su insostenible crisis matrimonial y la convicción de haber escuchado en su nativa ciudad de Himeji la voz de su fallecido hermano mayor, Taizo, indicándole: “Vete a España y aprende a hacer trajes de flamenco”.
Para obtener el divorcio, aceptó renunciar a la custodia de sus dos hijos y partió hacia España cuando ellos estaban en el colegio. Repite la frase que le dijo al periodista José Luis Yuste cuando la entrevistaba para su libro La historia de Keiko (Dauro, 2017), en el que narra la peripecia vital de la arrojada modista: “No los abandoné, los dejé junto a su padre”. Viajó sin billete de regreso y sin sospechar que el baile andaluz cautivaría a artistas japonesas, entre las que había bailarinas de baile tradicional nipón, como Yoko Komatsubara; bailaoras dispuestas a dedicar su vida entera al flamenco, como la propia Tomoko Kobayashi; y hasta un incipiente barítono llamado Shoji Kojima, quien cambió la lírica por los tablaos y fue apodado El gitano japonés. Todos viajaron a España, tomaron lecciones con los mejores, pasaron la oposición de los tablaos andaluces y regresaron a Japón para fundar academias que no daban abasto para los centenares de alumnas.
A finales del siglo pasado, Tokio era calificada como “la capital asiática del flamenco”. Pese al estallido de la burbuja económica, Japón seguía siendo la segunda economía del mundo y muchas de las estudiantes o artistas de flamenco que viajaban a Madrid querían tener un traje de Keiko Watanabe. Algunas, como Hiroko Tatsukawa, abandonaron el baile e inspiradas por el ejemplo de la exitosa modista abrieron su propio taller en Tokio.
Un giro importante en la vida personal de Watanabe ocurrió en 1986, cuando una de las revistas japonesa más populares de entonces, el semanario Focus, publicó una foto a doble página en la que ella aparecía en medio de cinco bailaoras españolas vestidas con sus trajes. Meses después de la publicación escuchó el timbre de su estudio y, al abrir la puerta, apareció un apuesto joven japonés con barba que le preguntó respetuoso si era ella la señora Watanabe. Cuando asintió, el joven le dijo: “Soy Hayato, su hijo”. Le explicó que al ver la foto de Focus y saber de su éxito en España había decidido ir a verla.
Por esos años encontró el amor de su vida, un ebanista castellano llamado Santiago Chicote, con el que se fue a vivir a las Alpujarras granadinas para dirigir una fábrica de ropa flamenca que le propuso una conocida marca de moda japonesa. Se casaron y vivieron una etapa de relativa estabilidad económica que duró cinco años, al cabo de los cuales el proyecto se estancó. Chicote recayó con una enfermedad degenerativa y falleció. Ella cuenta que enterró sus cenizas en las raíces de un olivo en el cortijo de un amigo en Los Guájares, en la costa granadina. Y sigue enamorada de Andalucía: “Yo viví allí en una de mis vidas pasadas”, dice convencida.
En este viaje a Japón, que califica de postrero, saludó también a al bailaor Shoji Kojima y admiró su enérgico zapateado pese a tener la misma edad que ella. También visitó el taller de Hiroko Tatsukawa, Naja House, donde cada día media docena de modistas, armadas con modernas máquinas de coser industriales, perpetúan con sus trajes flamencos el legado de la maestra exiliada.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.