Miguel Milá: “El día más feliz de mi vida fue cuando dejé Arquitectura”
El diseñador industrial más célebre de España inaugura, a sus 93 años, su primera gran exposición en Madrid. Lo visitamos en su casa en Esplugas
En Barcelona, Miguel Milá es sagrado. “¡Como un santo!”, ríe María Valcárcel, Cuqui, su mujer. Una de sus primeras clientas como interiorista le contó hace poco que en su casa todo estaba igual que como Miguel lo había proyectado, en los años sesenta. “Me la encontré el otro día. Me dijo: ‘¡No movemos nada de sitio!”. El primer proyecto de Milá, a los 25 años, fue el despacho de su tía Nuria Sagnier, una mujer que escribía, pero solo sobre Wagner. Era 1956. De ahí salió su primera lámpara,...
En Barcelona, Miguel Milá es sagrado. “¡Como un santo!”, ríe María Valcárcel, Cuqui, su mujer. Una de sus primeras clientas como interiorista le contó hace poco que en su casa todo estaba igual que como Miguel lo había proyectado, en los años sesenta. “Me la encontré el otro día. Me dijo: ‘¡No movemos nada de sitio!”. El primer proyecto de Milá, a los 25 años, fue el despacho de su tía Nuria Sagnier, una mujer que escribía, pero solo sobre Wagner. Era 1956. De ahí salió su primera lámpara, la TN —por tía Nuria—, una luz en un poste metálico colocado sobre un aspa que servía como luz directa o indirecta si lo girabas, y regulable en altura subiendo y bajando la pantalla. Si la lámpara Cesta, que Milá diseñó en 1962, se puede encontrar en vestíbulos de hoteles, casas particulares y proyectos de decoración de medio mundo, las sucesoras de la TN, las TMC y TMM, introducidas poco después, son iconos de cierta burguesía progresista barcelonesa: se pasan de generación en generación o se regalan como parte de una especie de rito de paso.
Las lámparas de Milá pertenecen al nutrido grupo de piezas con su firma —incluso un matamoscas— presentes en la galería de ilustres del diseño español. Y este mes, la familia al completo protagoniza la exposición Miguel Milá, diseñador (pre)industrial en el centro cultural Fernando Fernán Gómez de Madrid: una muestra exhaustiva de la carrera del barcelonés y plato fuerte de la séptima edición del Madrid Design Festival. Un desembarco tardío, pero necesario para un hombre que, aunque ni siquiera sabía a qué se dedicaba cuando empezó a trabajar –”eso de que yo era diseñador industrial me lo dijo un amigo que me encontré por la calle”–, ha terminado siendo fundamental.
“¡En Madrid no sabían nada!”, exclama Milá cuando le menciono el abismo cultural que separa Madrid y Barcelona en términos de diseño. Nos sentamos en torno a la mesa del comedor de su casa en Esplugas, a las afueras de Barcelona, donde viven, en distintas viviendas, varios miembros del clan. El encuentro tiene mucho de reunión familiar: Cuqui y Miguel; su hijo Gonzalo y su mujer, Claudia Oliva, comisarios de la exposición en Madrid; Poldo Pomés, el íntimo de la familia que dirigió el documental sobre el diseñador en 2017; Nacho Alegre, editor y fotógrafo de este reportaje, y el periodista. Sobre la mesa, limonadas y aperitivos y en una esquina, tras el piano, una TMM.
“Esta es una ayuda a la expansión de mis diseños de una forma que no habíamos hecho nunca”, afirma Milá sobre la exposición, que llega en un momento óptimo. Gonzalo, que también es diseñador y desde hace unos años trabaja con su padre, subraya el buen momento que viven, sobre todo en términos de internacionalización: “Desde la crisis las empresas facturan un 70 o un 80% en el extranjero, y se vende muy bien”. Esto ha coincidido con el libro Miguel Milá: A Life in Design, una monografía en inglés editada por Apartamento, y una popularización de la estética y de los nombres del diseño y la arquitectura que actualizaron la herencia mediterránea en los años sesenta. “Aquí las cestas y las TMM son muy conocidas, y también mi padre. En Madrid, menos. Y en el extranjero, nada. Pensamos que era el momento de dar a conocer a la persona detrás de los diseños”.
Miguel Milá, la persona, pertenece a una familia de la alta burguesía. Es el octavo de los nueve hijos que tuvieron José María Milá i Camps, primer conde de Montseny, y Montserrat Sagnier Costa. Fue Perico, primo hermano de su padre, quien encargó a Gaudí la casa Milá y levantó la plaza de toros Monumental, entre cientos de edificios en Barcelona. La de Miguel es una generación de talento: su hermano Leopoldo diseñó la Montesa Impala, moto con la que ganó un Delta de Oro ADI-FAD en 1962, y su hermano arquitecto, Alfonso, fundó uno de los estudios más importantes de la Barcelona de la época junto a Federico Correa. Miguel se sumó como interiorista en 1955, y al año siguiente abandonó sus estudios de Arquitectura, que había comenzado seis años antes: “Empecé a hacer las cosas bien cuando dejé la carrera. Fue el día más feliz de mi vida”, afirma. “Siempre dices que allí conociste a todo el mundo”, dice Pomés. Milá responde: “Claro, conocí a todos los arquitectos, porque me suspendían siempre… Pero me acuerdo del día que por fin salí a la calle y me sentí libre y pensé: ‘Por fin me dejan ser yo”.
“Miguel consigue la belleza a través de la depuración”, dice Claudia Oliva, que ha comisariado, junto a Gonzalo Milá, la exposición de Madrid. En este sentido, el hombre que más le influyó a Milá fue José Antonio Coderch, el arquitecto barcelonés cuyo sello era una austera modernidad, y que también le encargó proyectos de interiorismo a principios de los años sesenta. “Si algo no le gustaba, bastaba con una mirada como diciéndome: ‘Y esto, ¿para qué?”, cuenta ahora el diseñador. “Era una persona muy especial. Y yo le apreciaba mucho, muchísimo. Recuerdo que decía que era ateo, pero un día le pillé en medio de la calle, señalando con el bastón al cielo y gritando: ¡Tú tienes la culpa de todo!”.
“Si algo no le gustaba a Coderch, bastaba con una mirada como diciéndome: ‘Y esto, ¿para qué?”
“Aprendí mucho de Coderch, pero lo hice mío”, añade Milá, funcionalista por convicción. Rosalía Torrent lo destila en su texto para el libro El diseño industrial en España: “Miguel Milá entiende el funcionalismo no como rigidez, sino como una forma lógica de solventar de forma adecuada la función de un objeto, frecuentemente con formas sueltas y amables”. A pesar del privilegio de cuna y de su “familiaridad con los objetos exquisitos”, de nuevo en palabras de Torrent, para Milá la posguerra fue una especie de “escuela de ingenio” donde su generación aprendió a construir lo que no tenía, y de donde viene un acercamiento al diseño mucho más de taller que de mesa de dibujo. Donde otros grandes de su época ponían carga teórica, él puso sentido del humor.
La primera empresa que fundó se llamaba TRAMO, acrónimo de Trabajos Molestos. La inventó en su casa cuando era pequeño: se especializaba en recados que podían “dar pereza” como “cargar el mechero, ir a comprar sellos o limpiar zapatos”, cuenta en su libro Lo esencial: una guía de diseño para la vida, publicado en 2018. “La agencia Tramo corre como un gamo”, decía el eslogan, que por desgracia no utilizó cuando recuperó el nombre de Tramo para montar una compañía, ahora sí, que produjera sus diseños, en 1957. Eran piezas utilitarias e ingeniosas que, a pesar de todo, seguían la vocación de la primera empresa y, sobre todo, la máxima que un día le dijo su padre: “Sé útil y te utilizarán”.
“Mi obsesión es que un objeto sea funcional y que, además, como muchas veces no se utiliza, también sea bello”, corrobora hoy Milá. “Lo dices siempre”, añade Gonzalo. “Que una silla está más tiempo vacía que ocupada, y que una lámpara pasa apagada casi toda su vida”. Menos glamuroso que Federico Correa y que su propio hermano Alfonso —miembros activos de aquella gauche divine con sede en la boite Bocaccio— y también menos intelectual, Miguel es el hombre tranquilo de su generación. Le gustaban los caballos y las motos, pero no la velocidad, y hacer viajes con sus amigos en su furgoneta Volkswagen. El día más feliz de su vida, aparte de cuando abandonó Arquitectura, dice que es cuando dejó de fumar.
Los principios que articulan toda la producción de Milá se resumen en una idea técnica de la belleza, y en una idea intuitiva del confort y el sentido común, en parte heredados de los diseñadores escandinavos. Son los mismos impulsos que lo guían cuando diseña un banco público, el Metro de Barcelona o la remodelación de la señalización y el interior del Hospital Clínico. Y los mismos que le llevan a cabrearse en los hoteles: “Esa manía de esconder interruptores o solo poner un banco para una maleta cuando tenían que ser dos”, precisa Gonzalo. “¡Y los lavabos sin sitio para dejar el jabón!”, añade Cuqui. No le gustó, claro, el congreso del ICSID que se celebró en Ibiza en 1971, que llevó el diseño y la arquitectura a posiciones experimentales y radicalmente especulativas. “Aquello fue un desastre”, dice hoy. Tampoco entendió la ola de diseño posmoderno. “¡Acuérdate de Sottsass, Miguel, que se paseaba por aquí con la novia!”, le dice Cuqui, señalando al jardín. “Sottsass diseñaba aquellas… cositas”, continúa. “Una vez que estábamos sin dinero le pedí a Miguel que hiciera algo parecido, pero me acabo diciendo: ‘¡No es lo mío!”. “A ti te gusta más Castiglioni”, interviene Poldo, aludiendo a Achille Castiglioni, el diseñador italiano que revolucionó la posguerra con creaciones que tanto le debían al ingenio como a la industria.
Como a tantos de su generación, Milá ha presenciado cómo muchos de sus diseños, ideados para representar una opción asequible y contemporánea en el yermo panorama de mobiliario nacional de hace cincuenta años, hoy son catalogados como clásicos y ocupan un lugar bastante exclusivo en la pirámide del equipamiento doméstico. Algo relativo, no obstante, si se atiende a criterios de calidad, durabilidad y estética. En un momento del documental Miguel Milá, diseñador industrial e interiorista, inventor y bricoleur (2017), que dirigió Poldo Pomés, Milá arroja al jardín una de sus sillas de caña de ratán por una ventana del primer piso. Luego baja, coge la silla, que ha aparecido intacta, y se sienta. Son las mismas sillas, originalmente ideadas para el exterior, que hoy están en el comedor. “¡Son de 1964!”, exclama Miguel, y añade: “Bueno, luego hubo que arreglar la pata”. “De hecho te sentaste en la silla rota”, dice Pomés. También es de caña el galán de noche de la misma época que, por supuesto, también siguen utilizando. “¡Lo usamos cada día!”, exclama Cuqui. “¡No pesa! Ese sí que es una maravilla. También lo hemos llevado a Madrid”.
Claudia Oliva subraya que la muestra del Fernán Gómez es de un diseñador en activo: “En la exposición hay otra silla de ratán y cuero que aún no se ha presentado. Y también hay diseños del año pasado”, explica. Como el mobiliario metálico de exterior Basic, donde disparamos algunos de los retratos de este reportaje, fabricado por Urbidermis. El galán de noche y la silla del comedor, ahora llamada Salvador, también se siguen produciendo, hoy, por otra empresa española, Trenat. La historia de Miguel Milá es también la de la industria del diseño: Gres, la tienda de muebles asequibles con la que se asoció en los sesenta, y más tarde Santa & Cole, que desde los años ochenta fabrica sus lámparas. “Me vinieron a ver y me pidieron la TMM. Y me dije: ‘Vaya, qué listos y espabilados’. Me pareció bien empezar por ahí. Acepté, y ahí empezó todo”. Todo es una fructífera relación con Javier Nieto y Nina Masó, los fundadores de Santa & Cole, y sobre todo con Masó, fallecida el año pasado. La conversación vuelve a ella con frecuencia. “Es que Nina y Miguel se sentaban juntos y estaban horas. Tocaban las lámparas”, cuenta Pomés.
Milá ganó, junto con André Ricard, el primer Premio Nacional de Diseño en 1987. En 2008 recibió el Compasso d’Oro Internazionale en Turín y, ocho años después, fue condecorado con la Medalla al Mérito de las Bellas Artes. Hoy, a sus 93 años, Miguel Milá, entre cuyas máximas está nunca haber estado de moda pero tampoco haber dejado de estarlo, disfruta este momento de popularidad: los jóvenes adoran sus diseños. “¡No sabes la cantidad de gente que me escribe cuando viaja y ve algo de Miguel!”, dice Cuqui. Estos días, a Milá solo le molesta tener que pelearse con el andador. “¿No lo puedes mejorar?”, le pregunta Pomés. “Pues mira, es muy incómodo. Me obligan a usarlo y lo odio, porque se me rotan los brazos, y es complicado porque tiene un freno en cada mano. Tendría que hacer un diseño nuevo, y puf… Hacer un diseño nuevo para algo que detesto, porque yo lo que tengo son ganas de dejarlo…”, se queja. Un par de semanas más tarde, sentado en la silla de ruedas que maneja Gonzalo, frente a todos los Milá que han venido a la inauguración de la exposición en Madrid, y que empequeñecen al resto del público, el patriarca del diseño español está radiante. “¡Me siento muy emocionado! ¡Mucho!”, exclama. Lo repite varias veces: “¡Pero que muy emocionado!”.