“Somos animales bien pagados en un zoo”: por qué Robin Wright decidió no ser una estrella
La actriz, que ha encadenado películas de culto, taquillazos y grandes lagunas profesionales, vuelve a las pantallas bajo la dirección del español Juan Carlos Fresnadillo en ‘Damsel’
Cuando William Goldman vio por primera vez a Robin Wright (Texas, 57 años), pensó que algún día sería la mayor estrella del mundo. Lo cuenta en el imprescindible Las aventuras de un guionista en Hollywood. Si algo sabía reconocer el hombre que escribió los guiones de Dos hombres y un destino y Todos los hombres del presidente y vio despuntar a mitos como Robert Redford era el talento. La mujer que apareció en su casa venía a buscar su aprobación: él era el guionista y autor de La princesa prometida y había exigido por contrato tener la última palabra sobre la elección de la protagonista. “Sí, ella es lo que escribí”, dijo. Habían encontrado lo que él había escrito: “La criatura más hermosa del mundo”.
Casi cuatro décadas después de aquel encuentro, la profecía no se ha cumplido del todo. Wright es una actriz respetada, ha participado en películas importantes y acumula seis nominaciones a los Emmy y cuatro a los Globos de Oro, pero nunca ha estado ni cerca de ser la mayor estrella del mundo. ¿Por qué? Porque no quiso. “Querían convertirme en la novia de Estados Unidos”, declaró a The Guardian, “en la nueva chica ingenua, pero rechacé un montón de películas que no me entusiasmaban. Además, estaba demasiado ocupada siendo madre”. Hollywood siguió intentándolo hasta que el teléfono dejó de sonar. “Que le den’, dijeron, y eso explica una gran parte de mi carrera”.
En la vida de Wright todo pasó rápido. A los dos años sus padres se separaron y ella y su hermano se fueron con su madre; a los 10 su sueño era ser bailarina en Broadway y ensayaba casi todo el día, a los 14 era modelo y hacía publicidad para Maybelline y Doritos y a los 16 intentaba colarse en el reparto de alguna película adolescente de John Hughes, pero en todos los castings acababa imponiéndose Molly Ringwald. Hughes nunca la llamó, pero sí la televisión. Debutó en 1984 en La rosa amarilla, un wéstern con Sam Elliot y Cybill Shepherd, y poco después se convirtió en una de las protagonistas de Santa Bárbara, uno de los grandes culebrones de la televisión estadounidense. Durante 538 capítulos fue Kelly Capwell, la hija inocente y soñadora de la familia protagonista, que con demasiada frecuencia se veía envuelta en secuestros, intentos de asesinato y hermanos que aparecían de la nada.
Solo tiene buenas palabras para la serie en la que permaneció cuatro años. “A veces trabajábamos 18 horas al día, así que a menudo dormía en mi camerino en los estudios de la NBC”, recordó. “Tenías que controlar tu tiempo, tu cordura y tu sistema inmunitario. Pero lo que realmente aprendí fue el lado técnico de la actuación. No solo tenía que recordar mis líneas, también cuándo debía girar un poco a la izquierda para favorecer la cámara uno o en qué línea tenía que enfrentarme a la cámara tres”.
Demasiado infantil para los adultos, demasiado adulta para los niños
Y entonces apareció La princesa prometida (1987). Tras imponerse en el casting a Meg Ryan y Courteney Cox, se enfrentaba a su primera experiencia en el cine y no quería echarla por tierra, pero carecía de formación académica y estaba aterrada ante el hecho de trabajar con actores respetados. “No actué. Solo me decía a mí misma: ‘No parezcas una idiota frente a Mandy Patinkin y Christopher Guest’. Y Cary [Elwes] era muy guapo. Estaba convencida de que nos íbamos a casar”, recordó en la revista Town & Country.
Hoy es un título de culto, pero en los ochenta se estrenó como una gran incógnita. El nombre de su director, Rob Reiner, aún no significaba nada (Cuenta conmigo todavía no se había estrenado y Cuando Harry encontró a Sally, Algunos hombre buenos y Misery aún no existían). El rostro de Elwes tampoco resultaba familiar y Billy Cristal, el más reconocible del reparto, aparecía totalmente camuflado tras el maquillaje. Ofrecía una irresistible combinación de aventura, romance, comedia, amistad, amor y fantasía. Sobre el papel era perfecta, pero había un problema: nadie sabía cómo venderla. Demasiado infantil para un público adulto y demasiado compleja para los niños. El escaso reconocimiento que la película recibió en su momento no contribuyó a que el estrellato de Wright se consolidase.
Durante el rodaje de El club de los irlandeses (1990) conoció a Sean Penn y empezaron a salir juntos. Ambos habían estado casados ya. Ella durante un par de años con su compañero de Santa Bárbara Dane Witherspoon, y él con Madonna, un matrimonio turbulento que había hecho las delicias de la prensa rosa. Antes de cumplir los 26, Wright ya tenía dos hijos con Penn. Hicieron un trato: uno de los dos siempre tendría que quedarse en casa para cuidar a los niños, un tipo de acuerdo que suele figurar en todos los perfiles sobre el ocaso de muchas actrices prometedoras.
Se casaron. Robin Wright pasó a llamarse Robin Wright Penn y bajó su ritmo de trabajo (entre 1987 y 1994 estrenó solo cuatro películas) mientras su marido competía por el trono de mejor actor de su generación. El iracundo Penn y la dulce Robin estuvieron juntos durante 18 años plagados de separaciones y reconciliaciones que los convirtieron en una de las parejas favoritas de un tipo de prensa que no cejaba en su escrutinio de una relación a la que veían, más bien, como un secuestro con síndrome de Estocolmo. Como los tabloides habían augurado, no terminó bien.
Un fantasma
“Para mí, Robin es un fantasma”, declaró Penn tras el divorcio. “Nunca me he sentido querido”. Ella fue más explícita. “Quizá no sea muy propio de una dama el decir esto, pero nunca me he reído más, leído más y me he corrido más que con Ben”, declaró a Vanity Fair en 2015. Ese Ben era Ben Foster, un actor 14 años más joven que, curiosamente o no, había sido saludado como “el nuevo Sean Penn”. Rompieron meses después. Durante su corto compromiso hablaron de su amor como si jamás hubiese existido un sentimiento así en el mundo, se tatuaron sus respectivas iniciales y se exhibieron por cuanta alfombra roja quiso contar con su presencia.
Con Foster no llegó al altar, pero sí lo hizo con Clément Giraudet, un ejecutivo de Saint Laurent dos décadas más joven. Se casaron en secreto en agosto de 2018 en Francia y pasaron la luna de miel en Ibiza. Wright solicitó el divorcio cuatro años después.
Durante su matrimonio con Penn fue, como él la definió y al menos profesionalmente, un fantasma. Hasta que en 1994 se hizo con otro papel que definió su carrera, la dulce y torturada Jenny Curran de Forrest Gump. Recibió una nominación al Globo de Oro y el mundo se preguntó dónde había estado. De nuevo parecía esperarle un futuro resplandeciente. Aunque todavía no había cumplido los 30, parecía uno de esos retornos que tanto gustan en Hollywood, pero nuevamente se resistió a integrarse. “Los actores de Hollywood somos animales bien pagados en un zoológico. Y si aceptas jugar al espectáculo de feria, y sonreír en la alfombra roja, y aparecer en cada puto sobre que se abre, entonces puedes convertirte en una celebridad y convertirte en una mercancía. Pero si decides no hacer eso, se considera que no eres rentable”, se lamentaba en The Guardian en 2014.
Durante los noventa hizo algún papel interesante, protagonizó Moll Flanders (1996), recibió una nominación del Sindicato de Actores a la mejor actriz por su papel en Atrapada entre dos hombres (1997) y participó en producciones arriesgadas como la cinta de animación Beowulf (2007) y Dos madres perfectas (2013), en la que ella y Naomi Watts interpretan a dos amigas que se acuestan cada una con el hijo de la otra, pero casi toda su carrera se podía resumir en la frase que Danny Huston le suelta en El congreso: “Tus películas de los últimos 15 años han sido un fracaso”. En esa visionaria propuesta de Ari Foldman, Robin Wright es Robin Wright, una actriz de 40 años que encandiló al mundo en La princesa prometida y Forrest Gump y a la que su estudio, Miramount, quiere digitalizar para mantener siempre en la veintena y de paso recuperar el dinero que les había costado por “sus malas elecciones”. Esas malas elecciones fueron reales: rechazó el papel que acabó interpretando Laura Dern en Parque Jurásico y también dijo no a Robin Hood, príncipe de los ladrones, Batman forever, La tapadera y Nacido el cuatro de julio, alegando que Oliver Stone tenía un problema con las mujeres.
Y llegó Netflix
Fue la versión norteamericana de Los hombres que no amaban a las mujeres, estrenada en 2011, la que dio un inesperado impulso a su carrera, no tanto por su repercusión, tan escasa que la trilogía planeada se quedó en un único título, ni por su exiguo papel, sino por el efecto que causó en su director, David Fincher, que la convenció para encarnar a Claire Underwood en House of Cards.
Hoy Netflix es sinónimo de éxito y sus productos llegan a más público que ningún estreno cinematográfico, pero entonces aún era un misterio. Sobre todo, para Wright. ”No quería hacer televisión, había estado atrapada en Santa Bárbara durante años y recordaba lo difícil que era memorizar tantas páginas al día”, recordó en Harvard Bussiness Review. “Me encantaba el cine, me encantaba viajar y experimentar diferentes culturas y personajes, pero David me convenció”. El realizador le pidió que confiase en él y le aseguró que sería un proyecto revolucionario, 13 horas para desarrollar un personaje en una serie que cada espectador podría ver cuando quisiese y al ritmo que desease. El futuro. La actriz se quejó de la escasa sustancia del personaje en el original británico y se modificó el papel. “Vamos a construir el personaje juntos”, le ofreció Fincher, “se convertirá en la Lady Macbeth de su Ricardo III”.
Los premios que llegaron le dieron la razón a Fincher. Se convirtió en un icono de estilo por el lujoso e impoluto vestuario y también por su corte de pelo andrógino, una alabadísima casualidad. “Me había cortado el cabello porque estaba estropeado después de demasiados tintes por distintos proyectos”. También se convirtió en un símbolo por la igualdad en Hollywood: cuando descubrió que Netflix la había engañado y ella no recibía el mismo salario que Kevin Spacey, amenazó con abandonar la serie. Entre 2014 y 2016 Spacey pasó de percibir 500.000 a un millón de dólares por episodio, mientras Wright cobraba 420.000 dólares. Consiguió su objetivo. “Debemos animar a las jóvenes generaciones a expresarse. Feminismo significa igualdad. Y punto. Un mismo salario por un mismo trabajo. Ahora las cosas tienen que avanzar por parte de los que toman las decisiones y financian las películas, que en su mayoría son hombres”, declaró en Cannes en 2017 durante un debate en torno a su debut como realizadora.
La otra gran controversia de la serie también la salpicó. Las acusaciones de acoso contra Spacey provocaron el despido del actor a falta de una temporada. Los responsables decidieron apostar por ella y, aunque la última temporada sea la más endeble —era imposible seguir retorciendo la trama—, su interpretación fue brillante. “Kevin y yo tan solo nos conocíamos entre el grito de ‘acción’ y el ‘corten’ y en los descansos, donde bromeábamos, pero no conocía a la persona”, declaró al programa estadounidense Today. “Realmente éramos compañeros de trabajo, nunca socializamos fuera de él”.
Si Wright lamenta no ser más “rentable” no es tanto por interés económico o por engordar su ego, sino por dar más visibilidad a las causas con las que colabora. Lleva años volcada en proyectos asociados al Congo (el conflicto que vive el país es el más mortífero del mundo desde la II Guerra Mundial) y en especial al papel de las mujeres como víctimas de guerra.
Tal vez buscar la repercusión de esas causas explique cómo ha perdido el miedo a participar en taquillazos. En los últimos años, ha sido la poderosa y tonificadísima general Antiope en Wonder Woman (2020) y su secuela, y también formó parte de la Blade Runner de Denis Villeneuve (2017). El mundo ha vuelto a descubrir a otra Robin Wright, una estrella a la que Rebeca Millers, su directora en La vida privada de Pipa Lee definió como “una gran actriz atrapada dentro del cuerpo de una diosa nórdica”. Este mes vuelve a Netflix con Damsel, la última película del realizador canario Juan Carlos Fresnadillo, y lo hace de nuevo con una historia de princesas, aunque ahora será la villana del cuento. Otra reinvención de la actriz que no quiso ser la estrella más grande del mundo.
Puedes seguir ICON en Facebook, X, Instagram, o suscribirte aquí a la Newsletter.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.