“Egoísta”, “exhibicionista” o “demasiado bueno”: ¿por qué es Neymar Jr. uno de los futbolistas más odiados del mundo?
El delantero brasileño del Paris Saint Germain es uno de los jugadores más polarizantes de la historia reciente del balompié. Su inmensa calidad es innegable, pero su comportamiento tanto dentro como fuera del campo sigue provocando animadversión entre rivales y aficionados. Analizamos el juego y la personalidad de un futbolista diferente
“¿Verdad que el rugby es un deporte de equipo? Pues hagan el favor de salir ahí fuera y darle el balón a Jonah Lomu”. La frase, una de las más elocuentes (y paradójicas) exaltaciones del juego colectivo que se recuerdan, se pronunció al parecer minutos antes de la final de la Copa del Mundo de rugby de 1995 que enfrentaba a Nueva Zelanda y Australia. Se atribuye al seleccionador neozelandés, Laurie Mains, o a alguno de sus asistentes, aunque hay quien dice que en realidad era el mensaje de un joven aficionado que se leyó en voz alta para motivar a los jugadores.
Jonah Lomu fue el mejor atleta de la historia de su deporte, un armario portátil con propulsión a chorro que destrozaba defensas en solitario a base de exuberancia física, con su manera sencilla y letal de interpretar el rugby. Para sus compañeros de equipo, darle el balón a él era un buen negocio, la manera más sensata de poner el sentido de la responsabilidad y la disciplina gregaria al servicio del talento individual. Si gana Lomu, ganamos todos.
Esa sencilla lección resulta también válida, aunque con matices, en el fútbol, uno de los deportes más complejos y corales que se practican ahora mismo en el mundo. Incluso Andrés Iniesta y Xavi Hernández, dos virtuosos del juego asociativo, entendieron que en el FC Barcelona de Josep Guardiola (entre 2008 y 2012) la receta del éxito pasaba muy a menudo por darle el balón a Lionel Messi, y algo parecido viene ocurriendo desde que el fútbol es fútbol en equipos que han tenido la suerte de contar con versos sueltos con capacidad para ofrecer prestaciones sobrehumanas, como el Brasil de Pelé o la Argentina de Diego Armando Maradona. A talentos de ese calibre no se les hacen preguntas ni se les plantean exigencias. Se les da el balón asumiendo con humilde pragmatismo que son ellos los que tienen todas las respuestas.
Neymar da Silva Santos Júnior (Mogi das Crizes, Brasil, 1992) vive al borde de esa encrucijada, de ese punto de no retorno en que el individuo excepcional se eleva ya para siempre por encima del grupo. La suya ha sido una carrera propulsada hacia la excelencia desde que debutó como profesional en el Santos, uno de los clubes señeros de Brasil, con solo 17 años. El balón le pertenece en exclusiva casi desde el principio. Sin discusión, sin aspavientos. Tanto en el Santos como en la selección de Brasil, este regateador impenitente, hábil y astuto, ligero como una pluma y punzante como una abeja, fue desde muy joven el encargado de encender la luz y situarse bajo los focos.
En un fútbol contemporáneo en que la preparación física y la riqueza táctica tienden a constreñir los alardes más extremos de talento individual, Neymar, futbolista contracultural que se lo debe casi todo a la técnica, lleva más de una década marcando la diferencia y elevando el listón competitivo de los equipos en que milita. Pese a todo, gran parte de los aficionados y especialistas le siguen discutiendo la condición de intocable que sí se reconoce a Messi, a Cristiano Ronaldo e incluso a estrellas emergentes como Kyllian Mbappé, compañero de equipo del brasileño en París.
Odiar la excelencia
Neymar, huelga decirlo, es un jugador controvertido, que despierta admiración y asombro, pero también antipatía y rechazo. Sus derrotas son celebradas en ocasiones con fervor militante por aficionados neutrales, como si fuesen victorias de una manera noble, pura y genuina de entender el deporte. En la constelación de héroes y villanos del fútbol moderno, a él le ha tocado el papel de antagonista (casi) universal, despreciado incluso por una parte de la hinchada de ese París Saint Germain al que se mudó en 2017.
Para el periodista británico Tim Vickery, que lleva siguiendo su carrera muy de cerca desde 2009 y fue uno de sus primeros valedores en la prensa internacional, “parte de esa animadversión se debe a un cierto odio a la excelencia: cae muy mal porque es demasiado bueno, y al menos una parte de los seguidores del fútbol son proclives a esa lógica populista, falsamente igualitaria, de exaltar el esfuerzo y el compromiso, el amor a los colores, y despreciar el verdadero talento, como si tener un don excesivo fuese una especie de afrenta imperdonable”. Pese a todo, Vickery reconoce también “que hay grandes talentos de imagen relativamente impoluta y trayectoria a prueba de críticas, como Messi. Neymar no ha sido capaz de situarse, como su excompañero en el Barcelona, por encima del bien y del mal, porque tiene una personalidad, un comportamiento y una trayectoria con muchas más aristas”.
Ya en septiembre de 2010, en un artículo para Sports Illustrated, Vickery afirmaba que la decisión de Neymar de quedarse en Brasil rechazando una oferta millonaria del Chelsea, la primera de las grandes escuadras europeas que se interesó por sus servicios, fue “una buena decisión para el jugador, pero tal vez no para el Santos”. Neymar tenía por entonces 18 años y se había convertido en jugador fetiche tanto de su club como de una liga brasileña que no se resignaba del todo a su rol de gran potencia exportadora. Para retenerlo, el Santos se vio forzado a renunciar a un traspaso millonario y a hacerle una oferta de renovación fuera de mercado, ni siquiera del todo amortizable con el dinero de los patrocinadores que estuvieron dispuestos a asociarse a la operación.
Además, según explicaba Vickery, pagaron el peaje deportivo de cesar a su entrenador, Dorival Júnior, un profesional competente que había cometido el error de enfrentarse a la estrella del equipo. Neymar había fallado tres penaltis casi consecutivos y Dorival decidió que fuese otro el que los lanzase. Según Vickery, el jugador, convertido ya en un “adolescente endiosado”, reaccionó pidiendo el cese fulminante del autor de semejante falta de respeto a su jerarquía deportiva. Lo obtuvo.
Vickery ya afirmaba por entonces que “Neymar tal vez actúe con prudencia al postergar un par de años su inevitable salto a las grandes ligas europeas. Después de todo, en su club ha encontrado un entorno propicio para seguir creciendo deportivamente y aún le quedan objetivos de envergadura, como ganar la Copa Libertadores. El problema es hasta qué punto al Santos le interesa contribuir pasivamente a la divinización prematura de un jugador que con 18 años se ha convertido ya en un pequeño tirano narcisista”.
La historia, pese a todo, tuvo final feliz. Neymar se quedó en el Santos hasta cumplidos 21 años. Con el club de Sao Paulo ganó tres campeonatos paulistas, una Copa de Brasil y la Copa Libertadores de 2011, la primera de la entidad tras las dos que obtuvo en 1962 y 1963, con Pelé en sus filas. Cuando fichó por el Barcelona, en mayo de 2013, lo hizo con la sensación del deber cumplido, consolidado ya entre la absoluta élite del fútbol internacional y a apenas un año de distancia de la Copa del Mundo de Brasil de 2014, el torneo en que se esperaba que se produjese su consagración definitiva.
Uno de los más grandes
En los ocho años transcurridos desde entonces, Neymar ha confirmado más allá de cualquier duda razonable el enorme potencial que se le intuía en su etapa brasileña. Es difícil discutir que se trata ahora mismo de uno de los cuatro o cinco jugadores más desequilibrantes y mejor dotados del mundo. Sus estadísticas individuales, sus títulos y su peso en el juego de sus equipos le avalan. Sin embargo, no ha ganado aún el Balón de Oro (y, a sus 29 años, tampoco parece un candidato obvio a conseguirlo a corto plazo), no tuvo el impacto esperado con su selección en los mundiales de Brasil y Rusia y no se ha consolidado como el heredero obvio de unos Messi y Cristiano Ronaldo que parecen asomarse ya al declive de sus carreras.
En paralelo, su imagen ha seguido siendo francamente controvertida, tanto por su estilo de juego como por las decisiones que ha ido adoptando en su carrera, por lo que ha ido trascendiendo de su vida privada o por escándalos extradeportivos como la investigación por presuntos abusos sexuales de que fue objeto y que se acabaría archivando en 2019. Barney Ronay, cronista deportivo del diario The Guardian, se plantea sin reservas la pregunta que persigue al jugador paulista desde hace ya mucho tiempo: “¿Por qué Neymar despierta tanto odio?”.
La respuesta no es sencilla. “En primer lugar”, argumenta Ronay, “está su omnipresencia en campañas publicitarias, algo que para muchos aficionados le convierte más en un producto de consumo que en un deportista genuino, comprometido con su carrera y con los supuestos valores del fútbol entendido como una pasión tribal que da sentido a la vida”. Otras razones tienen que ver con “su tendencia a la simulación, su falta aparente de deportividad, su carácter en ocasiones jactancioso y pendenciero dentro de la cancha, su supuesta pereza…”. Sobre este último punto, Ronay matiza que “Neymar transmite la sensación de tener una carrera decepcionante, de haber echado a perder un talento inmenso por falta de profesionalidad, compromiso y actitud”. Esa es la opinión que se han formado muchos aficionados y poco importa que “sus estadísticas de rendimiento deportivo resulten notables cuando no impecables, a la altura de los mejores”.
Otro cronista deportivo, el también británico Thomas Swan, le incluye en su particular lista de los diez jugadores de fútbol “más odiados”, muy por encima de dianas de la animadversión popular como Sergio Busquets (“uno de los profesionales con más tendencia a fingir de manera descarada y cínica”, según Swan), Diego Costa (“un tipo violento y con muy mal carácter”), Sergio Ramos (“un gran defensor, pero también un jugador muy sucio para el que todo vale”), Cristiano Ronaldo (“un pesado, un presumido y un quejica”) o Luis Suárez (“un hombre al que se le cruzan los cables y muerde a sus compañeros de profesión: con eso queda todo dicho”). Comparado con estos otros objetos de repulsa popular, el jugador brasileño del PSG, en opinión de Swan, se hace odiar porque “exagera los contactos más que nadie, retorciéndose con estertores agónicos cada vez que un contrario le roza”, lleva toda su carrera “exhibiendo un nulo respeto por compañeros, rivales, entrenadores y árbitros” y tiene un estilo de juego “egoísta y exhibicionista”.
Dave Tickner, redactor de la página deportiva internacional Football365, reconoce de entrada que el odio a Neymar puede esconder una antipatía larvada de muchos aficionados europeos hacia la escuela brasileña del llamado jogo bonito, el fútbol arte, plástico y hedonista: “En Europa se entiende, sobre todo en países como Alemania o el Reino Unido, que la técnica individual no es un fin en sí mismo, sino un medio para obtener éxitos colectivos. Por ello, se admiran y a la vez se desprecian los alardes de habilidad que se consideran estériles, gratuitos”. De ahí que se elogie “lo concreto y lo pragmático” que resulta por lo general Leo Messi, un futbolista que pone su excepcional repertorio técnico al servicio de lo único que importa: “goles y títulos”.
Pese a todo, Tickner admite también “que otros brasileños virtuosos y con tendencia a adornarse, como Ronaldo Nazario o Ronaldinho, han sido aceptados con naturalidad e incluso con abierta simpatía, tal vez porque sus personalidades encajaban mejor en el estereotipo del brasileño cordial, extrovertido y afable, como Pelé, mientras que en Neymar conviven el estilo de juego brasileño y un carácter bravucón y pendenciero que se diría más propio de argentinos o uruguayos”. Para Tickner, “los jugadores con recursos técnicos muy por encima de la media son vistos muy a menudo con cierta desconfianza: tienen un don que genera tanto admiración como envidia, y en función de cómo se comporten en la cancha, de cómo administren ese don, el péndulo puede caer de un lado o del otro”.
Con él llegó el escándalo
En Neymar y la sociología del odio, artículo publicado en la revista Panenka en diciembre de 2020, Albert Blayà Sensat argumentaba que Neymar es, sobre todo, víctima de un “relato” que se ha impuesto entre la opinión pública sin que importe del todo hasta qué punto se corresponde con la realidad: “A su llegada a Barcelona, al foco mediático, las luces empezaron a apuntar y fortalecer un discurso extrafutbolístico que casaba con el brasileño estereotipado: fiestero, provocador, amante de los salseos, piscinero reincidente”. En opinión de Blayà, si existen razones para odiar a Neymar, el fútbol (su fútbol) no es una de ellas: “No hay futbolista más lúdico que él. Su juego provoca en el espectador el síndrome de Stendhal, un fútbol barroco, lleno de ornamentos que en el fondo no esconden más que una intencionalidad venenosa. Neymar es la verdad. Es el fútbol”.
Para el periodista deportivo Manolo Montalt, director del programa 90 Minuts, de Plaza Radio, a la hora de hablar de hostilidades y antipatías más o menos intensas, habría que esforzarse en separar al hombre del futbolista y a este último de su imagen pública: “El problema esencial de Neymar es que muestra todos los defectos de los futbolistas modernos y, al ser más mediático, tiene la lupa mucho más centrada en él”. Para Montalt, su talento futbolístico es indudable, “pero la controversia que le rodea tiene poco que ver con su calidad”. Montalt la atribuye “al uso que hace de sus herramientas, a la hipérbole en la exhibición de su talento, que muchas veces entre en escena para mofarse del rival. Creo que es eso lo que le pone en el centro de la diana”.
Para el periodista y escritor Paco Gisbert, “Neymar es odiado en muchos campos por ese extraño sentimiento que hace que con frecuencia se repudie a las individualidades en favor del juego colectivo”. El brasileño “hubiese sido sin discusión el mejor del mundo en casi cualquier época en que no le hubiese tocado coincidir con dos superdotados como Messi y Cristiano Ronaldo”, y ese lugar en la cumbre le hubiese blindado tal vez contra cualquier crítica, porque muy rara vez se odia al mejor. Sin embargo, Gisbert considera que Neymar sí tiene “al menos una cualidad irritante y que le hace especialmente antipático”. Un rasgo que “va en contra de una norma no escrita en el fútbol: no te puedes reír del que va perdiendo”. En opinión del periodista valenciano, eso es, precisamente “lo que hace una y otra vez Neymar cuando el viento sopla a su favor: intenta regates imposibles, espera a los contrarios para ridiculizarles, les insulta, les vacila…”.
Esta falta de etiqueta deportiva le convierte, según Gisbert, “en un jugador ventajista”, con una marcada tendencia a maltratar a sus rivales: “A Ronaldinho le reconozco al menos que intentaba sus jugadas de cara a la galería sin mirar de reojo al marcador, porque esa era su manera de entender el fútbol”. Tickner coincide con el análisis de Gisbert, pero rompe una (discreta) lanza a favor de Neymar: “Esa tendencia a exhibirse cuando va ganando es, en ocasiones, su venganza personal contra el juego violento del que es objeto. Pocos jugadores tienen su capacidad de desequilibrio y pocos, en consecuencia, padecen con tanta intensidad el juego brusco de defensores que no son capaces de pararle por otros medios”.
Ronay acude al rescate de la reputación maltrecha del brasileño aportando otro dato: “A diferencia de otros finos estilistas, a Neymar, que es de aspecto frágil y movimientos elegantes y precisos, se le acusa con frecuencia de afeminado. Eso es algo que le persigue desde muy joven y que a él le resulta especialmente irritante”. Pocos deportistas heterosexuales pueden sentirse tan víctimas de la homofobia como el delantero paulista. Una frase de Tim Vickery, que lleva más de una década siendo tanto partidario como detractor del futbolista, sirve de oportuno resumen: “No debe ser sencillo estar en la piel de Neymar. Después de todo, es un deportista magnífico y un ser humano con sus virtudes y defectos. Puede caer mejor o peor, pero tampoco creo que existan razones objetivas para odiarle”.
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