Jergas secretas y acuerdos de 600 páginas: así Vicky Safra se convirtió en una de las mujeres más ricas
Hedera de un imperio económico que nació hace más de cien años, la greco-brasileña ha visto cómo su familia política superaba la corrupción y el escándalo para volver a ser, como quería el patriarca de la familia, un clan de multimillonarios que no llaman la atención
A George Peabody, que fue uno de los hombres más ricos del mundo antes de que existiese la lista Forbes, se atribuye una frase que resume su filosofía de vida: “La ostentación es una diana que te cuelgas de la espalda”.
Peabody fue cauto y frugal. Perteneció a esa primera generación de capitanes de la industria estadounidense del siglo XIX, multimillonarios sobrevenidos, que despreciaba los excesos y el lujo extravagante. Aunque sus herederos acabarían dilapidando gran parte de su fortuna, Peabody se mantuvo siempre fiel a un cierto sentido del equilibrio vital y la austeridad presbiteriana y practicó la filantropía y el mecenazgo como alternativas al derroche.
Jacob Safra quiso ser un multimillonario en la estela de Peabody. Cómo descendiente de una estirpe de judíos sefardíes emigrados al norte del Líbano, se esforzó siempre por pasar desapercibido. Su máxima era que las grandes fortunas hay que construirlas y administrarlas en silencio, lejos de los focos y de las miradas indiscretas. Esa alergia a la estridencia le permitió enriquecerse en el Brasil boyante y convulso de Getúlio Vargas, donde se estableció en 1952. Safra cruzó el charco y se instaló en Sao Paulo con su esposa, Esther, y sus cuatro hijos varones en cuanto se dio cuenta de que Beirut se había convertido en un entorno cada vez más tóxico y menos proclive a los buenos negocios.
Los niños del Brasil
En la gran urbe paulista fundó un banco de inversión que hoy es uno de los más sólidos de la América Latina. Esa fue la primera piedra de un imperio financiero que acabaría legando, intacto y en plena expansión, a sus tres hijos mayores, Edmon, Joseph y Moise. Siete décadas después de que los Safra emigrasen al hemisferio sur, la nuera de Jacob, Vicky Safra, viuda de su hijo Joseph (fallecido en diciembre de 2020), acaba de heredar la parte del león de la inmensa fortuna familiar, convirtiéndose así en una de las mujeres más ricas del mundo.
Forbes le atribuye un patrimonio de alrededor de 6.900 millones de euros y administra, junto con dos de sus hijos, activos financieros por un valor de más de 90.000. Incluso Grecia, país en el que nació hace 68 años, acaba de dedicarle artículos periodísticos en que la proclama su ciudadana más pudiente, una gran fortuna a la altura de los Onassis y el resto de primeras espadas de la opulencia griega en el siglo XX.
Si hasta ahora se había hablado muy poco de ella es porque Vicky Safra es una muy digna discípula de su suegro. Ella también sabe pasar desapercibida y conoce las virtudes de prosperar en silencio. Los que presumen de conocerla destacan que es una mujer prudente y de perfil bajo, que se mantiene al margen de la vida social, apenas concede entrevistas y reparte su tiempo entre una discreta mansión en Ginebra y un aún más discreto chalet en Crans-Montana, en los Alpes berneses. Aunque maneja un emporio con epicentro en Brasil y filiales en Europa, Estados Unidos y Oriente Medio, lleva al menos una década sin apenas salir de Suiza.
En el cantón suizo de Valais, del que forma parte Crans-Montana, tiene vecinos tan ilustres como James Blunt o Sofia Loren, pero muy rara vez participa de la exclusiva escena y la vida nocturna de este rincón sobre el valle del Ródano. Ella valora, sobre todo, que se trata de un entorno tranquilo, saludable y libre de paparazzi, el lugar en que su marido y ella decidieron instalarse para llevar una vida tranquila tras décadas de vida itinerante entre Sao Paulo, Nueva York y Londres.
Dueños de todo
Un artículo de la revista Bloomberg destaca que Vicky no es solo la albacea y principal accionista de las dos principales entidades financieras de la familia, el Banco Safra de Brasil y el J. Safra Sarasin de Suiza, sino también la propietaria de activos inmobiliarios como el 30 St Mary Axe de Londres (el célebre Gherkin, es decir, ‘pepinillo’, obra de Norman Foster en el corazón de la City londinense) o el también fastuoso complejo de oficinas del número 660 de Madison Avenue, en Nueva York, que está a punto de convertirse en una comunidad de apartamentos de lujo de valor poco menos que incalculable.
Roberto Bento Vidal, asesor financiero brasileño que ha trabajado con la familia Safra, explicaba a Forbes que el de la familia de origen sefardí es un caso poco menos que insólito de transmisión de patrimonio: “Lo más habitual en las grandes fortunas personales fruto de la iniciativa empresarial es que no lleguen íntegras a la tercera generación, por lo general se fragmentan, derrochan o malbaratan por el camino”. En el caso de los Safra, “vemos un proceso bien estructurado de transmisión de capital y de activos que es típico de su propia tradición familiar, la de un clan que siempre se ha mantenido unido y ha gestionado su patrimonio de manera eficiente y metódica”.
La periodista económica Carrie Hojnicki, en un pormenorizado artículo en Business Insider, destaca que “los Safra siempre se han conducido con una prudencia ancestral, propia de las familias de prestamistas judíos de Oriente Medio, gente acostumbrada a despertar recelos y a ser hostigada o perseguida”. Como anécdota muy significativa, Hojnicki cuenta que, hasta hace muy pocos años, todos los documentos internos de sus compañías se redactaban “en un dialecto sefardí en caracteres arábigos”, una especie de jerga secreta “coherente con la tendencia a la discreción y a un cierto misterio” que es marca de la casa.
Montañas lejanas y desiertos remotos
El origen de la fortuna familiar hay que buscarlo en la ciudad siria de Alepo, que hasta 1918 formó parte del Imperio Otomano. Allí se establecieron, en la década de 1840, los hermanos Safra, mercaderes del norte del Líbano, atraídos por la posibilidad de financiar caravanas de camellos en rutas tan rentables (y de tanto riesgo) como las de Alejandría y Estambul. Los Safra se enriquecieron gracias a esos convoyes que atravesaban las estepas de Anatolia o el desierto del Néguev.
Tras la derrota otomana en la Primera Guerra Mundial, la familia abandonó Siria para establecerse más al sur, en Beirut, capital por entonces del Protectorado Francés de Líbano. Joseph Safra nació en la multicultural ciudad libanesa en 1938. Fue el tercer hijo varón del patriarca Jacob y era apenas un adolescente cuando su familia se estableció en Brasil. Joseph creció a la sombra de su hermano mayor, Edmond, emprendedor precoz que empezó a participar del negocio familiar a los 16 años y que ya en 1956, a los 24, se trasladó a Suiza para fundar el Trade Development Bank de Ginebra.
De Europa, Edmond dio el salto a Estados Unidos, con la creación en Nueva York, en 1966, del Republic National Bank. Mientras Joseph y su hermano Moise completaban su formación académica en Londres con la expectativa de suceder algún día a su padre, el inquieto y ambicioso Edmond se establecía por su cuenta, multiplicando por 500 un capital inicial de un millón de dólares en apenas 20 años. Llegado a los cuarenta, Edmond Safra se había consolidado entre los banqueros más prósperos del mundo. La filial estadounidense de su imperio llegó a ser la tercera institución financiera más potente del área de Nueva York tras Citigroup y Chase Manhattan. Semejante éxito llevaría a Edmon a convertirse también en el primer (y único) Safra en romper con la tradición familiar de discreción, austeridad y silencio.
Los años ruidosos
Primero se vio obligado por la crisis de deuda latinoamericana a vender su negocio más prometedor, el Trade Development Bank. La rama brasileña del emporio Safra pasaba por un momento delicado y el hijo tuvo que acudir al rescate del padre. El comprador fue American Express y la operación se saldó por unos más que respetables 650 millones de dólares. Los problemas llegaron años después, cuando Safra intentó acogerse a una enrevesada cláusula que le permitía recuperar parte del accionariado de la empresa vendida. American Express denunció esa parte del contrato y se embarcó en una campaña de desprestigio que, por primera vez, puso a la familia sirio-brasileña en el disparadero. La prensa económica empezó a publicar artículos sobre el origen especulativo y dudoso de la fortuna de los Safra, así como un supuesto trato de favor por parte de las autoridades brasileñas. Edmon empezó a ser retratado como un excéntrico, presunto mujeriego (permaneció soltero hasta los 44 años) y un tiburón de las finanzas oportunista y amoral.
Su hermano menor, Joseph, pilotaba ya las operaciones del grupo en Latinoamérica y acababa de casarse con Vicky Sarfati, brasileña de origen griego que por entonces tenía 17 años. El propio Joseph recomendó a su hermano que se casase lo antes posible, para asegurar la sucesión en el negocio familiar, pero Edmon, según explica Carrie Hojnicki “era un neurótico de una desconfianza patológica, y vivía convencido de que todas las mujeres que se le acercaban eran arribistas a las que solo interesaba su dinero”.
Todo cambió con la entrada en escena de Lily Monteverde, una rica heredera brasileña de mediana edad cuyo segundo marido, el multimillonario Alfredo Monteverde, se había suicidado en 1969. Edmond encontró en ella a una mujer que le resultaba atractiva y con una considerable fortuna personal que hacía que resultase difícil dudar de sus verdaderas intenciones. Sin embargo, la candidata a reina consorte del imperio financiero no mereció la aprobación de la familia. Joseph y Moise la consideraban demasiado mayor para tener hijos y demasiado frívola como para adaptarse al circunspecto estilo de vida de los Safra.
Edmond rompió con ella en 1971 para reconciliarse un año después y romper de nuevo pasados unos meses. En 1976, por fin, la pareja acabó pasando por el altar, pero no sin firmar antes un acuerdo prenupcial de más de 600 páginas que el Financial Times definió como “una obra maestra del derecho aplicado al matrimonio”.
Fuegos fatuos
Con Lily, los Safra se pusieron ya sin reservas la diana de la ostentación sobre la espalda. La veterana heredera incurrió hasta el final en un estilo de vida desbocado, que hubiese horrorizado tanto a Peabody como a Jacob Safra. Llegó a acumular más de una veintena de residencias de lujo por todo el planeta, empezando por La Leopolda, una fastuosa villa en La Riviera francesa decorada por interioristas de primerísimo nivel como Renzo Mongiardino o Mica Ertegün. Mientras litigaba con American Express, Edmond Safra pasaba varios meses al año en esta mansión ribereña de fantasía, contratando a los mejores chefs del mundo y organizando fiestas multitudinarias que el escritor y editor de moda John Fairchild, que asistió a alguna de ellos, describió como “la más obscena exhibición de consumismo decadente que pueda imaginarse”.
Fiel a sus neurosis, Edmond se rodeó de un pequeño ejército de guardaespaldas entrenados por el Mosad israelí que muy rara vez se separaban de él. Tantas precauciones no pudieron impedir, sin embargo, que el banquero falleciese en diciembre de 1999 en circunstancias muy sospechosas, víctima junto a su enfermera Viviana Torres de un incendio intencionado en una de sus mansiones, situada en Montecarlo. Otra de sus guardaespaldas y enfermeros, el estadounidense (y antiguo boina verde) Ted Maher, fue acusado de iniciar el incendio y condenado a diez años de cárcel, pero eso no fue obstáculo para que se especulase largamente sobre una posible implicación de la mafia rusa o incluso de su viuda, de la que por entonces estaba a punto de separarse.
Tras la muerte de Edmond, los Safra volvieron a convertirse en millonarios de perfil bajo, muy volcados en la actividad filantrópica de su fundación, especialmente activa en Brasil y en Israel. Joseph compró a su hermano Moise la parte de la empresa familiar que aún no controlaba, recentralizó y racionalizó el emporio Safra y, por fin, tras fallecer a los 82 años enfermo de Parkinson, se lo legó, íntegro y saludable, a su esposa y sus cuatro hijos, de los cuales dos están implicados en la gestión de los negocios del grupo. La saga de los banqueros que empezaron financiando caravanas y acabaron poniéndose el mundo por montera continúa entrado ya el siglo XXI. Y, de nuevo, sin que la ostentación ponga una diana innecesaria sobre sus espaldas.
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