Los feligreses de Romney
Los mormones de Belmont (Massachusetts) recuerdan al candidato republicano en su etapa de obispo profundamente estricto
Antes que gobernador y candidato a la presidencia, Willard Mitt Romney fue y es mormón. Su identidad religiosa ha marcado su vida y ha condicionado su carrera. Fue misionero de su fe en Francia durante sus años jóvenes. Entre 1981 y 1986 fue obispo de una congregación en Belmont (Massachusetts, EE UU). Posteriormente, hasta 1994, ascendió en los rangos eclesiásticos para liderar espiritualmente a una docena de congregaciones, con 4.000 fieles, en la región. EL PAÍS se ha trasladado a Belmont (Massachusetts) para conocer las peculiaridades que han rodeado la vida del obispo candidato republicano.
En su iglesia, la mayoría de feligreses que le asistieron en sus labores recuerdan a un pastor entregado y profundamente devoto, aunque algunas mujeres feministas no comparten esa noción. Recuerdan a alguien que imponía la doctrina mormona, aun por encima del sufrimiento personal.
Ser mormón en Estados Unidos no siempre ha sido fácil. Tres años después de ser elegido obispo, líder de 300 fieles, Romney lo descubrió por sí mismo. Mientras se hallaba de vacaciones en Cape Cod recibió una llamada. “La capilla se está quemando”, le dijeron. Alguien le había prendido fuego al nuevo centro de reuniones. El obispo había sufrido numerosas presiones para no edificar en Belmont. Los vecinos recelaban de los mormones y temían que su sola presencia arruinara el valor de las propiedades. El gobierno local se había resistido a concederles el permiso para un aparcamiento. Finalmente llegó la hoguera.
No todo son parabienes. Varias mujeres se quejaron de su inflexibilidad y de trato supuestamente denigrante
“Entonces se planteó el problema de dónde nos reuniríamos”, recuerda Gran Bennett, consejero de Romney en el obispado. “Hubo grandes muestras de apoyo de otros líderes religiosos. Católicos, protestantes y judíos nos invitaron a utilizar sus templos. Hubiera sido fácil aceptar solo una de las invitaciones y acudir a ese templo mientras se reconstruyera la capilla. Mitt, sin embargo, insistió en que aceptáramos varias de las invitaciones y en que fuéramos rotando de un templo a otro. Lo vio como un deber, para darnos a conocer”. La congregación, finalmente, se reunió en cuatro lugares distintos durante nueve meses.
La intención de Romney era mostrar gratitud, pero también quebrar las reticencias de otras religiones, para mostrar que la fe mormona era como cualquier otra. Eran momentos de gran tensión social. El feminismo luchaba por la igualdad de género. El aborto había sido legalizado en EE UU una década antes. La epidemia del sida y el movimiento de liberación gay se abrían paso. A los afroamericanos solo se les había permitido acceder al sacerdocio en la Iglesia mormona en 1978. Romney dijo que cuando oyó esa noticia, mientras conducía, se le saltaron las lágrimas de alegría.
Ser mormón no implica simplemente ir a misa semanalmente y aceptar unos dogmas. Es un estilo de vida que da una absoluta prioridad a la familia y ayudar al prójimo abnegadamente. Hay 14 millones de mormones en todo el mundo, y casi la mitad habita en EE UU. Como tributo, los fieles deben dar un 10% de sus ingresos a la Iglesia. Todos los hombres son ordenados sacerdotes. No se les exige celibato. Y no se paga a un clero que es una legión de voluntarios. “La obligación de Romney como obispo era asegurarse de que los servicios se organizaban correctamente y que los fieles tenían todo lo necesario para vivir y no estaban solos en un momento de crisis”, explica Scott Gordon, presidente de FAIR, organización de defensa mormona.
Así, cuando Romney comenzaba su carrera como presidente de Bain Capital, una lucrativa empresa de inversiones, dedicaba hasta 30 horas semanales, de forma gratuita, a sus fieles. Las historias que se cuentan en esta diócesis coinciden unánimemente, como un coro, en el retrato de un obispo totalmente entregado. Bennett, su consejero, se cayó de una escalera en su casa mientras trataba de quitar un avispero en una ventana. Se rompió el pie. Romney acudió, sin avisar, a quitar el nido de avispas él mismo. A los enfermos les llevaba comida. Cuando había un fuego, acudía a rescatar los enseres que pudiera salvar. Parecía capaz de todo, sin pedir nada a cambio.
“No es que Mitt hiciera cosas que no se esperaban de él. Es que cumplía con el papel de obispo. El mormonismo es una religión extraordinariamente bien organizada, muy eficiente, en que unos cuidamos de los otros”, explica Phil Barlow, que también asistió a Romney en su labor de obispo. “Y si ahora, como candidato, Mitt no habla públicamente de esas labores de ayuda es porque considera que era su obligación como obispo”. Romney nunca alardea de esas pequeñas gestas, que ahora le podrían ser muy beneficiosas.
Como obispo, y posteriormente líder en la diócesis regional, Romney tuvo que enfrentarse también a desafíos pastorales. Su congregación era una de las más progresistas dentro de su Iglesia. Entre los fieles había mujeres frustradas por el hecho de que no se les concediera un mayor papel dentro de la Iglesia. Unas 250 de ellas se reunieron con Romney en la capilla de Belmont, en 1993, y él escuchó sus requerimientos. “Había peticiones que él no podía atender por ser cuestiones en las que no tenía autoridad. Romney no podía hacer, por ejemplo, que las mujeres fueran ordenadas sacerdotes”, recuerda Bennett, su consejero. “Pero se anotó otras peticiones, como que las mujeres lideraran el rezo en reuniones de fieles. Cuando Romney abandonó su puesto, había cumplido la inmensa mayoría de esas peticiones”, añade.
No todos tienen, sin embargo, un recuerdo tan positivo de Romney como líder en su Iglesia. Varias mujeres se quejaron de su inflexibilidad y de trato supuestamente denigrante. A una madre soltera le aconsejó que diera a su hijo en adopción. Otra mujer recuerda que le pidió que no abortara, aunque sus médicos le habían dicho que podía morir en el parto. La Iglesia mormona acepta el aborto en caso de incesto, violación y riesgo para la vida de la madre.
Carolyn Caci, de 81 años, ni quiere oír hablar de él. Hace tres décadas, divorciada y con cinco hijos, se unió a esta congregación. Una de las tareas del obispo era reunirse con los fieles para determinar si cumplen con los requisitos necesarios para poder entrar en lo que estos fieles llaman templo, y que equivaldría a una catedral. Hay solo unos 140 templos mormones en el mundo. A Caci, Romney le recordó la oposición de la Iglesia al divorcio y al sexo fuera del matrimonio. “Me enfadé muchísimo”, recuerda. “¿Quién se creía que era para tratarme con esa condescendencia?, ¿qué tenía que ver eso con mi vida espiritual?”.
Caci abandonó la Iglesia. Su caso fue, en realidad, una excepción. En los tres últimos años en que Romney fue líder regional de su Iglesia, entre 1991 y 1994, bautizó al menos a 1.600 nuevos fieles. Tan bien fue que se abrió la vía a la construcción de un nuevo templo, que se consagraría en 2000 y donde ahora Romney puede acudir como un devoto feligrés más, cuando se halla de descanso en su residencia de Belmont.
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