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Intervenir o no intervenir

Las sospechas de que Francia estuvo implicada en el genocidio de Ruanda abren el debate sobre la injerencia de potencias extranjeras en otros países

Refugiados ruandeses regresan a su país en 1996 desde Zaire (actual 
 República Democrática del Congo).
Refugiados ruandeses regresan a su país en 1996 desde Zaire (actual República Democrática del Congo). Peter Andrews (Reuters)

¿Qué papel jugó Francia en el genocidio ruandés? ¿Fueron sus complicidades peores de lo que hasta hoy conocíamos? El periodista Patrick de Saint-Exupéry ha desvelado —en un artículo publicado en la revista XXI— que Francia no solo fue responsable de armar y apoyar al Ejército ruandés antes de las matanzas, sino que el secretario general del Elíseo, Hubert Védrine, dio personalmente la orden de rearmar a los soldados y milicianos hutus —autores del genocidio— para que se lanzaran contra los guerrilleros tutsi que les estaban obligando a retirarse del país a través de las fronteras de Tanzania y de la República Democrática del Congo (entonces Zaire), mezclados entre una población de más de un millón de hutus que huían como refugiados, entre los cuales se encontraban los principales cabecillas del genocidio.

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Esta orden del Elíseo la habrían recibido los oficiales del Ejército francés precisamente cuando, bajo el nombre de Operación Turquesa, París decidió finalmente intervenir en Ruanda con la misión de interponerse entre los guerrilleros del Frente Patriótico Ruandés, tutsi, y las Fuerzas Armadas Ruandesas que huían en espantada.

La Operación Turquesa —concebida como intervención humanitaria, avalada por Naciones Unidas— llegó, sin embargo, tarde, tres meses después de que empezase la orgía de sangre, y cuando había más de 800.000 muertos —fueron asesinados a mano, con machetes y martillos, sin apenas disparar una bala—, con el objetivo explícito, urdido desde el Estado y alentado por la Radio Mil Colinas, de eliminar de la faz de la tierra a todos los tutsis y a aquellos hutus que se resistieran al genocidio.

¿Tiene pruebas el periodista Saint-Exupéry sobre la existencia de esa orden emitida desde el Elíseo, cuya existencia cita en su artículo? Sólo dispone, ha explicado, de un testigo que tuvo acceso a los documentos secretos, todavía sin desclasificar. Pese a ello, Saint-Exupéry ha decidido lanzarse a la piscina y publicar esta grave acusación que, en su opinión, deberá acelerar la apertura de los archivos clasificados sobre la guerra y el genocidio en Ruanda. Y éste es, precisamente, el reto que el periodista plantea al presidente Emmanuel Macron: desafiarle a que se comprometa en hacer público el papel que tuvo Francia en aquella tragedia y cumplir el anuncio que hizo François Hollande, quien prometió —e incumplió— que todos los archivos ruandeses serían desclasificados durante su mandato.

¿Sirvió el bombardeo de la OTAN sobre Serbia para frenar las muertes en Kosovo y terminar con diez años de guerra en la antigua Yugoslavia?

Sea como sea, además del necesario debate sobre la memoria —que en el caso de genocidio es un debate todavía más difícil que en el de una guerra, pues hay que devolver la voz y la palabra a los que han sido silenciados—, esta nueva información plantea una vez más el sentido y la oportunidad de una intervención armada por parte de una potencia extranjera en un tercer país, y si las buenas intenciones que suelen justificar oficialmente este tipo de intervenciones llamadas humanitarias se corresponden con la realidad, o son más bien una fachada propagandística que tapa razones ocultas nada desinteresadas.

¿Es mejor intervenir o no intervenir? ¿Cuándo hay que hacerlo? ¿Por qué se tardó tanto en ir a Ruanda? ¿Tiene que ver aquel retraso, también la incomprensible y vergonzosa huida de las fuerzas de la misión de paz de la ONU que estaban sobre el terreno y podían haber frustrado el genocidio, con el fracaso en Somalia de la Operación Devolver la Esperanza? ¿De que ha servido la intervención francesa en Malí? ¿Y en la República Centroafricana? ¿Han desencadenado las guerras en Afganistán e Irak mayores desastres de los que se nos dijo que se quería evitar? ¿Sirvió realmente el bombardeo de la OTAN sobre Serbia para frenar un genocidio en Kosovo y terminar de golpe con casi 10 años de guerra en la antigua Yugoslavia? ¿No es la peor emergencia humana la barbarie que está ocurriendo en Siria donde las cuestiones humanitarias están fuera de la agenda de las grandes potencias?

De vuelta al continente africano, quizás la respuesta más veraz y sincera sobre estas llamadas guerras humanitarias fue la que dio el entonces presidente Bill Clinton en Somalia, cuando en el mes de marzo de 1993 decidió retirar las tropas y advirtió que EE UU nunca más intervendría en una guerra donde no tuviera intereses propios.

El escritor camerunés Yann Gwet opina que la política —y una intervención armada es un hecho político—, depende más de un sistema que de un ideal. En África, opina —y esta apreciación podría extenderse al resto de los conflictos contemporáneos—, el sistema está construido por un entramado de lobistas, expertos, espías, intereses comerciales, empresas, diplomáticos. Una red oculta, desdibujada y oscura que se sobrepone y guía la voluntad de los gobernantes, y que en Francia se conoce por el nombre de la Françafrique.

Yann Gwet, a propósito de Ruanda, cuenta una historia muy instructiva: cuando en abril pasado se conmemoró en Kigali el 23º aniversario del genocidio, entre los participantes acudió el francés Stéphane Audouin, autor del libro Une initiation. Rwanda (1994-2016). Audouin tenía 40 años en 1994. Explicó a los presentes que nada sabía entonces del porqué de aquellas masacres y atribuyó su ignorancia a un “racismo inconsciente”. Este “racismo inconsciente”, opina Gwet, es el que permite articular el verdadero tríptico que activa nuestra posición “humanitaria”: negocios, lucha contra el terrorismo y ayuda al desarrollo como herramienta al servicio de los dos primeros. Ninguna de las tres actividades tiene que ver con el humanitarismo, que sólo debería definirse como una acción generosa y comprometida, a favor de los necesitados, más allá de cualquier interés propio.

Durante la presidencia de Hollande ha habido dos intervenciones francesas en África muy destacables: la primera en Malí, donde se argumentó que si no se intervenía el país caería en manos de los islamistas radicales. La segunda, en la República Centroafricana, donde se temía un genocidio y las tropas francesas llegaron para interponerse en las masacres. ¿Cuál ha sido el coste de estas intervenciones para estos países? ¿Iban dirigidas a proteger a la población o se trataba de salvar intereses propios, incluida la lucha contra el terrorismo global? ¿Por qué hoy se ha dejado a estos países a su suerte y sólo nos ocupa la inestabilidad que puede repercutir en nuestra seguridad? En este necesario debate, no está claro si nuestra personalidad humanitaria sobresaldría por encima de la más oscura.

Quizás la historia de un camello de Tombuctú en la marmita sirva como un cuento moral mientras tratamos de pensar sobre estos asuntos: el 2 de febrero de 2013, Hollande acudió a esa ciudad de Malí, recién liberada de manos de los radicales. La población le recibió exultante. Las autoridades, agradecidas, le regalaron una cría de camello. El presidente francés bromea ante las cámaras: siempre que pueda, dice, lo utilizaré como medio de transporte. Pero el camello no llega al Eliseo y los diplomáticos franceses sobre el terreno deciden regalarlo a una familia tuareg. Un día de marzo, el titular de Defensa, Jean-Yves le Drian, anuncia la mala noticia al Consejo de Ministros: la familia tuareg se ha comido el camello.

Bru Rovira ha cubierto numerosos conflictos y crisis humanitarias en África. Es autor de ‘El mapa de nuestras vidas’.

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