Linda Thomas-Greenfield, la embajadora que sufrió doble discriminación
La representante de EE UU en la ONU es una veterana diplomática que experimentó la segregación racial en su juventud y la discriminación en sus destinos africanos
Cuando Linda Thomas-Greenfield (Baker, Luisiana, 68 años) entró en la carrera diplomática, en 1982, quedaban años para que en el servicio exterior de EE UU fuera habitual la presencia de mujeres y de afroamericanos. Ella, que poco después se haría cargo de su dirección general, con supervisión directa sobre sus 70.000 integrantes, rompió dos barreras a la vez, como mujer y como negra, originaria además de un pueblo humilde del sur racista, en las antípodas de una profesión con tanto pedigrí como la diplomática. Por eso no deja de alentar a los estudiantes negros a engrosar las filas del servic...
Cuando Linda Thomas-Greenfield (Baker, Luisiana, 68 años) entró en la carrera diplomática, en 1982, quedaban años para que en el servicio exterior de EE UU fuera habitual la presencia de mujeres y de afroamericanos. Ella, que poco después se haría cargo de su dirección general, con supervisión directa sobre sus 70.000 integrantes, rompió dos barreras a la vez, como mujer y como negra, originaria además de un pueblo humilde del sur racista, en las antípodas de una profesión con tanto pedigrí como la diplomática. Por eso no deja de alentar a los estudiantes negros a engrosar las filas del servicio exterior, a veces hasta el punto de meterse en problemas, como el que protagonizó en 2019 al dar una charla a universitarios de color en Savannah, en el Estado sureño de Georgia, cuando trabajaba para una consultora privada.
La disertación no habría pasado a la historia –ni a manos de sus detractores políticos como munición– si el lugar no hubiese sido el Instituto Confucio, financiado por el Gobierno chino en el campus, mayoritariamente negro, de la Universidad Estatal de Savannah. El instituto ha cerrado, pero el eco de la charla no ha dejado de resonar, sobre todo porque en ella minimizó la penetración china en África.
En la reciente sesión de confirmación ante el Comité de Exteriores del Senado –el puesto de embajadora ante la ONU no es ministerial, pero debe seguir el trámite–, a Thomas-Greenfield le sacaron los colores con esa disertación, de la que aseguró que había sido un error mientras prometía firmeza ante Pekín. “China es un adversario estratégico y sus acciones amenazan nuestra seguridad y nuestro modo de vida. China es una amenaza global, una fuerza maligna”, recalcó para tranquilizar a los críticos. Thomas-Greenfield fue finalmente confirmada por el Senado este martes, con una holgada mayoría.
El desliz de Savannah no empaña una carrera sólida, devota de África, en varios de cuyos países, como Kenia y Liberia, ha sido embajadora, y con incursiones en Washington, como responsable del servicio exterior o número dos de la Secretaría de Estado para Asuntos Africanos. Pero los logros del currículum palidecen ante la historia de la joven hecha a sí misma a quien, en plena lucha por los derechos civiles en el sur segregacionista, le negaron la entrada al instituto de su pueblo. Fue el primer miembro de su familia que terminó la secundaria, aún segregada en 1970, y uno de los pocos que dejaron atrás Baker en busca de horizontes. Lo hizo para estudiar en la Universidad Estatal de Luisiana, y luego en la de Wisconsin en Madison, donde una beca de un año para Liberia la convenció del atractivo de la diplomacia.
África se había cruzado en su camino mucho antes, por casualidad. A principios de los sesenta, la Peace Corps, una agencia federal que promueve el voluntariado “en aras de la paz y la amistad mundial”, según rezan sus estatutos, abrió en Baker un centro para capacitar voluntarios con destino a Somalia y Suazilandia. Thomas-Greenfield ha declarado a menudo que la visión de aquellos seres exóticos, entre exploradores y misioneros, que además denunciaron la segregación en los comercios locales, la convenció de querer ser como ellos.
Sus destinos en África, el continente donde pasó una década entera, le deparaban retos mayúsculos. Tal vez el mayor fue su experiencia en Ruanda en el genocidio de 1994, cuando se desplazó al país desde Kenia, donde estaba destinada, para evaluar la situación de los refugiados. El avión del presidente Juvenal Habyarimana acababa de ser derribado y ella, en un confuso incidente, fue retenida a punta de pistola tras ser tomada por tutsi, el grupo étnico que puso la mayoría de los muertos en la carnicería. Salió bien parada, pero la mezcla de cansancio, desgaste profesional y el racismo experimentado en carne propia –aun siendo embajadora– la animaron a volver a Washington. “Creo que la razón por la que me confundieron con una ruandesa es porque otros países, incluidos muchos africanos, no esperan que una diplomática estadounidense sea negra”, declaró hace años a The Washington Post.
Aterrizó en la Administración de Barack Obama con las ideas claras (“no ir corriendo de una crisis a otra, sino pensar estratégicamente… qué ingenua”, dijo al diario) pero la realpolitik se impuso, como siempre, y los periódicos estallidos del mundo –como la crisis del ébola, que le tocó de lleno– obligaron a Thomas-Greenfield a resolver, más que a pensar. Nadie mejor entrenado para esa torre de Babel a menudo a la gresca que es la ONU, ni para demostrar que EE UU está de regreso en la escena internacional… aunque el fantasma de China, y su derecho de veto, la persiga.