Los rusos en Ucrania, atrapados entre el estigma y el miedo
Denis procede de Rusia y está casado con una ucrania. Refugiado en Lviv, teme ser detenido y espera una oportunidad para cruzar la frontera
Denis es un ruso en Ucrania. Fuma un cigarrillo tras otro, no se mueve más allá de la manzana de la ciudad de Lviv, donde él y su mujer, Julia, tienen alquilado un apartamento. Llegaron a la capital del oeste ucranio, de 721.000 habitantes, procedentes de Odesa, puerto emblema del mar Negro, bajo la amenaza de las tropas y de la flota rusa. Denis, que prefiere no desvelar su apellido por seguridad, es un manojo de nervios. Sus gestos delatan miedo. Está casado con una ucrania y espera que eso le sirva para evitar problemas. No conoce a ningún otro ruso que desde Ucrania haya intentado cruzar la frontera hacia la Unión Europea. Sabe que cualquier control de pasaportes puede acabar en una detención.
Antes del conflicto de 2014 en el Donbás, en Ucrania vivían tres millones de ciudadanos rusos, según la oficina de prensa del Gobierno ucranio en Lviv. Estos son los últimos datos disponibles, aunque las autoridades confirman que tras aquella contienda, la gran mayoría se trasladaron a Rusia o al territorio ucranio que pasó a controlar Moscú. Ahora, muchos han optado por volver a su país o a las zonas controladas por separatistas rusos, pero Denis ha tomado el camino contrario.
Denis tiene 30 años y es ciudadano de la potencia enemiga que ha invadido el país en el que reside. El próximo domingo cumple 31. “El peor cumpleaños de mi vida, y sin alcohol”, dice en un intento de quitar hierro a la trágica situación —en Ucrania está prohibida la venta de alcohol desde que se declaró la guerra—. Las autoridades ucranias han bloqueado las cuentas bancarias de los rusos empadronados en su territorio. Él depende de los ingresos de Julia, de 27 años. Juntos vivían en Odesa, aunque ella procede de Donetsk, en el Donbás. La guerra calentaba motores y no lo dudaron: abandonaron su hogar, todas sus pertenencias y se desplazaron a Lviv, con la esperanza de llegar a la vecina Polonia. La multinacional alemana que le emplea como programador informático le ha garantizado un apartamento en Colonia (Alemania) y un trabajo en la sede central. Ahora solo les queda lo más difícil: cruzar la frontera.
Este informático ha evitado volver a Rusia “por una cuestión de principios, por una cuestión moral”. “Soy ruso y sé de lo que es capaz Vladímir Putin”, explica. Julia lo confirma: “Es que ni nos planteamos ir a Rusia. No quiero volver a pisarla. Rusia destrozó mi ciudad en 2014″, dice en alusión al choque militar de las fuerzas rusas y los separatistas del Donbás contra las autoridades ucranias. El pasado febrero, Rusia reconoció la independencia de las dos autodenominadas repúblicas populares de Donetsk y Lugansk “para convertirse en una colonia rusa”, asegura Julia. Por ser de Donetsk, ahora ella podría recibir la nacionalidad rusa, pero jura que nunca lo aceptaría: es ucrania.
No hay ninguna ley que restrinja explícitamente el movimiento de rusos con residencia en Ucrania. Denis tiene la residencia permanente porque desde hace tres años estaba empleado en Odesa por una firma alemana. Pero el pasado viernes la ley marcial entró en vigor y ahora las fuerzas de seguridad y unidades militares pueden detener a quien consideren una amenaza. La ley marcial prevalece sobre derechos como la voluntad de alguien de salir de Ucrania, y más si se trata de un ciudadano ruso. Denis admite que su presencia llamaría todavía más la atención en la frontera, por la que solo salen mujeres y niños: los hombres ucranios entre 18 y 60 años están movilizados y no pueden abandonar el país.
Salarios más elevados
Julia y Denis se conocieron en Moscú en 2017, trabajaban en la misma empresa de programación informática. Ella es hija de un minero y él, de un conductor de camiones de un pequeño municipio al norte de Moscú. Optaron por trasladarse a Ucrania porque allí, explican, los salarios son más elevados gracias a que las empresas tecnológicas solo tributan un 5% en el impuesto de sociedades. Habían ahorrado y pensaban en comprar un piso en el casco antiguo de Odesa, pero su vida y la de Europa dio un vuelco hace una semana con el inicio de las hostilidades. “Mi futuro es negro, no solo porque me podrían detener por la calle en cualquier momento”, explica Denis, “sino porque en Europa y en medio mundo, mi pasaporte será un estigma. Hayas votado por Putin o no, si eres ruso, estás con la mierda hasta el cuello”.
La entrevista con EL PAÍS se celebra en un apartamento de Lviv por la precaución del matrimonio a hablar abiertamente en una cafetería o en un lugar público. La confianza da pie a un momento de discusión. “Por esta cuestión nos peleamos con frecuencia”, admite él. ¿Qué apoyo tiene Putin entre la población ucrania culturalmente próxima a Rusia? Julia cree que es minoritario: “En Donetsk, hasta 2014, nadie se sentía ruso, éramos ucranios”. Denis, en cambio, le recuerda los amigos que tiene en el Donbás y en Crimea defensores de las tesis nacionalistas del autócrata ruso. Ella concede a su marido que la propaganda de los medios controlados por el Kremlin ha sido determinante para moldear opiniones: “Han sido 20 años, desde que llegó Putin al poder, 24 horas al día, siete días a la semana, repitiendo que Rusia estaba amenazada”.
“Lo que está en juego es la democracia. Porque Ucrania es una democracia”, subraya Julia: “En Ucrania tienes televisiones prorrusas que no han cerrado. Y si un periodista quiere escribir que el presidente es un imbécil puede hacerlo. En Rusia, esto no es así”. Durante la entrevista suenan dos veces las alarmas de aviso de un posible ataque aéreo ruso. Denis las oye, hace una mueca y deja ir un suspiro de ansiedad. El deseo que tiene para su 31 aniversario es que Putin cese la violencia, pero duda que eso suceda, ni esta semana ni en un futuro próximo. Está decidido a jugársela para llegar a Eslovaquia o a Polonia, aferrándose a la idea de que estar casado con una ucrania será su mejor salvoconducto.
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