Muerte y soledad en Irpin, la ciudad que frenó el avance ruso
Los pocos habitantes que permanecen en la localidad más próxima a Kiev arrebatada a Moscú por las fuerzas ucranias desconfían de la calma actual y temen una nueva ofensiva de Putin
Dos maderas unidas por una cinta de plástico en forma de cruz hundida en un túmulo marcan el punto en el que está enterrada de forma improvisada María Sharapova. En medio de un parque. Un apacible jardín diseñado para el disfrute de los ciudadanos se ha convertido por culpa de la guerra en el cementerio de esta mujer nacida el 4 de febrero de 1939. María murió el pasado 6 de marzo de un bombazo. Solo el ladrido de varios perros quejosos bajo la lluvia rompen el silencio del lugar a mediodía del sábado. Ya no hay combates en Irpin.
Esta localidad se ha convertido en todo un símbolo por s...
Dos maderas unidas por una cinta de plástico en forma de cruz hundida en un túmulo marcan el punto en el que está enterrada de forma improvisada María Sharapova. En medio de un parque. Un apacible jardín diseñado para el disfrute de los ciudadanos se ha convertido por culpa de la guerra en el cementerio de esta mujer nacida el 4 de febrero de 1939. María murió el pasado 6 de marzo de un bombazo. Solo el ladrido de varios perros quejosos bajo la lluvia rompen el silencio del lugar a mediodía del sábado. Ya no hay combates en Irpin.
Esta localidad se ha convertido en todo un símbolo por ser el lugar en el que han sido frenados los militares rusos en su intento de tomar a sangre y fuego la capital de Ucrania. De los 60.000 habitantes que tenía antes de que el 24 de febrero empezara la guerra, fuentes próximas al Ayuntamiento calculan que solo queda el 3%. El resto ha huido. Las autoridades locales anunciaron el lunes que habían retomado el control de Irpin, aunque hasta el viernes los combates no cesaron. Según fuentes municipales, unos 300 civiles se han dejado la vida en estas calles en las que todavía hay cadáveres sin recoger, como ha comprobado EL PAÍS. El Gobierno ucranio confirmó este sábado que, además de Irpin, han recuperado el mando de toda la provincia de Kiev y localidades claves de su alrededor, como Bucha y Hostomel.
Un proyectil explotó a unos metros del lugar en el que se hallaba María Sharapova en el parque. Alrededor de las barbacoas, los bancos y las mesas se ven los impactos de los proyectiles. Árboles de una quincena de metros de altura, algunos con casetillas de madera para los pájaros, aparecen tumbados de cuajo por los bombazos. El suelo está regado de ramas. Y en medio de ese paisaje urbano herido, la tumba de la anciana junto a uno de los siniestros impactos en el terreno. El cuerpo de la mujer permaneció varios días en el sitio, cuenta un testigo, hasta que un grupo de militares ucranios se encargaron de darle sepultura en el mismo lugar en el que murió.
El silencio y la soledad reinan en las calles de Irpin. El esqueleto calcinado de un tanque ruso hace de barrera al llegar por la carreterilla que trae desde Stoyanka, que en los últimos metros está jalonada por viviendas y coches bombardeados. En algunos se lee en ucranio la palabra “niños” escrita en carteles pegados en los cristales. Esa vía es la mejor opción, pues el puente principal fue dinamitado para frenar a los rusos. Los vehículos están obligados a subirse por la acera y esquivar el amasijo de hierros negros entre los que asoman todavía restos de uniformes, botas y gafas de los soldados que ocupaban el carro de combate. Alrededor trabajan militares por el arcén y las zonas arboladas a la caza de minas, balas y proyectiles que trasladan a un camión. Otros retiran los restos de armamento del tanque desmembrado.
Tras los militares, el primer comité de bienvenida lo integran gatos y perros callejeros. Unos se encaraman por entre los muros de las casas, rozando con la cola la carbonilla que envuelve muchos de los edificios. Los otros se acercan al primer humano al que ven en busca de calor y compañía. Los ladridos se escuchan de manera constante, como el crujir de los cristales bajo las botas al caminar por la calle. Sobre el asfalto brillan también los casquillos. Los cables de la luz arrastran a ras de suelo. Cruzarse con alguno de los escasísimos vecinos significa acercarse, saludar, preguntar, sonreír… El dolor, la soledad y la crudeza de las circunstancias estrechan vínculos entre desconocidos, aunque el que aparezca sea un extranjero con cámara de fotos que visita por vez primera esta ciudad en la que se alternan los bloques con las casas bajas sin un orden establecido.
“Cocino en mi balcón”, explica Valery, un jubilado que va de camino a recargar su teléfono en el hospital. Lleva sin moverse de Irpin más de un mes “con cañonazos constantes de día y de noche” sin calefacción, agua ni electricidad. “Tenemos velas, linternas y el agua del pozo de un vecino”, añade. “El 23 de febrero fue mi cumpleaños. Lo celebramos con mi familia, hijos y nietos. Y en la mañana del 24 comenzó la guerra. Los niños fueron donde pudieron, pero yo no puedo irme”.
Tampoco la escuela número dos se libró de las bombas. Una en el tejado. Dos en los muros. Una clase queda al descubierto entre los ladrillos. La metralla llegó hasta el césped artificial de los campos de fútbol sala. Tres placas en la entrada principal recuerdan que tres antiguos alumnos perdieron la vida como héroes en el frente de batalla. Dos, en los años ochenta en la guerra de Afganistán integrando el Ejército de la URSS. El otro, en 2016, combatiendo a los milicianos prorrusos en la región de Donbás, en el este de Ucrania.
No hay placa ni cruz en memoria de Sasha, el vecino del séptimo del edificio de enfrente. Murió víctima de las heridas causadas por la metralla el 4 de marzo. Diez días después, en cuanto pudieron, varios hombres lo enterraron en el patio del colegio. Lo cuenta Serguéi, uno de los que cavó la fosa, que trabaja como albañil en el centro educativo. La tumba es una pequeña montañita de tierra mojada por la lluvia que un chucho se acerca a olisquear.
El sitio más concurrido de una visita de varias horas a Irpin es el acceso al sótano del hospital, un edificio desierto. Es el lugar que sirvió —y sigue sirviendo— para que los vecinos que logran llegar hasta este refugio puedan cargar sus teléfonos móviles y linternas. El maná eléctrico surge de varios enchufes conectados a un generador y unas baterías de coche. Poco antes del mediodía, una veintena de personas hacen cola ordenadamente.
Entre ellos está Valery, el jubilado, que reparte culpas al ser preguntado por las causas de la guerra. “A mi edad, creo que cualquier guerra se debe al mal trabajo de los políticos, el Gobierno y los diplomáticos. Es su culpa. Se puede culpar a Putin, pero también está el presidente de Ucrania, el Gobierno, el Parlamento. Deben trabajar sabiamente y tener en cuenta los intereses de todos los Estados vecinos”, comenta.
El clima es relajado en la cola, porque los que esperan ya no tienen que arriesgar su vida entre las bombas. La falta de agua hace mella en la higiene de algunos de los presentes. En cuanto abren, descienden escaleras abajo y se adentran por un pasillo a oscuras. Dos voluntarios, Yuri y Lara, cuentan que también logran repartir algo de comida a los que acuden. Algunos como Vasyl, un médico sexagenario que sirvió como militar en la guerra de Afganistán, se llevan en una bolsa sopa precocinada, queso en lonchas y alguna conserva tras recargar su móvil.
Vasyl, que ayuda estos días a atender a sus vecinos con lo poco de lo que dispone, se muestra muy crítico por la “cobardía” de Europa y la OTAN tras haber dejado sola a Ucrania porque tienen “miedo de Rusia”. Pide más “presión” sobre el presidente ruso, Vladímir Putin, porque, entiende, con las sanciones económicas “es difícil detener al violador”. “Todo el mundo debe comprender que Rusia ha atacado a un Estado democrático”, zanja. En algunas casas se ve a propietarios que han acudido a recoger algunas pertenencias. Las cargan en el coche antes de volver a dejar Irpin atrás. No se fían de la tensa calma que impera.
Los rusos se plantaron muy rápido en Irpin, apenas a cinco kilómetros de las primeras calles de Kiev, pocos días después de invadir Ucrania en la madrugada del pasado 24 de febrero. Ante la inminencia del asalto, las propias tropas ucranias volaron el puente por el que se sale hacia Kiev. Impidieron así el avance hacia el que era el principal objetivo estratégico militar y político de Putin. La derrota se ha ido forjando día tras día hasta que hace una semana los últimos militares del Kremlin salieron de Irpin. Las autoridades locales anunciaron el pasado lunes que habían retomado el control del enclave estratégico. Pero esta zona del noreste de la capital sigue siendo escenario de combates. De hecho, la vecina Bucha aún no está bajo control ucranio, pese a que las fuerzas de Kiev siguen ganando terreno y alejando el peligro del entorno físico del Gobierno que preside Volodímir Zelenski.
“El riesgo es del 100%. Van a llevar a cabo un ataque químico, biológico o nuclear. Dejemos que estas criaturas (los rusos) mueran en nuestras tierras, dejemos que acaben como fertilizante de nuestros campos”, pregona airado Oleksander, de 50 años, al pasar por el parque delante de la tumba de María Sharapova. Sin un discurso tan incendiario, los poquísimos vecinos que han vivido estas semanas de combates dentro de la localidad no las tienen todas consigo cuando son preguntados sobre el control de Irpin.
“Parece que pueden regresar todavía”, apunta Tatiana, de 66 años, en el sótano del hospital. Vive con su marido y estos días cocinan con leña y fuego. Ha venido a cargar el teléfono y así poder comunicarse con su hija, que está en otra región de Ucrania, y su hijo, que vive en Letonia. Aspira a poder pasar la Semana Santa junto a sus nietos. Otros coinciden con Tatiana y Oleksander en que, con su orgullo herido, Putin va a volver a intentarlo de nuevo. La guerra sigue su curso en Ucrania pese a que la batalla de Irpin se ha ganado. Mientras, no lejos del centro médico, el silencio de las armas permite escuchar el aleteo de un pájaro sobre un cadáver cubierto con una colorida manta en medio de la calle.
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