Penúltimos recuerdos de un balsero cubano
Julio César Capote decidió salir de la isla tras las protestas de julio de 2021; hace un año fue rescatado ante las costas de Florida después de días a la deriva tras huir de Cuba en una balsa precaria. Esta es su historia
Un sol de trece días macera el cuerpo a la deriva de Julio César Capote en las eternas aguas veraniegas de Fowey Rocks, zona baja de ociosos paseos en yates, fiestas privadas y buceo deportivo, ubicada a unas ocho millas de Cayo Vizcaíno, al sureste de Miami. A la una de la tarde del sábado 28 de agosto de 2021, muy cerca del faro decimonónico de Cape Florida, un navegante divisa en medio de aquella postal turística un suspiro débil que flota sin rumbo.
“Ya no tenía nada que hacer y dejé que el mar me llevara para donde quisiera”, dice Julio César, un muchacho que es apenas, en el momen...
Un sol de trece días macera el cuerpo a la deriva de Julio César Capote en las eternas aguas veraniegas de Fowey Rocks, zona baja de ociosos paseos en yates, fiestas privadas y buceo deportivo, ubicada a unas ocho millas de Cayo Vizcaíno, al sureste de Miami. A la una de la tarde del sábado 28 de agosto de 2021, muy cerca del faro decimonónico de Cape Florida, un navegante divisa en medio de aquella postal turística un suspiro débil que flota sin rumbo.
“Ya no tenía nada que hacer y dejé que el mar me llevara para donde quisiera”, dice Julio César, un muchacho que es apenas, en el momento de su rescate, la brasa intermitente donde se queman los despojos últimos de su juventud. El sol ha dejado de cocinarlo para empezárselo a comer. Lo ha vuelto alguien achacoso y decrépito y lo ha lanzado directamente, desde sus veintiún años, a la estación de la vejez, gastándole el resto de la vida, aquello cuyo ritmo natural es la erosión, en menos de dos semanas.
Hay llagas como cráteres en la carne seca y la espátula del salitre ha desgarrado su piel de pescador. La tormenta y las olas vapulearon la balsa de dos metros por uno, hecha de poliespuma, madera y un pedazo de aluminio. Los remos han ido a parar al fondo del Estrecho de la Florida, así como los otros tres compañeros que zarparon desde la playa Herradura, una hora y media al oeste de La Habana: su tío Chenli Yoan Capote y los hermanos Josué Gabriel y Karen Rojas, todos entre diecinueve y veintidós años.
Envuelto en un suéter deportivo de nailon, algo parece acorralarlo, a pesar de que no hay nada alrededor suyo, algo que solo él ve, quizá una bruma que se despeja, cuando le lanzan unas botellas de agua y unos pedazos de pollo. Mastica con la misma furia con la que ha sido hasta ahora masticado, y no puede decirse que, en el segundo del avistamiento, se trate completamente de una persona. Tiene la silueta de un santo, la difuminación de un fantasma, el azoro de un animal en peligro de extinción.
El navegante, propietario del yate Spread Out, llama de inmediato al Servicio de Guardafronteras estadounidense, un protocolo bien conocido al sur de la Florida. De lo contrario, algunos de estos rescatistas podrían verse implicados en un caso de tráfico humano. En el barco Robert Yered, un Sentinel class-cutter de 154 pies de largo, Julio César recibe los primeros auxilios. Aunque logran estabilizarlo en mar abierto con sueros de rehidratación, lo ingresan también en el Jackson Memorial Hospital de Miami.
“Una vez tocas tierra, tienes derecho a las leyes americanas”, dice el veterano abogado Willy Allen, la autoridad legal más consultada para asuntos migratorios dentro de la comunidad cubanoamericana del exilio. “Un miedo creíble en alta mar, aunque te lo aprueben, no garantiza tu entrada a Estados Unidos, te mandan para la base de Guantánamo y de ahí te buscan un tercer país, pero ahora él tiene derecho a solicitar y pelear un caso de asilo político frente a un juez de migración”.
La prensa de la comunidad afirma que su deteriorado estado físico le permite a Julio César pisar territorio gringo, pero Allen no encuentra ahí ninguna razón de peso. “Hubo un caso reciente donde murieron trece personas y rescataron doce, que fueron devueltos a Cuba”, dice. En el barco, Julio César explica de modo conciso por qué teme regresar a la isla. Los testimonios deben basarse preferiblemente en la discriminación por motivos raciales, religiosos o políticos.
Apenas un mes y medio antes, el domingo 11 de julio, decenas de miles de manifestantes a lo largo del país se lanzaron a las calles para reclamar sus derechos de un modo inédito. Nunca antes en la historia del castrismo la gente había volcado patrullas de policía, insultado al presidente en funciones, roto fotografías del líder supremo y rodeado en tono beligerante las sedes municipales del Partido Comunista. “A mi tío lo estaban obligando a golpear a las personas, ¿viste?, y él no cae en nada de eso. Me dijo que planeaba irse y yo le dije que iba con él hasta afuera, que lo apoyaba”, cuenta Julio César.
Después de pasar el Servicio Militar Obligatorio, Chenli Yoan permanece en el ejército y estudia la especialidad de Armamento en la Brigada de Artillería 3500, ubicada en la Loma del Esperón, municipio occidental de Caimito. Josué Gabriel Rojas, natural de Artemisa, es compañero suyo de carrera. Uno recluta a su sobrino y el otro a su hermana. «Los muchachos vinieron el viernes 13 temprano. El sábado le hicimos un almuerzo porque el lunes se iban para la unidad, pero ya desde el domingo no supimos nada de ellos», dice Yudeisi Capote, 38 años, madre de Julio César y hermana de Chenli Yoan.
Su casa queda en el caserío Finca San Juan, perteneciente al Consejo Popular Cabañas, municipio Mariel, en el noroeste de la isla. El techo es de fibrosen, el fogón eléctrico en una esquina de la cocina en penumbras, el fregadero improvisado, los platos de calamina ejemplarmente dispuestos, los vasos bocabajo en la meseta sin losas, la repisa desnuda, los colores amarillo y azul oscuro de las paredes, las sillas de hierro en la entrada de la sala, el mueble de la televisión cubierto por manteles bordados a mano, los gruesos marcos anémicos de las fotos familiares, la sombra permanente de la desolación.
Dividida en cuatro pedazos con paredes de bloque y madera, la vivienda fue parte de un albergue de macheteros donde ahora residen unas veinte familias. A comienzos de siglo la mayoría de los centrales azucareros del país fueron desmantelados durante una de las tantas ofensivas económicas del castrismo, y los poblados que articulaban su vida alrededor de la zafra cayeron en el sopor definitivo, testigos de un proceso de desmantelamiento técnico que, a medida que desarticulaba la industria histórica del país, los desarticulaba también a ellos.
Julio César crece ahí junto a su tío. Luego Chenli Yoan se muda a Las Mangas, un caserío ubicado más al suroeste, con nombre distinto, pero destino similar. Nada indica que todo no se trate a la larga del mismo sitio. Junto a Santo Tomás y El Martillo, San Juan es una de las zonas plenamente rurales de Cabañas. Su gente vive del trabajo agrícola y la ganadería menor. No hay telefonía fija y la atención primaria de salud queda a unos cinco kilómetros, en el consultorio de La Conchita. La electrificación es extremadamente precaria, aun cuando algunas casas poseen metro contador, y hay una sola bodega que, con el paso de los años, también se convirtió en vivienda, así como algunas viejas vaquerías.
Las carreteras y los caminos llenos de baches se anegan de agua en época de lluvia, que es buena parte del año, y ninguna ruta de transporte público conecta San Juan con Cabañas. Los niños tienen que trasladarse varios kilómetros para llegar a las escuelas, adaptarse desde temprano a las largas esperas y los tiempos muertos, lo que resiente la calidad de la educación recibida. La gente entra y sale de aquel paraje anónimo generalmente en transportes de tracción animal, pero entrar y salir de lugares así es siempre una misma actividad, hasta que un día, sin haberlo planeado demasiado, pero habiéndolo incubado desde siempre, escapas.
Antes de la madrugada del 15 de agosto, Julio César se gradúa de Obrero Calificado y obtiene un título de soldador en la escuela Manuel Nodarse. Practica boxeo durante dos años y solo en esa etapa abandona el cigarro, un vicio que lo acompaña desde sexto grado. “La primera vez que me subí al ring me dio mucho nervio y eso me gustó”, dice. Ahí lo agarra el Servicio Militar y luego consigue distintos trabajos en Herradura. Chapea los alrededores de una vaquería donde le pagan tres mil pesos. Limpia corrales de cerdos, vende tendederas de soga y pesca truchas y clarias en ríos y presas con escopetas caseras. Tiene una novia, Madeleine, que lo traiciona con otro chico en el poblado Quiebra Hacha.
Entre los cientos de miles de balseros cubanos que han intentado a lo largo de décadas cruzar el Estrecho de la Florida y, por supuesto, entre los miles que han muerto en la travesía, hay muchos de ellos cuyos motivos para lanzarse al agua cumplen la misma extraña condición de Julio César. No lo hacen por desespero, no lo hacen por hartazgo o cansancio, no lo hacen para realizar un sueño ineludible o liberarse de un poder político que los asfixia, ni tampoco porque nadie los esté esperando. Lo hacen por algo más terrible, porque sí, respondiendo a un embullo de útima hora, con la misma ligereza, buen ánimo y despreocupación de quien acepta beber un café en el puesto de la esquina o caminar un rato por el parque del pueblo. Nada los ata. Sin embargo, detrás de esa aparente falta de propósito, esa amarga atonía que te coloca en un lugar o en otro sin que cuestiones jamás qué haces ahí, se encuentran agazapadas todas las razones anteriores.
Hay una costumbre de la memoria social. Después de haber escuchado tantos relatos de balseros, en un rango que va desde la épica hasta la tragedia, pasando por el absurdo y lo hilarante, la travesía no resulta ya una excepción, ni una rareza, ni tampoco un riesgo o un desafío, sino que uno se inscribe como un número más en una ruta despersonalizada, en un trámite colectivo.
En el último año fiscal, desde la aventura de Julio César hasta hoy, casi 180.000 cubanos han llegado a Estados Unidos de manera irregular, la mayor parte de ellos por la frontera sur, vía Nicaragua. Se trata de la cifra más alta registrada desde el éxodo del Mariel en 1980, con 125.000 exiliados. De la misma manera, la guardia costera ha interceptado en el mar y repatriado en los últimos meses a más de cuatro mil balseros, sin contar las detenciones de la Patrulla Fronteriza, ni quienes han logrado pisar tierra o han sucumbido.
Los cuerpos jóvenes anestesiados por la pobreza crónica y la mentira política se apuntan frecuentemente a la ruleta del mar en embarcaciones que, más que embarcaciones, son sarcófagos. “Mi tío había comprado un motor, pero al final no apareció y nos fuimos así mismo”, dice Julio César. Por diez dólares le alquilan la balsa al Moro, un pescador de Herradura, aunque nadie, salvo ellos, sabe con qué propósito. “Yo conocí a los otros dos ese día, pero hicimos rápido una amistad tremenda, y nada, también todo lo que pasamos juntos después”. Salen cerca de las seis de la mañana, antes de que la noche se desvanezca por completo.
Llevan una brújula y tres mochilas, una con agua y refresco, otra con panetela y una con galletas. Los remos son para Julio César y Chenli Yoan. Artemisa no es un pueblo con costas, por lo que Karen y Josué Gabriel nunca han remado, y Josué Gabriel ni siquiera sabe nadar. “A un primo mío que visita la Herradura le contaron que ellos habían alquilado un bote y se habían ido de pesca”, dice Yudeisi. “Me volví loca, no tenía idea de que querían irse, nunca comentaron nada. Para mí se habían ahogado. Hice la denuncia en la policía por desaparición de domicilio, los buscaron por algunos rincones y no los encontraron, hasta que nos dimos cuenta de que habían salido a otra cosa”.
Los primeros tres días transcurren serenos, se diría que el mar los seduce, atrayéndolos y cercándolos. Josué Gabriel se marea mucho y su hermana canta temas del Chacal y de otros famosos reguetoneros nacionales. Incluso se aburren, hasta que una primera tormenta desvía el recorrido de la balsa y en vez de dirigirlos hacia Miami empieza a llevarlos hacia la muerte. El Estrecho de la Florida es el más grande cementerio moderno de los cubanos. La embarcación se vuelca cinco veces, pierden sus escasos víveres y el pánico y el frío los embarga. El miedo alcanza los huesos, la ropa empapada, el vértigo cerrero del oleaje.
Josué Gabriel vomita, Karen llora sin consuelo, aterrada. El sol le arranca las uñas, la piel de las costillas despellejada, los dedos sangran. El viento bate con furia y las nubes, entre grises y negras, clausuran el paisaje, como si fuesen a enterrarla viva. “Ella pensaba volver, que no aguantaba más, que no aguantaba más, pero ya estábamos muy lejos”, dice Julio César. “Quiso tirarse al agua y no pudimos convencerla. Arrancamos un pedazo de la balsa y se lo dimos. Su hermano se tiró con ella”. La marea los arrastra, las olas alcanzan los diez metros. «Yo los veía desde arriba, cuando estaba en la punta de la ola, hasta que el agua se los tragó y dejé de verlos». Julio César sabe, por experiencia, que ante las olas muy grandes hay que nadar por debajo. Si nadas por arriba, el oleaje te vence. Hay que escondérsele al mar dentro del mar. “Aunque yo tengo fuerza en los brazos y nadaba igual por arriba”, dice, “y mi tío también”.
A partir de ahí, el tiempo se desfigura. La balsa pierde cada vez más partes. No hay agua ni comida. Traga cinco pescados crudos que baja con sorbos salados. “Había un hueco en el medio, con el aluminio debajo, y ahí metíamos los pies y los pescados venían a morderte la punta de los dedos. Yo los cogía, los arrinconaba y los pelaba con la boca”. Pasan barcos y cruceros y no los recogen. Ellos gritan, hacen señas, se resignan, ven un tiburón. “Eso fue impactante”, dice. “Ya se habían partido los remos y estábamos mi tío y yo con los pies en el agua, cuando miro para el lado y me encuentro el bicho aquel dándonos vueltas, una cosa más grande que la balsa. Subimos los pies y al rato se alejó”.
Pero lo peor no es el tiburón, y puede incluso que ni siquiera el sol. Lo peor es la noche. “Todo oscuro, con viento y agua. Es algo terrible. No se ve nada, no se ve nada, y si la balsa se te vira a esa hora, tú no sabes lo que hay abajo esperándote, tú caes en un hueco frío”. La brújula también la pierden y la única garantía mínima, antes de quedar completamente a la deriva, es Chenli Yoan, que sabe ubicarse a partir de la referencia de las estrellas y el sol. ¿Cuánto más pueden durar así? No mucho.
Julio César arde. Se acuesta en la balsa, encogido sobre sí y con una capa encima, de espaldas a su tío. Llega entonces la primera alucinación. «Él me pide que le corte un dedo y que se lo lleve a pastorear, como si fuese una vaca». Luego Chenli Yoan cree que hay un bosque en el fondo del mar, un bosque alrededor, y que se han perdido en la maleza. Se zafa otro pedazo de poliespuma y trata de alcanzarlo. “Oye, qué tú inventas, ven para acá que te vas a ir para allá abajo”, le dice Julio César. El oleaje sigue alto. En efecto, las olas lo revuelcan. “Me senté arriba de la balsa y miraba para abajo. Veía su cabeza a cada rato, que volvía a salir. Me entró una presión muy fuerte en el pecho. El mar se lo tragaba y yo no podía hacer nada”.
Es raro que después de este punto aparezca la libertad. Julio César deja de preocuparse por todo y ya no le hace señas a ningún barco. Sigue quemándose, pero sin furor, como un cigarro encendido que alguien abandonó y que termina de consumirse solo, lento. Mete la cabeza en el agua a cada tanto, su familia está ahí, tiene una niña, una hija suya que lo llama y le pide que lo rescate. Reacciona poco antes de lanzarse. Se da golpes en la cara.
La alucinación parece un velo piadoso que la muerte corre en el momento último, haciéndote creer que vas a otra parte, a un lugar donde estarás acompañado, y habiéndote exprimido ya el sufrimiento entero que traías contigo. La compañía durante la alucinación, además, no son los que se fueron antes, sino aquellos que te esperan en el futuro, como la hija que no existe. Matándote a ti, la muerte mata también a tus descendientes, que son tu posibilidad.
Con su imagen abarrotando las noticias locales de Miami, la vecina Doris le muestra en su celular una foto de Julio César a Yudeisi, y también el breve video del rescate. Ese mismo material lo ve el primo Adrián Delgado desde su casa de la Pequeña Habana y le avisa a Carlos Delgado, su padre, a quien ya le han contado que su sobrino balsero sobrevivió. Nunca antes se han visto, la relación de Julio César con su familia paterna es nula, pero Carlos igualmente decide hacerse cargo del asunto.
Van una primera vez al hospital y les dicen que no pueden brindarles información. Todavía el náufrago se encuentra en proceso investigativo. En la segunda ocasión, la tarde del 1 de septiembre, le dan el alta médica. Adrián sube a Tik Tok un video donde su padre y su primo, el héroe del momento, salen juntos del Ryder Trauma Center del Jackson Memorial, ubicado en la 10 NW Ave y la 18 St.
Carlos avanza con unas bolsas en la mano, el paso normal de la gente sana. Julio César lo sigue, camina con dificultad, las piernas vendadas, la cabeza gacha. De fondo, el tema El Campeón, de los reguetoneros El Kimiko y Yordy, una cancioncilla esperanzadora y emocionante que se volvió el himno de llegada de la última generación de migrantes cubanos. «Me subestimaron desde el minuto cero./ Seguí peleando porque soy un guerrero./ Me colé entre los primeros», se escucha.
La nueva familia vive en un efficiency ubicado al fondo de la casa número 3520 SW 4 St. Hay un patio interior con hamacas, muebles regados y un sofá inmenso donde Julio César atiende, parco, consternado, a los periodistas de la televisión. El tono y las preguntas son un tanto grandilocuentes y por lo general traen incluidas respuestas que él se limita a confirmar casi con balbuceos. No puede encandenar tres frases seguidas sin que el silencio lo atenace.
Es un muchacho alto, el pelo decolorado de amarillo, la piel trigueña, el color tostado. Tiene los rasgos de una máscara egipcia o un príncipe bárbaro. Los pómulos filosos, el mentón ancho, la expresión apagada y un carácter vibrante, a pesar de todo. Debajo de las gasas, la piel muerta, reventada y consumida parece propia de un leproso. En el brazo, un tatuaje con su nombre. Habla muy poco, su mirada es vaga y hay algo petrificado en ella que contiene una cantidad insoportable de dolor. Fuma un cigarrillo electrónico con sabor a fresa mientras conversa con su familia por teléfono.
Va a pelarse a una barbería, lo reconocen y no le cobran. En el mercado Publix, un señor se acerca y le regala veinte dólares. Cada vez que sale a la calle alguien lo abraza y lo alienta. Quizá esa suma de eventos inesperados es lo que lo lleva a componer un video con varias diapositivas suyas, que van desde sus piernas postradas hasta el nuevo corte de cabello a la moda, y un tema de Jay Wheeler de fondo: “Yo no cambié, fue mi vida la que cambió./ Ahora vivo como quiero, la fama fue la que me llamó”.
Una tristeza insoslayable persiste en los rituales de celebración que lo rodean, y que él mismo se atreve a practicar. Son canciones de autobombo, algo que seguramente necesita, pero el destrozo de su cara lo delata. Su primo lo admira y su tío lo protege. “Ayer por la noche pensé que me había vuelto loco”, dice. “Estaba viendo una película y las lágrimas se me empezaron a salir solas. Cantidad de lágrimas así, no entendía mucho”.
El 7 de septiembre Carlos lo lleva a otra consulta médica. Le cambian las vendas y le entregan frascos de un antibiótico llamado Bacitracin. La piel le pica, muda la piel del mar. En el auto, de vuelta a casa, Carlos le sugiere que estudie en una escuela que él conoce donde puede aprender algunos oficios útiles. Su sobrino contesta con desgano. Ambos comentan que necesitan el asesoramiento de un abogado para su entrevista en las Oficinas de Aduana (Customs and Border Protection) el próximo 13 de octubre. Qué decir allí, qué callar.
Cuando ese día finalmente llega, un juez le aprueba a Julio César su caso de asilo político y poco después le entregan un parole, lo que regulariza su estancia en Estados Unidos y también le permite trabajar legalmente. Ha presentado en la corte una carta que comienza así: “Salí de Cuba huyendo, debido a la dictadura castrista, que oprime a las personas que no están de acuerdo con su sistema”.
Los balseros no solo son los héroes trágicos del exilio cubano, sino también su clase social o cultural más vilipendiada, la figura que realmente sustenta el relato colectivo de la supervivencia y, al mismo tiempo, el sujeto sutilmente despreciado por los representantes conservadores de una comunidad política reaccionaria. Cuando alguien quiere condenar a otro porque aún no ha aprendido lo que considera las costumbres genuinas de la vida americana, le dice que todavía no se ha bajado de la balsa.
Julio César consigue pronto un puesto en el Palacio de los Jugos de la calle Flagler y la 57, una de las catedrales de la comida criolla en Miami. Allí prepara hasta hoy bistecs de pollo a la parrilla y descansa los miércoles y los jueves. También se muda del efficiency de su tío para la casa de su novia, a quien ha conocido en el trabajo.
Los meses pasan y la gente felizmente comienza a olvidarlo. Ya no es una pieza en exhibición, pero sigue hablando poco. “A veces sueño que él me llama por las noches y me pide que lo vaya a recoger, que lo saque de allí”, dice. Como en todo náufrago, hay algo permanentemente confuso en la expresión de este muchacho. Uno no sabe en qué dirección le corre el tiempo, si ya viene para siempre de la vejez a la juventud.
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