Un testigo español en el callejón de Itaewon: “Papá, ha habido una avalancha en Seúl. Creo que ha muerto gente, pero yo estoy bien”
Un estudiante de Periodismo de 20 años, residente en Seúl, narra la pesadilla vivida durante la fiesta de Halloween en la que murieron al menos 154 personas
La estación de metro de Itaewon, en Seúl, auguraba a las 21.00 del sábado 29 de octubre una noche caótica. Las caras de miles de jóvenes se escondían bajo máscaras y maquillaje de todo tipo. Zombis, vampiros o superhéroes salían del suburbano con ayuda de la policía y el personal del metro.
Ya en la calle, los puestos improvisados para maquillar a la gente y las filas en algunos locales se sucedían en ...
La estación de metro de Itaewon, en Seúl, auguraba a las 21.00 del sábado 29 de octubre una noche caótica. Las caras de miles de jóvenes se escondían bajo máscaras y maquillaje de todo tipo. Zombis, vampiros o superhéroes salían del suburbano con ayuda de la policía y el personal del metro.
Ya en la calle, los puestos improvisados para maquillar a la gente y las filas en algunos locales se sucedían en una acera abarrotada. Entre los jóvenes, caras de asombro al ver a sus amigos con los disfraces más originales y cientos de móviles que grababan curiosos a la marabunta, dificultando el trayecto hasta las discotecas.
Apenas a unos pasos de la boca del suburbano, la pesadilla se cocinaba en un callejón en pendiente de cuatro metros de ancho. La gente intentaba subir hasta el Atelier, uno de los clubes más famosos de la zona, mientras otra masa descendía hacia la avenida principal, huyendo de una calle que en ese momento ya estaba colapsada.
Una estudiante de unos 20 años miraba asustada a sus amigas y les pedía que dieran la vuelta, ella había conseguido llegar a la mitad de la calle y ya no se podía avanzar. A su derecha, varias jóvenes coreanas no lograban moverse, su voluntad estaba a merced de la gravedad y de las decisiones de una masa cada vez más incontrolable.
Esta grotesca introducción al caos se mezclaba con las risas de quienes todavía creían que vivían una situación normal y seguían entrando sin darse cuenta en una trampa mortal. El foco para ellos todavía estaba puesto en el cartel luminoso del Atelier, visible al final de la calle. No pudieron rectificar a tiempo, ninguno de ellos podía prever que se quedaría atrapado en el callejón.
Al borde del colapso
La estampida no fue repentina, el volumen de gente en la calle había ido aumentando hasta llegar a su límite y el agobio general había crecido al mismo ritmo, hasta que todo estaba al borde del colapso.
Hacia las 22.30, las primeras llamadas a la policía y los gritos alertaron a los viandantes y a los agentes en la zona. Los sanitarios todavía tardaron en llegar y, mientras tanto, un grupo heroico de ciudadanos y policías empujaba con todas sus fuerzas para sacar a los primeros aplastados, mientras otros recibían nociones básicas de reanimación para afrontar uno de los momentos más difíciles de sus vidas.
La estampida seguía cobrándose vidas y la capacidad de ayuda era limitada. Un joven francés describía más tarde lo sucedido como una de las peores experiencias que recuerda. Trató de reanimar a dos chicas de su edad, pero no lo consiguió. Nunca había hecho una RCP (reanimación cardiopulmonar), pero solo había un desfibrilador por cada 10 o 15 personas.
La agonía continuaba en el callejón, su angostura y los angustiosos intentos de la gente por salvarse complicaban aún más el rescate de los más afectados. La desesperación llevaba a algunos de ellos a intentar escalar por las paredes para evitar su muerte.
En los clubes cercanos, los altavoces y la pista de baile suponían una realidad paralela a lo que acontecía fuera. Fiesta, alcohol y euforia poscovid con un aforo dentro de lo habitual. El tiempo ahí también era muy relativo; dentro, los minutos discurrían con rapidez y en la calle contigua cada segundo suponía un infierno para los primeros afectados. La vibración de algunos móviles hacia las 23.00 irrumpió en el interior de los clubes. Era una alerta de seguridad pública del Gobierno coreano. “En Itaewon, Yongsan-gu, el tráfico está actualmente bajo control debido a una emergencia, por favor gire su vehículo”.
Nadie le dio demasiada importancia en el momento, no parecía algo grave y la mayoría de los estudiantes internacionales no se molestaron en traducir el mensaje. Salir a fumar o a comprar una cerveza terminó siendo la forma en que muchos descubrieron la tragedia.
Cuando la gente comenzó a desalojar los clubes, las ambulancias y los bomberos se habían adueñado de la avenida. La música de las discotecas era la banda sonora de una escena cruel y desastrosa. Las luces de las discotecas ya no eran las únicas que iluminaban la calle, ahora las sirenas de la policía se hacían más presentes que el neón.
Los jóvenes que antes llegaban en tren ahora entraban en las ambulancias en camilla. Ninguna máscara cubría ya sus rostros, tampoco los disfraces podían reconocerse, solo una fila de mantas azules que cubría decenas de vidas robadas en un callejón de cuatro metros.
En las zonas despejadas se escuchaban frases de alivio entrecruzadas con la angustia de quienes trataban de localizar a sus amigos. Las llamadas internacionales se multiplicaban entre los jóvenes para avisar a padres y a hermanos de que ese día habían tenido suerte, que la decisión inconsciente de ir a un club y no a otro les había salvado la vida. Yo escribí a casa: “Papá, ha habido una avalancha en Seúl. Creo que ha muerto gente, pero yo estoy bien. Todavía no sabemos qué ha pasado exactamente”. Al otro lado de la línea, cientos de familias volvían a respirar tranquilas, pero en Itaewon al menos 154 personas jamás lo volverían a hacer.
Javier Aldea tiene 20 años y estudia 4º de Periodismo en la Universidad Francico de Vitoria (Madrid). Actualmente se encuentra realizando un programa de intercambio en la Hallym University en Corea del Sur.
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