_
_
_
_
Crianza
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La ‘niñofobia’ y la privatización de la infancia: ¿molestan los niños en los espacios públicos?

No hay muchos espacios para los menores en la ciudad, más allá de los parques y algunas plazas no demasiado duras y agrestes. Hay restaurantes y hoteles en los que no se permite la entrada de los pequeños, y hay personas, sobre todo con hijos, a las que les parece mal

Niñofobia restaurantes
Tener descendencia se considera cada vez más un asunto privado (incluso “egoísta”) antes que una causa colectiva.Getty
Sergio C. Fanjul

“En Somalia, los defectos se hacen tan grandes como montañas pero, al menos, los somalíes saben cómo acoger a un niño. Aunque tú lo traes al mundo, hay una comunidad entera dispuesta a ocuparse de él. No es una decisión individual, sino colectiva. Cada recién nacido recibe el abrazo de mil manos distintas. Pese a todas las dificultades de la guerra y la inmigración, eso aún pervive entre los somalíes. Un hijo nunca es un asunto privado”. Es un fragmento de la escritora italiana de origen somalí Igiaba Scebo extraída en su libro Mi casa está donde estoy yo (Nórdica). Plantea una cuestión peliaguda: ¿a quién le debe incumbir la existencia de los hijos? Una cuestión que tiene influencia en la integración de los niños en un mundo, el contemporáneo y occidental, que no parece muy interesado en acogerlos y donde parece que, más bien, molestan. Aparta, niño.

Hay un mercado tradicional en Madrid, el mercado de la Cebada, que languidece en el barrio de La Latina, en el que tiene lugar un fuerte y minúsculo conflicto entre los vecinos que algunas tardes llevan allí a sus hijos a corretear y la cooperativa de comerciantes que quiere echarlos o recluirlos en una sala (llamada Los Pulpitos) porque molestan. Piden que los niños no estén enredando, porque son un estorbo y dificultan la compraventa (casi los consideran un “pequeño grupo terrorista”, según lo describe Antonio Villarreal en El Confidencial), y ponen la excusa de la seguridad de los pequeños, que se pueden hacer daño de mil formas variadas y extravagantes. Cuentan historias de horror cósmico: “Hemos llegado a encontrarnos un bebé con pañales solo en el parking”, dicen. Las madres y padres, por el contrario, reponen que nos encontramos ante un flagrante episodio de niñofobia —paidofobia, en realidad— y hasta de “apartheid infantil”. Ojo: unas niñas tuvieron que ser “dispersadas” por los vigilantes cuando “jugaban a las palmitas” en una esquina, según relata Villarreal.

En general, no hay muchos espacios para los niños en la ciudad, dedicada completamente a la producción y no a la reproducción, más allá de los parques y algunas plazas no demasiado duras y agrestes. No hay esa “alegría infantil en los rincones de las ciudades muertas” que cantaba Antonio Machado, “algo de nuestro ayer, que todavía vemos vagar por estas calles viejas”. El conflicto en el mercado evidencia el difícil encaje de la infancia en el espacio público (¿dónde ponemos a los niños?) y su reclusión progresiva en el ámbito de lo privado.

Tener descendencia se considera cada vez más un asunto privado (incluso “egoísta”) antes que una causa colectiva: la perpetuación de la especie. Quizás deberíamos dejar de perpetuarnos con este fútil empeño, es cierto, pero eso ya es otra historia. Cuando Liliana estaba embarazada descubrió con estupor que en algunas cafeterías (un porcentaje mínimo, pero existente) no le dejaban utilizar el baño sin consumir, desentendiéndose completamente de su condición de gestante, como si la cosa no fuese con ella, actitud que hacía que a Liliana se la llevasen los demonios. Para colmo, las estrictas camareras inclementes fueron siempre mujeres.

Los movimientos a favor de la escolarización en casa (el home schooling) también consideran la crianza un asunto privadísimo y a sus hijos casi una propiedad, pero la escolarización en la escuela, con profesores y otros niños, no solo es importante para la socialización, sino una forma de proteger a los hijos del adoctrinamiento de sus padres que, por poner un ejemplo extremo, bien podrían educar a las criaturas en las virtudes del hitlerismo o de los sacrificios rituales al dios Cthulhu. Habrá quien diga que también se adoctrina en las escuelas, pero estar sometido a dos adoctrinamientos, el escolar y el paternal, ya no es un adoctrinamiento, sino un menú de ideas más diverso en el que elegir.

Entre los defensores de la crianza amplia y compartida es común rememorar un pasado idílico donde familias extensas, que incluían a abuelas, primos, tíos y tías, y vecindarios bien avenidos, se ocupaban de los críos en común. Para criar a un niño hace falta una tribu, dice el manoseado proverbio africano. Aquella es una historia bonita, producida por los modos de vida comunales más propios del mundo rural y de los ambientes urbanos obreros y empobrecidos, las corralas, las barriadas de trabajadores, propiciada también por la precariedad. Las redes sociales (las de carne, hueso y suspiro, no las de internet) suelen aflorar con mayor facilidad cuando las cosas vienen mal dadas y los individuos y las familias necesitan más intensamente de la comunidad, porque no puede externalizar los cuidados previo pago.

Hay restaurantes y hoteles en los que no se permite la entrada de los pequeños, y hay personas, sobre todo personas con hijos, a las que esto les parece mal. En una ocasión fui a un hotel en Benidorm donde no se permitían los niños, aunque los británicos borrachos en la piscina fueran igual de molestos que unos guajes correteando. Pero bien. Me parece bien que haya espacios solo para adultos, igual que hay clubs para fumadores de marihuana, porque a no todo el mundo le gustan los niños, sobre todo si no son los propios.

Lo que no me parece de recibo es la intolerancia con los niños en los lugares que no son exclusivamente para adultos, en los espacios públicos, en los locales para todos los públicos. Los niños no son un asunto privado, a todos nos incumben, porque todos hemos sido niños y los niños de ahora son los adultos del futuro. A muchos ciudadanos les resulta muy difícil entender la dimensión temporal de la vida, por eso muchas veces no toleran a los que son mayores o más jóvenes, sin darse cuenta de que esos somos nosotros mismos en otros momentos de la existencia.

Puedes seguir Mamas & Papas en Facebook, Twitter o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter quincenal.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Sergio C. Fanjul
Sergio C. Fanjul (Oviedo, 1980) es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados y premios como el Paco Rabal de Periodismo Cultural o el Pablo García Baena de Poesía. Es profesor de escritura, guionista de TV, radiofonista en Poesía o Barbarie y performer poético. Desde 2009 firma columnas y artículos en El País.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_