Padre Nuestro
Conocer a Luis Villoro apuntalaba todos los gajes de ‘El oficio de historiar’ al tiempo que afincaba un eslabón a la admiración y afecto que le profeso a su hijo Juan. Cuando yo desperté, Villoro ya estaba allí
A veces se escribe como si un pequeño corazón morado oscilara al filo de la máquina de escribir. El repiqueteo de cada letra va hilando sílabas en taquicardia y parecería que al final de cada renglón seguimos escuchando la campanita entrañable de la vieja Olivetti al ir leyendo cada frase… y en ese mismo instante —por magia de la lectura—quien escribe con el corazón morado como cómplice se congela en gerundio, pues en ese preciso segundo vuelve a escribir ya para siempre eso que escribe que ya es muy difícil de olvidar.
Otra disquisición que acostumbro en soliloquio es la convencida gratitud de que mi padre se esfumó supuestamente de este mundo tan solo para seguir haciéndolo sonreír de incógnito, quizá invisible y que mi padre me concedió amarlo hasta hoy sabiéndolo multiplicado en sus hermanos, mis tíos, algunos otros prójimos y próximos de sus afectos… y aprender a amar a un puñado de Maestros que se han encarnado como entrañables fantasmas que me son también padres… putativos y peripatéticos, pero Padres al relevo y complemento, al relance y en banda. Hablo de un puñado de genios que ejercieron una invaluable forma de la paternidad más allá de las aulas o de las páginas de sus libros que sigo intentando memorizar en calladas oraciones de madrugada.
He intentado honrar a diario el entrañable magisterio de gigantes historiadores y del padre de la microhistoria, de figuras del toreo que me dieron la alternativa académica con mis tesis o bien prologaron la necedad de mis libros… pero nunca he agradecido en público el callado tesoro que se me concedió —por intercesión de mi Maestro Luis González y González—para asistir a unas charlas de Don Luis Villoro que extendían con jesuítica sapiencia su maravilloso ensayo sobre La significación del silencio, El concepto de ideología y un mural policromado de ideas y pensamiento sobre la Independencia de México.
Fueron charlas más leídas que conversadas, madréporas incontenibles de lecturas que se hilaban como enredadera de la razón andante… lo suficiente como para que uno saliera andando del coloquio sintiéndose inteligente. Conocer a Luis Villoro al hilo de mis créditos académicos, apuntalaba con la majestad de un filósofo todos los gajes de El oficio de historiar al tiempo que afincaban un eslabón más a la ya convencida admiración y siempre creciente afecto que le profeso a su hijo Juan desde siempre. Cuando yo desperté, Villoro ya estaba allí.
El más grande de los escritores de mi generación y anexas o inmediatas era desde la era de los volkswagen color rojo y de las postrimerías de la psicodelia, el guía musical de los lados oscuros de la Luna para sus coetáneos, el cuentista perfecto que llevaba más que la barba à la Cortázar en su rostro y estatura en prosa y el ensayista beat y rocker que confirma aquello del pensamiento andante. No es ningún secreto de que grito ¡Viva Villoro! cada vez que puedo, que le intento seguir la sombra en sus crónicas y cuentos en la estela supersónica que nos heredó Jorge Ibargüengoitia y que nos damos la mano caballerosa y deportivamente cada vez que se enfrentan su Barcelona con el Real Madrid o el Necaxa de su corazón con el León de mis entrañas.
Valga todo lo anterior para justificar que celebro la reciente publicación de La figura del mundo bajo el sello de Literatura Random House, dedicado a su madre Estela, santa mujer que ha sido madre y madrastra de más de un amigo de su hijo en divanes improvisados o inflables al filo de las sobremesas. ¡Viva Villoro y quien lo trujo! cantan hoy mismo en la Feria de Sevilla los que lo llevamos en hombros como Morante… y eso que apenas he leído el Prólogo de su nuevo libro.
Titulado La dificultad de ser hijo el ensayo es nomás que un primer tercio de excelso toreo de capa (y espada) donde Juan habla de Luis, de Villoro a Villoro; el dramaturgo que puso las tablas donde el filósofo declara o de Clara, obra que el padre aplaudió a carcajadas quizá sin darse por aludido ante el arte o artificio —una vez más— de ser protagonista del enrevesado juego de espejos y diálogos donde el hijo acudía una vez más al laberinto de su más íntima soledad, al diálogo infinito de ideas de su querencia.
Me basta el prólogo de Juan para evocar con emoción la noche mágica en que un Villoro entraba al Colegio Nacional con todos los honores, en inigualable agua del azar con su propio padre que aún engalanaba esa máxima Academia Mexicana y me basta el texto en torno a las dificultades de ser hijos para volver a la emoción de los padres putativos que dejan huella en sus palabras —ya en tinta o en eco—y en ese raro silogismo de que las hermanas de Juan saben que soy hermano de su hermano y me basta el prólogo para salivar ante las páginas que me quedan por delante, sabiendo casi de memoria el efecto hipnótico y el contagio filial que provocó un ya legendario texto que había publicado Juan sobre Luis hace varios años como El libro negro, que en su momento declaré como ejemplo obligatorio para todo escritor o hijo pródigo que se atreva a escribir sobre su padre.
En ese Prólogo a su nuevo libro hay ya invitaciones de Juan Villoro a varios senderos que ayudarían a cualquiera a desempañar el espejo de su propia evocación paterna, escudriñar ese amoroso estira y afloja entre la casi imposible coexistencia generacional, la armonía o sinonimia de artistas hijos de intelectuales, la dualidad de las artes, la falaz o fatídica competencia entre ellos, los microclimas divergentes o la floración clonada de las respectivas creatividades… y desde estas primeras páginas se asoman Kant y Hegel, y otros no pocos autores que adoquinan el patio donde un hijo intenta lanzar la pelota al vacío sabiendo que incluso en la noche hay manera de lograr una pared o un pase filtrado que te la deja quietecita para un gol soñado.
Todo ello escrito con un corazón morado que flota siempre al lado de la máquina de Juan. El mismo globo que me pareció ver pendiente de un hilo que salía como cana larga de su cabeza la última vez que me crucé con Luis Villoro en una calle de Morelia, Michoacán, entre columnas de siglos pasados y la misma sonrisa de siempre. Todo ello escrito en el noble remanso de Coyoacán al cumplirse los primeros cien años de eternidad del filósofo Luis Villoro Toranzo que eligió esfumar sus cenizas entre sombras indígenas milenarias de la Selva Lacandona, el pensador andante que parece pintarse al óleo en este nuevo libro de su hijo polígrafo que escucha al final de un renglón la campana no de la Olivetti, sino de la iglesia de su barrio. Dentro de unos minutos dice el hijo que se volverá a pronunciar la oración más reiterada de Occidente, la única que se atribuye fielmente al Hijo del Carpintero de Nazareth, “Nada más antiguo, nada más actual que el tema de este libro: un hijo habla de su padre”… por algo la súplica mezclada con gratitud se llama en todas las lenguas Padre Nuestro.
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