La elefanta triste vive desde hace más de diez años en un zoo de Ciudad de México
Los activistas llevan años intentando trasladar a Ely a un santuario en Brasil, pero el zoo San Juan de Aragón defiende la salud del animal
Hasta los más pequeños se dan cuenta de que Ely no está bien. Al verla por primera vez, sus caras se iluminan y le dicen a sus padres: “¡Mira, ahí está!”. Luego se acercan y empiezan a fijarse en sus ojos tristes, en su andar moribundo y en la caída deprimente de su trompa, y le piden a sus padres que los saquen de allí, que los lleven a ver la siguiente jaula del zoológico San Juan Aragón, al norte de la Ciudad de México. La dirección del zoo, tras la protesta incesante de los activistas, se ha comprometido a ampliar el recinto y ya preparan el traslado de otra elefanta, Gipsy, que hasta ahora vivía en un centro de conservación de Morelos.
Uno de los niños, apoyado sobre la baranda que separa a Ely de los visitantes, dice: “Está triste, papá”. Su padre contesta un largo “sí”, pero casi no le mira, tiene los ojos fijos en los del animal. Luego, cínico, en broma, pero en serio, el hombre dice para sí mismo: “Estaría mejor en casa de un narcotraficante”. El zoo rescató a Ely en 2012 del circo para el que había trabajado desde que era pequeña, pero no saben mucho más de ella. Creen que tiene entre 38 y 40 años, y presumen que allí, como en el resto de circos, la golpeaban a diario y la obligaban a trabajar subiéndose a las plataformas y al lomo de otros elefantes. El estrés y el esfuerzo al que se veía sometida la provocaron artritis en la pata delantera derecha, y una enfermedad en la piel que se llama hiperqueratosis. Son los pequeños y numerosos bultos que se pueden ver en ciertas partes de la cabeza y en el lomo.
Hay otros padecimientos, de carácter psicológico, sobre los que hay discrepancia. La activista Diana Valencia, de 68 años, que acompaña al periodista en su visita al zoológico, viene cada semana desde hace años a ver a Ely, y ha conseguido grabar al animal en medio de arranques de estereotipia —movimientos repetitivos incontrolados—, y coprofagia, cuando el animal se come sus propias heces. También se ha hecho daño en los colmillos después de restregarlos y atorarlos contra los barrotes en repetidas ocasiones. En condiciones de libertad, el elefante africano puede llegar a recorrer 50 kilómetros en un día, duerme poco, vive en grandes manadas y desarrolla relaciones sociales complejas. Valencia, así como la Red por la Defensa de los Elefantes (PREN por sus siglas en inglés), defiende que estos trastornos son el resultado de mantener al elefante en un espacio sin apenas elementos con los que entretenerse.
El director de zoológicos de la Ciudad de México, Fernando Gual Sill, discrepa totalmente. Defiende que los trastornos del comportamiento que muestra Ely son secuelas del circo, y cree que no se pueden aplicar a los animales términos que utilizamos para describir sentimientos humanos. “No se puede saber si el animal está triste”, dice el director por teléfono. Asegura que en libertad, los elefantes necesitan caminar decenas de kilómetros para “buscar su alimento”, pero en el zoo, donde sus cuidadores se lo proporcionan, “no es necesario hacer ese recorrido”. No necesitan andar tanto. También critica que no se puede saber el estado anímico de un animal “yendo un día un ratito”, y asegura que ellos la estimulan con “enriquecimiento ambiental” y “condicionamiento operante”.
Diana Valencia, que ha venido durante años a ver a Ely, asegura que el enriquecimiento ambiental —esconder el alimento en el interior de los troncos agujereados o mojar la arena para que se rocíe con el barro— se hace solo cuando vienen las visitas importantes. El resto del tiempo es lo que puede ver cualquier visitante: Ely comiendo pasto del suelo o de unas cestas que cuelgan de un árbol de mentira. Cuando termina, se queda quieta durante horas, sin poder interactuar con nadie y sin nada que hacer, hasta la próxima comida. El condicionamiento operante es un entrenamiento con refuerzos positivos que se utiliza para que los cuidadores puedan cortar las uñas a Ely y atender los bultos que tiene en el lomo y en la cabeza.
La semana pasada, la Secretaría de Medio Ambiente de la Ciudad de México (Sedema) anunció que habían encontrado una nueva compañera para Ely. Gipsy es una elefanta africana que ronda los 35 años, con un pasado de explotación en un circo y que hasta ahora estaba sola en un centro de conservación en Morelos, no muy lejos de la capital.
Valencia está del todo en contra de esta iniciativa. Lo que ellos pedían desde el principio fue mandar a Ely al Santuario de Elefantes de Brasil, en el que fue aceptada en 2018. Pero Gual asegura que allí no hay animales de su especie, solo elefantes asiáticos que no hablan el mismo idioma que Ely, aunque Valencia dice que ya está previsto el traslado hasta allí de varios elefantes africanos. Gual se justifica diciendo que el traslado es muy complejo, que pondría en peligro la vida de la elefanta. Valencia contestaría, si pudieran verse cara a cara, que el Santuario ha realizado cientos de traslados de animales más viejos que Ely, y nunca ha sucedido nada.
Y la discusión podría seguir durante horas, pero es martes en el zoológico de San Juan Aragón y Ely camina como si estuviera a punto de caerse, con un balanceo extraño y lento que no parece propio de su especie. A Valencia se la corta la respiración, empieza a grabar y dice “ay, no” cuando Ely se aventura a superar un tronco que está a ras de suelo. Pasa la pata izquierda, se balancea como si estuviera a punto de desplomarse, pero se sostiene y sube la pata derecha. Como por un milagro, pasa las patas traseras y consigue superar el tronco.
Con ese andar tambaleante se aproxima hasta la puerta de su habitación, que está cerrada. Ha empezado a llover. “A Ely no le gusta la lluvia”, dice Valencia. “A ver cuándo le abren la puerta”. Ely espera, moviendo la trompa a un lado y a otro, esperando a que su cuidador la vea y le deje pasar. Pasan los minutos y la elefanta se moja sin remedio, hasta que alguien abre por fin la puerta y ella entra y desaparece en la oscuridad del interior.
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