La reconfiguración de Oriente Próximo
La normalización de relaciones de Israel con Emiratos Árabes Unidos, Baréin, Sudán y Marruecos y su acercamiento a Arabia Saudí plantea un escenario donde el principal enemigo es ahora Irán
La reciente normalización de relaciones de Israel con Emiratos Árabes Unidos, Baréin, Sudán y Marruecos no ha incendiado el mundo árabe ni ha desencadenado masivas manifestaciones de protesta. Más bien ha sido recibida con apatía e, incluso, indiferencia al tratarse de un mero trámite que oficializa lo que era un secreto a voces: la existencia, desde hace décadas, de canales secretos entre Israel y numerosos países árabes. Los dirigentes palestinos se han quedado solos en su condena del proceso de normalización, lo que viene a evidenciar la progresiva pérdida de centralidad de la cuestión palestina entre los árabes.
En este escenario de realineamientos estratégicos merecen destacarse cinco dinámicas que están reconfigurando Oriente Próximo. La primera de ellas es la normalización entre Israel y su entorno árabe, movimiento en el que la Administración Trump ha jugado un papel decisivo. A pesar de su ocupación de Cisjordania, Gaza y Jerusalén Este y de su sistemática vulneración del Derecho Internacional, Israel ha sido capaz de resquebrajar el boicot que sufría desde su nacimiento. En 1979 logró, por primavera vez, romperlo con la firma del tratado de paz de Camp David con Egipto, al que siguió el Acuerdo de Wadi Araba con Jordania en 1994, ambos basados en el principio “territorios por paz”.
Este proceso se ha acelerado en los últimos dos meses con el establecimiento de relaciones con cuatro países árabes. A cambio, EE UU se ha comprometido a dar un trato de favor a dichos países. Con Emiratos ha firmado un importante acuerdo de venta de armamento por valor de 23.370 millones de dólares, que incluye la adquisición de 50 cazas F-35, la joya de la corona de la industria militar estadounidense. Sudán, por su parte, ha sido excluido de la lista de países patrocinadores del terrorismo mientras que Marruecos ha logrado el reconocimiento estadounidense de su soberanía sobre el Sáhara.
La segunda dinámica a destacar es la progresiva pérdida de influencia de Arabia Saudí como resultado de la política aventurista emprendida por su príncipe heredero Mohamed Bin Salmán —conocido por sus siglas MBS—, cuya principal muestra es la intervención militar en Yemen, que ha provocado una enorme catástrofe humanitaria con más de 233.000 muertos según datos de la ONU. El actual hombre fuerte del reino también ha lanzado una campaña de intimidación contra sus vecinos para silenciar a quienes cuestionan su papel hegemónico, lo que se ha traducido en el bloqueo por tierra, mar y aire de Qatar.
Desde que fuera designado príncipe heredero en 2017, MBS ha concentrado en sus manos un inmenso poder al asumir tanto el Ministerio de Defensa como el dossier económico y securitario. Quienes han advertido de los riesgos de esta gestión personalista que rompe la tradición, ya que las decisiones más relevantes solían ser adoptadas por consenso en la Casa Saud, han pagado un elevado precio, como atestigua el encarcelamiento de varios príncipes, empresarios y activistas. La llegada a la Casa Blanca de Joe Biden no es una buena noticia para MBS, ya que el presidente electo se ha mostrado a favor de retirar el apoyo incondicional al príncipe heredero, al que lanzó una clara advertencia al señalar que “la muerte de Khashoggi no será en vano”.
La tercera tendencia es la emancipación de los emiratos del Golfo de la tutela saudí. En las últimas décadas, Emiratos se ha transformado en un actor extraordinariamente dinámico que ha logrado extender su poder e influencia.
Hoy en día, Abu Dabi y Dubái se han convertido en centros de negocios internacionales, nodos de conexión de grandes líneas aéreas y promotores de importantes eventos culturales y deportivos. Todas estas iniciativas se engloban en un intento de construir una marca-Estado atractiva, proceso en el que Arabia Saudí parece haberse quedado rezagada. El príncipe heredero y verdadero hombre fuerte del país, Mohamed Bin Zayed, apuesta cada vez más claramente por emplear herramientas del hard power para lograr sus objetivos. Su intervención en Yemen y Libia y el estableciendo de bases militares en el cuerno de África evidencian el creciente poderío de esta “pequeña Esparta”. De hecho, el Acuerdo de Abraham, firmado en la Casa Blanca el pasado 15 de septiembre, va mucho más allá de una mera normalización entre Emiratos e Israel y abre la puerta al establecimiento de una alianza para plantar cara al expansionismo iraní y, sobre todo, garantizar el mantenimiento del statu quo regional ante las crecientes voces que demandan cambios y reformas.
La cuarta tendencia es el retroceso de Irán en Oriente Próximo. Israel, Arabia Saudí y Emiratos han erigido un frente común para frenar a Irán, que en la década pasada aprovechó el caos creado por la primavera árabe para aumentar su influencia en Irak, Siria, Yemen y Líbano. La estrategia de “máxima presión” aplicada por la Administración Trump ha colocado en una difícil tesitura al Gobierno iraní, atenazado por una grave crisis económica que le ha obligado a limitar su ayuda a sus aliados regionales y a replegarse sobre sí mismo. No obstante, ni la salida estadounidense del acuerdo nuclear, ni el restablecimiento de sanciones ni tampoco el asesinato de varios científicos ha dado la puntilla al régimen iraní.
Tras la derrota electoral de Trump, el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu, el príncipe Mohamed Bin Salmán y el secretario de Estado Mike Pompeo se reunieron para evaluar un ataque contra las instalaciones nucleares iraníes, conscientes de que el tiempo se acaba y que la llegada de Biden implicará una revisión de la política exterior. El presidente electo ha denunciado que “la máxima presión de Trump ha sido una bendición para el régimen de Irán y un fracaso para los intereses de EE UU”, ya que “en lugar de restaurar la disuasión, Trump ha envalentonado a Irán”. De hecho, su máxima prioridad será retornar al acuerdo nuclear para lo que será necesario levantar las sanciones, lo que sin duda dará un balón de oxígeno a Teherán.
La quinta y última dinámica es la pérdida de simbolismo de la cuestión palestina en el mundo árabe. Al contrario que en el pasado, los dirigentes árabes no están comprometidos con la defensa de la cuestión palestina ni tampoco se consideran atados por la Iniciativa de Paz de 2002, que ofrecía a Israel una normalización plena a cambio del establecimiento de un Estado palestino y la solución del problema de los refugiados. Debe tenerse en cuenta que casi la mitad de la población del Golfo ha nacido en las últimas dos décadas y está más preocupada por preservar su bienestar material que por solidarizarse con la causa palestina. Para ellos, el panarabismo y sus luchas forman parte de un pasado remoto con el que no se identifican.
Israel es plenamente consciente de estos nuevos vientos que soplan en la región. De ahí que Netanyahu considere que el principio de “territorios por paz” ha quedado obsoleto y que deba reemplazarse por la menos onerosa fórmula de “paz por paz”. Lo novedoso es que, este planteamiento parece haber calado entre las monarquías del Golfo, cuya principal preocupación es culminar con éxito el proceso de recambio generacional que afrontan y, sobre todo, garantizar su viabilidad en un entorno convulso en el que Irán, y no Israel, es percibido como la principal amenaza.
Ignacio Álvarez-Ossorio es profesor de Estudios Árabes e Islámicos en la Universidad Complutense de Madrid.
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