Tribuna

La ciudad no existe… y el pueblo tampoco

Después de despreciar y vaciar la España rural ahora nos imaginamos que allí reside la utopía

Vista general de la localidad de Tabanera de Cerrato, un pueblo palentino de solo 142 habitantes que busca familias con niños y ofrece a cambio una vivienda y una tienda de ultramarinos.A. Álvarez (EFE)

Era agosto. Yo estaba mirando el mar desde una esquina del pueblo de Fornells, en Menorca. Hablaba por teléfono con una amiga, la escritora Lara Moreno, sobre la mejor manera de convivir en Madrid con la pandemia. En algún momento ella dijo: “No lo pienses, no hay lugar donde volver. Madrid ahora no existe”. Aquella sentencia me tumbó. Por fortuna, Lara es capaz de nombrar el desarraigo al tiempo que sientes su abrazo, como en sus poemas. Lean Tempestad en víspera de viernes (Lumen) si precisan ese consuelo. Pero a mí la iluminación poética me ciega, así que nada más llegar a Madrid, ca...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Era agosto. Yo estaba mirando el mar desde una esquina del pueblo de Fornells, en Menorca. Hablaba por teléfono con una amiga, la escritora Lara Moreno, sobre la mejor manera de convivir en Madrid con la pandemia. En algún momento ella dijo: “No lo pienses, no hay lugar donde volver. Madrid ahora no existe”. Aquella sentencia me tumbó. Por fortuna, Lara es capaz de nombrar el desarraigo al tiempo que sientes su abrazo, como en sus poemas. Lean Tempestad en víspera de viernes (Lumen) si precisan ese consuelo. Pero a mí la iluminación poética me ciega, así que nada más llegar a Madrid, cargué el coche con mi familia dentro y nos mudamos a un pueblo de 300 habitantes. No soporté la verdad, simplemente hui. Lo que he aprendido casi seis meses después es que lo rural tampoco existe en España.

Que la ciudad se ha quedado desnuda ante la pandemia es algo que hemos visto todos. Y no solo en Madrid. El esqueleto fracturado y lúgubre de las urbes nos ha demostrado que las ciudades se quedan cortas a la hora de construir comunidad. En la vida urbana, la sociedad se articula casi exclusivamente a través de la asociación de intereses y de este modo es capaz de producir un montón de cosas buenas: educación, trabajo, cultura, ocio, gastronomía, música, sexo, drogas… Una ciudad es un maravilloso mercado de bienes de consumo capaz de generar cantidades ingentes de riqueza, goce y bienestar. Sin embargo, nuestras ciudades no son capaces de producir integración social igual que no son capaces de garantizar que cada uno cumpla con sus obligaciones además de con sus derechos. Esto último nos está costando muchas vidas con la covid.

Al otro lado aparece la promesa de lo rural, el pueblo, la naturaleza y el olor a roble. Desde las ventanas de millones de pisos de ciudades españolas se sueña hoy con una chimenea y una manta como utopía de la vida moderna. Una habitación con conexión wifi desde la que se pueda ver un bosque, recoger piedras en la orilla de un río, mirar a los ojos de un animal o ver a los niños jugar solos en la plaza: esa es la utopía que nos deja la pandemia. Qué curioso. Después de despreciar y vaciar la España rural ahora nos imaginamos que allí reside la utopía. Sería realmente sorprendente que gracias al maltrato y aislamiento sistemático de un territorio surja la comunidad ideal.

La pandemia ha hecho desaparecer muchas ciudades en nuestro país, pero el campo lo hemos borrado nosotros poco a poco y sin que ningún Gobierno le prestara atención. Y en este momento la España rural corre el peligro de convertirse en los restos del naufragio de las ciudades. Está llegando mucha gente al campo para estar sola y libre de contagios, exiliados de la ciudad, como nosotros. Porque la respuesta que se ha dado sobre el sentido del campo es el de refugio de la ciudad y de la propia soledad. Y esa es la razón por la que cada vez somos más los que llegamos al campo huyendo de algo y no en busca de ninguna cosa. Sin nada que hacer aquí, salvo engancharnos a la wifi para teletrabajar.

El exilio urbanita no va a frenar la despoblación y mucho menos va a construir por sí solo un proyecto rural sólido y sostenible. Lamentablemente, el nuestro es uno de los pocos países europeos que no tienen una ley de cohesión territorial, tal y como explicaba Francesc Boya, secretario general de Reto Demográfico, en este periódico. Y al mismo tiempo tenemos a 41 millones de personas viviendo en el 30% del territorio y a seis millones en el 70% restante. A las zonas rurales les faltan recursos (empezando por la conexión a Internet), les faltan mujeres (tienen un 76% más de hombres), jóvenes (la población no deja de envejecer), niños (nada es más apreciado en un pueblo) y, por encima de todo, les falta una política a largo plazo.

Pero no se preocupen. Porque Pedro Sánchez se ha comprometido a invertir 2.500 millones de fondos europeos en esta España vaciada. La intención es buena y la dirección también, lo único malo es que no sé quién va a organizarse para solicitar, invertir y organizar todo ese dinero. ¿Los abuelos de la España vaciada? Me temo que quien de verdad lo necesita no sabe siquiera cómo solicitarlo. Es necesario agrupar ayuntamientos, aunar voluntades, crear comunidad… Todo eso que se destruyó y que los fondos europeos no reconstruirán espontáneamente. Por lo demás, los expertos coinciden en que el reto demográfico debe perdurar más allá de gobiernos y cuestiones ideológicas. Así que no se preocupen, esto es España. ¡Estamos salvados!

El pueblo donde vivo ahora se llama Hoyos del Espino. Cuando llegamos me sorprendió encontrarme con la Asociación Músico Cultural En Clave de Gredos. Un milagro por el que cinco músicos profesionales dan clase de música a casi 300 alumnos diseminados por distintos municipios del valle. La farmacéutica de mi pueblo toca el chelo, la amiga de mi hija mayor la viola y la camarera de un refugio cercano, la batería. El día que llegamos una profesora se presentó en nuestra casa para contarnos el proyecto y a la semana siguiente mis hijas daban clase de violín por una cuota de 30 euros mensuales cada una. La Diputación de Ávila, la Junta de Castilla y León y los ayuntamientos colaboran con esta asociación milagrosa, pero todos los profesores están ahora mismo en paro y el proyecto, que suma ya cinco años, en peligro cierto de extinción. La pandemia, ya se sabe. Al otro lado están los fondos europeos, las promesas, las posibilidades, el olor a roble, la fantasía de la manta y la chimenea. Nuestro país tiene un problema territorial estructural. Y no, no es ese por el que ha dimitido el ministro de Sanidad en lo más crudo de la tercera ola.

Nuria Labari es periodista y escritora.

Sobre la firma

Archivado En