Afganistán y el nuevo gran juego
Nos sentimos de nuevo huérfanos de esperanza al ver cómo Estados Unidos y Europa vuelven a las andadas y sacrifican la dignidad de los valores democráticos en el altar del egoísmo de la geopolítica global
Hace veinte años Estados Unidos ocupaba Afganistán tras los atentados del 11-S. La operación fue un paseo militar y la tiranía de los talibanes que había respaldado a Al Qaeda cayó en unas semanas. Los norteamericanos entraron con éxito en un país que históricamente ha vuelto a demostrar que el tiempo lo convierte en una pesadilla para sus ocupantes si no saben retirarse a tiempo y con eficacia. Y si no, que se lo pregunten a británicos y rusos. Sobre todo a estos últimos que vieron cómo en siete meses desde su abandono de Afganistán, caía el Muro de Berlín y comenzaba el colapso de la Unión S...
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Hace veinte años Estados Unidos ocupaba Afganistán tras los atentados del 11-S. La operación fue un paseo militar y la tiranía de los talibanes que había respaldado a Al Qaeda cayó en unas semanas. Los norteamericanos entraron con éxito en un país que históricamente ha vuelto a demostrar que el tiempo lo convierte en una pesadilla para sus ocupantes si no saben retirarse a tiempo y con eficacia. Y si no, que se lo pregunten a británicos y rusos. Sobre todo a estos últimos que vieron cómo en siete meses desde su abandono de Afganistán, caía el Muro de Berlín y comenzaba el colapso de la Unión Soviética y su imperio.
¿Qué ha llevado a los norteamericanos a equivocarse estratégicamente en una retirada que tenía sentido tras los avances modernizadores vividos en Afganistán después de dos décadas? ¿Qué ha sucedido para que una decisión, en apariencia razonable hace unos meses, se haya transformado inesperadamente en un contratiempo tan humillante y peligroso? Probablemente no haya respuestas fiables, pues, lo que hubiera podido parecernos inevitable días atrás siguiendo los consejos del big data y la inteligencia artificial aplicados a la política posmoderna, se ha convertido ahora en un desenlace de consecuencias imprevisibles. La razones hay que buscarlas en el magma de la historia y del ADN geopolítico que se esconde en los desfiladeros y cordilleras de un país atravesado por códigos tribales y odios ancestrales entre etnias, lenguas y lealtades religiosas que coexisten dentro del complejo perímetro afgano.
Lo único indiscutible tras la victoria de los talibanes es que Estados Unidos y las democracias liberales que combatían a su lado en Afganistán han sufrido una derrota simbólica muy grave. Primero, porque se ha vuelto a la casilla de salida de 2001 después de dos décadas de conflicto. Segundo, porque este retroceso va acompañado por la sensación de que los enormes esfuerzos humanos y materiales empleados allí no han servido de nada. Tercero, porque las decisiones occidentales adoptadas a medida que el avance talibán se aceleraba han cuestionado la sinceridad del compromiso real con los valores que llevaron a la OTAN a intervenir en Afganistán. Y finalmente, porque no les ha temblado la mano a Estados Unidos y Europa a la hora de abandonar a la gente que creyó en ellos y se comprometió con la solución que se les había ofrecido para hacer gobernable su país dentro de parámetros más o menos democráticos. La suma de todo ello socava el crédito global del liberalismo progresista en el mundo. Es más, dilapida de golpe la confianza de que EE UU, como dijo Joe Biden en su toma de posesión presidencial, ha vuelto para devolver la esperanza a la humanidad, tal y como Roosevelt fue capaz de hacer en medio de los tortuosos años 30 del siglo pasado.
Lejos de ello, vemos a Trump y la derecha alternativa salivando y frotándose las manos. No sólo porque reactiva la percepción colectiva de decadencia que acompañó la caída de Saigón en 1975 y la ocupación de la embajada de Teherán en 1980, sino porque envalentona a la Internacional Reaccionaria y favorece la nostalgia autoritaria que propagan sus sucursales. Especialmente en Europa, donde pronto veremos invocar la defensa del Occidente cristiano a la hora de reclamar que se cierren las fronteras europeas a los refugiados afganos, aunque huyan de los talibanes y su régimen de opresión.
Cuando Estados Unidos anunció esta primavera que dejaba Afganistán, estaba claro que los perjudicados geopolíticos más directos eran China, Rusia, Irán y Pakistán. ¿Fue este uno de los motivos que movió a los norteamericanos a aventurarse en el anuncio de su salida? ¿Había un cálculo de costes y oportunidades estratégicas que se situaba en las entretelas de esa guerra silenciosa que libran Estados Unidos y China por la hegemonía mundial y que sacude de incidentes diversos todo el planeta? ¿Se valoró como beneficio de su retirada el gasto que ocasionaría a sus enemigos chinos, rusos, iraníes y paquistaníes asumir la responsabilidad directa de contribuir a la viabilidad del débil régimen afgano? ¿Acaso no ha sido hasta ahora China quien más ventajas ha obtenido del actual statu quo afgano? Hay que recordar lo mucho que preocupa a los chinos desde hace tiempo el riesgo de un contagio islamista entre los uigures de Xinjiang. O resaltar la importancia económica y comercial que tiene para Pekín la seguridad del Asia Central. No en balde han puesto en marcha la nueva Ruta de la Seda como uno de sus principales ejes estratégicos, destinando multimillonarias inversiones en toda la región. Para garantizar su éxito cuentan con rusos e iraníes como aliados privilegiados a la hora de conectar China con el Mediterráneo. Los rusos, por la influencia política y la supervisión militar que despliegan sobre los Estados de la zona. Los iraníes, por la herencia persa en el Turquestán y en el oeste afgano, donde se alojan comunidades chiíes y se habla, además, su lengua entre la población tayika. Por otra parte, la estabilidad de Pakistán es tan importante para China como la materialización de la Ruta de la Seda. De hecho, ¿qué sucedería si los pastunes paquistaníes fueran seducidos por sus hermanos talibanes del otro lado del Khyber y amenazaran la continuidad del régimen militar que gobierna Pakistán? No hay que olvidar la importancia económica que para China tienen las infraestructuras que realiza en este país con el fin de garantizarse la circulación de petróleo y materias primas desde el puerto de Gwadar hasta la frontera del Indu Kush.
Aquí residen algunas claves que, probablemente, ayuden a entender mejor lo que está sucediendo en Afganistán. Claves soterradas y discretas porque, entre otras cosas, se rigen por las dinámicas de aquel Gran Juego del que habló Kipling y que enfrentó a británicos y rusos por el control imperial de Afganistán. Un Gran Juego que ahora es global y que nos sitúa ante el riesgo de que Estados Unidos esté pensando todavía su acción multilateral desde la geopolítica de una república imperial y no desde la ética colaborativa de una democracia renovada. Una debilidad estratégica porque su fortaleza frente a China tras el triunfo de Biden es ética. Está, sin duda, en reivindicar un liderazgo basado en protocolos colaborativos y multilaterales, modernos y progresistas de una acción política fundada en la confianza. Algo que tendría una enorme capacidad de enganche en un planeta polarizado otra vez entre la libertad y el orden, entre la democracia y la dictadura, y donde la confianza que desprende la política democrática es esencial para encontrar apoyos en sus decisiones. Sobre todo si se demuestra finalmente que China nunca será fiable como líder global debido a la ineficacia de unas instituciones cuyos protocolos de acción son capaces de esconder una pandemia por egoísmo y a pesar de comprometer con ello la salud de la humanidad. Lástima que otra vez nos sintamos huérfanos de esperanza al ver cómo Estados Unidos y Europa vuelven a las andadas y sacrifican la dignidad de los valores democráticos en el altar del egoísmo de la geopolítica global.
José María Lassalle fue secretario de Estado de Cultura entre 2011 y 2016 y de Agenda Digital entre 2016 y 2018, y es autor de El liberalismo herido (Arpa).