Vicente y el amor
No fue leyendo a Eva Illouz ni a Brigitte Vasallo ni a Ortega que comprendí lo que era amar a alguien: fue escuchando hablar a mi abuelo en su cocina
¿Quién es Ana Iris Simón?
Mi abuelo Vicente se deja, cada noche, las pastillas del día siguiente preparadas, la bolsa de manzanilla en el vaso y las rebanadas de pan en el tostador porque dice que “cosa hecha no corre prisa”. Apenas ha amanecido cuando se hace la prueba del azúcar, barre el salón ―la escoba también se la deja preparada por la noche― y se avía.
Del corral coge su coche biplaza y aunque el motor mete mucho ruido sintoniza Radio Olé. Hace casi el mismo recorrido todos los días: la panadería del Orejón, el Quinta, donde se echa el café, el hogar del jubilado, el Simply, que ya no se llama Simply. Y desde hace dos años, también el cementerio.
Solía decir que las flores eran de mi abuela porque no valían para nada, que él solo plantaba “cosas que sirvieran”, y por cosas que sirven entiende, claro, que se coman. Pero, cuando hace dos años ella murió, puso un tiesto con flores sobre su lápida como excusa para ir a visitarla todos los días. Si vas con él a regar y a ver el chalé ―que así lo llama― te cuenta que hay un gato que se bebe el agua del platejo, que al rosal de allí le ha salido pulgón y te enseña los adosados de sus amigos, va señalando, “este era quinto mío”, “este murió muy joven”.
Otra cosa que hizo al irse mi abuela fue empezar a hablar de ella todo el tiempo. Él, a quien casi nadie había pillado nunca en el renuncio de expresar sentimiento alguno, no pierde oportunidad de recordar cómo se conocieron, de ordenarte que coloques eso en tal sitio porque así lo mandaba ella o de lamentar lo mucho que la echa de menos. Un día me contó que bromeaban a veces con quién prefería morirse antes y que él solía pedirse el último, pero que ahora se arrepiente. Que sí, que está rodeado de hijos, nietos e incluso bisnietos, pero que ella no está. Y que si enamorarse significa la posibilidad de un futuro, no tenerla cerca es lo más parecido a carecer de presente.
No fue leyendo a Eva Illouz ni a Brigitte Vasallo ni a Ortega que comprendí el amor: fue escuchando hablar a mi abuelo Vicente en su comedor con la persiana a medio echar. Un día señaló lo duro que era pensar en no verla más y le respondí que se pusiera a creer en Dios, que total, le salía gratis. Se rió, negó con la cabeza y me respondió que no era tan fácil, y claro que no lo es: la fe no es sencilla, piensen lo que piensen los que se empeñan a reducirla a un consuelo para tontos, y eso mi abuelo lo sabe. Lo sabe porque nunca creyó en Dios pero sí en su Mari Cruz, y lo hizo en las circunstancias más difíciles, en las jornadas que no acababan nunca, en la soledad del emigrante que dejó en su patria todo lo que tenía: la familia.
El lunes por la mañana se tomará sus pastillas y se comerá sus tostadas, preparadas desde la noche anterior. Se hará la prueba del azúcar, barrerá el salón, cogerá el cochecillo, sintonizará Radio Olé y cuando llegue al hogar del jubilado le darán el periódico del sábado y del domingo para que lo lea, días después, “porque total pone lo mismo”. Entonces se encontrará esta columna y sonreirá, supongo, al ver mi firma y su nombre aquí. Abuelo, no fue leyendo a Eva Illouz ni a Brigitte Vasallo ni a Ortega, sino oyéndote hablar de la abuela que comprendí el amor: es dejar de plantar solo cosas que sirvan y regar, cada día, un tiesto con flores en su honor.
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