Apacentarnos con viento
Necesitamos alcanzar cierta serenidad, una emancipación ante el progreso y la técnica, parar y tomar conciencia de la necesaria lentitud frente a las pantallas, el ruido y la autorreferencia
El diagnóstico que de la Italia de los años sesenta hizo Pier Paolo Pasolini, de quien se cumple en breve el centenario de su nacimiento, sigue más vigente que nunca. Su sospecha de que el consumo, incipiente aún, nos incapacitaría para pensar, convirtiéndonos en dóciles asimilados, no ha hecho más que prosperar. En su muy conocido artículo sobre las luciérnagas, advirtió de un nuevo fenómeno entonces, un genocidio, el consistente en nuestra mutación monstruosa en una masa mayoritariamente plana, nivelada y sorda, incapacitada para cualquier acto de resistencia. El asunto, lejos de quedar antiguo, se ha hecho más contemporáneo aún, encontrando nuevos disfraces entonces insospechados. El diagnóstico del presente dibuja un ciclo en el que el consumo es ahora hiperconsumo, sumido además en el imperio de las pantallas, que nos satura, y resulta casi imposible parar. Nos hemos instalado en el reino de nuestro narcisismo, en un imparable vanitas vanitatum, donde resultamos sonámbulos y amaestrados, como aquel individuo del Gabinete del doctor Caligari. Y estamos cansados, muy cansados, como diagnostica el filósofo Byung-Chul Han, impelidos por un deseo imposible de calmar, un póthos, una incomodidad que nos pone en marcha llevándonos a un exceso de sobreexposición a las pantallas, una sobreabundancia de la imagen, que de nuevo con Han, deriva en un muy común poso depresivo narcisista. Nos hemos tornado consumidores en acción, sin descanso y sin redención, pendientes del miedo a perdernos algo, dados al hiperconsumo por no estar solos, ultrasaturados y consumisos —recogiendo terminología del último libro del sociólogo Juan Carlos Pérez—. Y, sin embargo, al fin y al cabo, todo lo hacemos buscando torpemente ser felices, la eudaimonia —el estar en paz con nuestro daimon, con nuestros demonios— porque seguramente todos adivinamos el temor y el temblor que nos sugiriera Kierkegaard. Y para no estar solos, nos hemos acostumbrado a habitar en un lugar con demasiado ruido, presidido por la idolatría a la autorreferencia, al selfi luego existo. Venimos actuando, sin ser muy conscientes de ello, en un ciclo de extrema rapidez, que se sostiene en la fórmula enloquecedora del trabajo-compra-consumo-muerte. Y a la vez, lo sabemos, estamos perdidos en los discursos de la posverdad, desatendiendo en verdad la verdad, la parresía. Preferimos hacernos sujetos replicados, como aquellos seres de múltiples cabezas de los hermanos Chapman, y nos ensimismamos atendiendo a nuestro móvil, que se ha convertido en una extensión protésica, perdidos en redes en las que se multiplican las voces de, en la mayoría de las ocasiones, ignorantes con menos conocimiento que nunca. Así, no hay posibilidad alguna de construir un tejido social, porque de tanto mirarnos hemos abandonado ontológicamente al otro. Nos hemos hecho hombres cuantitativos, como decía Marcuse, acumuladores ahora de imágenes.
Pero podríamos rescatar e insistir en ese lado de las pantallas que se presentan como artefactos, como resistencias, y hacer que esta pasión por la compulsión electrónica diera paso a un modo de estar en el que el Photoshop, los avatares y los selfis, ocuparían solamente un brevísimo lugar. La invitación es a alcanzar cierta serenidad —Heidegger nos daba algunas pistas hace muchos años ya—, una la emancipación ante el progreso y la técnica. Necesitamos parar y tomar conciencia de la necesaria lentitud. Quizá Baudelaire y su flâneur, frente a los influencers, los blogueros y los instagramers. Nuestra redención, si la queremos, tendrá que ver con lo que Schopenhauer y Ricoeur nos recuerdan: sanar nuestro cogito, ese cogito herido, que no deja de requerirnos un consumo devastador y una exigencia de éxito que resulta inhumano. Pero nos confundimos en el modo de buscarla, y lejos de pararnos, cada vez más nos movemos enloquecidos entre la sobreexposición propia y ajena a la que nos estamos dejamos someter. Y nos satisfacemos, como dice Sánchez-Ferlosio, apacentándonos con viento, o paseando ese bloque de hielo que nos proponía Francis Alÿs como metáfora de la inutilidad de nuestro improductivo no poder detenernos. Pasolini, sabemos, anhelaba, instalado ya en Roma, sus lucciole, las luciérnagas de su Friuli natal, las pequeñas luces de resistencia, tenues y perseverantes, y las ruinas arcaicas y primitivas de la Italia precapitalista, porque intuía que caminábamos hacia la república de Saló, la que se sostiene en una perpetua exclusión que se dice inclusiva, en una dialéctica entre la mísera periferia y los consumisos. En ella reinan las desatentas fronteras excluyentes, el indolente consumo de usar y tirar o los continuos naufragios de pateras. Nuestro particular Saló ha sustituido la piedad por el hedonismo, nos ha sumido en la barbarie de la uniformidad, nos ha hecho necios paseadores de mascotas en la templada zona gris de la indiferencia. Sabía el poeta Pier Paolo que todos estamos en peligro, y nos lo advirtió poco antes de morir. Y así seguimos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.