Señales del mundo que viene
En el triunfo de J. D. Vance en las primarias del Partido Republicano en Ohio resuena la gesta del inocente que se impone a las élites
La guerra que ha desencadenado Vladímir Putin se está librando en Ucrania, pero puede terminar por cambiar el mundo entero. Los lazos entre los lugares más remotos del planeta no son solo económicos, también viajan las ideas y eso que llaman el Zeitgeist, el espíritu del tiempo, va filtrándose de manera sutil en personas que habitan en realidades muy distintas pero que pueden compartir parecidos sentimientos de humillación o desamparo. Si existe en el este de Europa un autócrata que reclama un área de influencia, y que es capaz de movilizar a sus tropas para imponer sus reglas de juego en un país próximo, porque entiende que tiene que formar parte de su (llamémosle) imperio, siempre habrá quienes en otro punto del globo celebren su voluntad de dominio y le aplaudan, o por lo menos le comprendan, el gesto bárbaro de matar inocentes para salirse con la suya.
Putin lleva años levantando la bandera de una civilización pura frente a un Occidente al que ha poseído el demonio, y que chapotea en el barro de perversiones de todo tipo. Esta idea va calando con otra música dentro de las propias democracias liberales, en las que se acusa a unas élites desalmadas y corruptas de estar chupándole la sangre al pueblo, a ese pueblo intachable, voluntarioso, trabajador y, sobre todo, inocente, inmaculado y virtuoso. Y hay muchos que han dicho basta. El impoluto y angelical pueblo va a gobernar de nuevo y lo va a hacer a través de un puñado de figuras que lo encarnan y le dan forma, y de verdad lo representan. Donald Trump es uno de ellos. Y ahora está ahí, a la espera, agazapado.
Sobre estos mimbres se está escribiendo —lleva escribiéndose en realidad desde hace mucho— el guion de los tiempos venideros. Ahora acaba de ganar en Ohio las primarias del Partido Republicano un candidato bendecido por Trump y que competirá en las próximas elecciones por un puesto en el Senado. Se trata de J. D. Vance. Publicó hace unos años sus memorias —Hillbilly, una elegía rural—, que tuvieron un éxito fulminante. Cuenta ahí lo que le ocurre a una familia pobre en la zona de los Apalaches. Hay una adaptación cinematográfica de Ron Howard que está disponible en una de las plataformas de streaming, y en la que se muestra un detalle secundario que resume muy bien el contexto. Los abuelos del muchacho protagonista pasan de jóvenes en coche por delante de una fábrica que funciona en todo su esplendor; cuando vuelven por ahí con su nieto años después, se ha convertido en una ruina.
Es el relato de esa ruina lo que cuenta Vance en su libro. El chaval inocente va viendo cómo su familia, y la gente de los alrededores, se hunde de manera irremediable. Empezando por su madre, que cae en la droga y su deriva de destrucción. Pero queda la familia (en este caso, la abuela), y es la que va a proteger al muchacho de una catástrofe anunciada. Con trabajo y bregando con tesón en medio de ese caos, sale adelante. Un día acude a un ágape donde se juega su futuro, pues es ahí donde podría conseguir una oportunidad como abogado. En la mesa a la que se sienta, en ese círculo elitista de los grandes despachos jurídicos y los grandes académicos, el joven Vance no tiene ni idea de cuál de los tenedores debe utilizar para cada plato: el pueblo cándido ante las sofisticadas maneras de los elegidos. Contado así el partido, ya saben quién es el que gana.
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