Los admiradores secretos de Putin
No hay que olvidar que se defiende Ucrania para sostener la pluralidad y los valores democráticos frente a un feroz proyecto autoritario
Tres meses de guerra ya y todavía no hay manera de imaginar cómo puede frenarse tanto horror. Pasan los días y van cayendo, una tras otra, gotas de resentimiento y desolación en los corazones de las víctimas, y eso durará mucho tiempo. La lucha por cada metro de terreno, explican los cronistas que están cerca del frente, es encarnizada, siguen cayendo bombas, ...
Tres meses de guerra ya y todavía no hay manera de imaginar cómo puede frenarse tanto horror. Pasan los días y van cayendo, una tras otra, gotas de resentimiento y desolación en los corazones de las víctimas, y eso durará mucho tiempo. La lucha por cada metro de terreno, explican los cronistas que están cerca del frente, es encarnizada, siguen cayendo bombas, las ciudades se derrumban, los civiles que sobreviven vagan como espectros recorriendo las ruinas de lo que alguna vez fueron sus vidas. La guerra, sin embargo, va perdiendo el peso que tenía cuando era una novedad. La gente se cansa enseguida en las sociedades del espectáculo, y se aburre, pero no habría que olvidar que las guerras se ganan también en la retaguardia. Y que importa acordarse de que lo que está en juego es la defensa de las sociedades abiertas y plurales frente al proyecto de Putin, esa mezcla de feroz nacionalismo con valores religiosos que refuerzan los vínculos auténticos de una comunidad ante la dispersión del individualismo occidental.
Desde hace años son muchas las iniciativas que han calado con fuerza en las democracias occidentales y que contribuyen a debilitar sus reglas de juego. Alexander Hamilton, uno de los padres fundadores de Estados Unidos, escribió en El Federalista que “casi todos los hombres que han derrocado las libertades de las repúblicas empezaron su carrera cortejando servilmente al pueblo: se iniciaron como demagogos y acabaron en tiranos”. Lo recordaban Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en Cómo mueren las democracias, donde rescataban también las arengas que ya en 1978 dirigía Newt Gingrich a los seguidores del Partido Republicano. “Este partido no necesita otra generación de aspirantes a líderes cautelosos, prudentes, cuidadosos, anodinos e irrelevantes”, les decía: “Lo que de verdad necesitamos son personas dispuestas a librar un combate acalorado”. Unos años después, Donald Trump ganaba las elecciones.
La arrolladora trayectoria de este personaje, que se presentó como un hombre de negocios exitoso que por fin iba a enderezar la suerte de los desfavorecidos y devolver la grandeza a América, desdibuja con demasiada frecuencia a sus imitadores, que florecen por doquier tanto en la derecha como en la izquierda y que llevan tatuado en la frente ese doble mensaje: acabemos con los viejos procedimientos; lo que hace falta es un líder de verdad. El primer paso para que se imponga esta suerte de salvadores que llegan con una pócima que va a devolver la salud a unas sociedades enfermas empieza por erosionar la propia democracia.
Los partidos cada vez sirven menos, no son nada más que organizaciones corruptas. Tampoco conviene que los Parlamentos sean espacios de debate y de búsqueda de acuerdos, convirtámoslos en circos donde se exhibe la batalla entre enemigos irreconciliables. Que la separación de poderes quede en nada si estorba la construcción de la gran promesa. En cuanto a las minorías, que no anden molestando con sus egoísmos particulares y sus ridículas pretensiones. Cuando la gestión de lo público deja de ser un asunto de políticos cautelosos y prudentes y se convierte en el negocio de unos iluminados, las cosas pueden seriamente torcerse. Tomen nota, sobre todo a medio y largo plazo: Putin tiene demasiados admiradores.