Ayuso no os jodió la libertad
Bajo la coletilla de que “lo personal es político”, voces del progreso llevaban tiempo esparciendo su moral sobre la vida privada, tratando de colonizar desde el lenguaje hasta la organización del hogar o la familia
La izquierda anda mustia porque cree que Isabel Díaz Ayuso les jodió la libertad. La prueba es que parece imposible reivindicar dicho término en público sin ser tildado de ayuser. Existe un contexto económico que aleja al progresismo de la bandera de la libertad, en su lucha contra la desigualdad creciente. Aunque cierta izquierda lleva tiempo prodigándose también en una especie de religión civil sobre la moral, la intimidad, o la vida pública, que constriñe de forma absorbente la libertad del individuo, y nada tiene que ver con Ayuso.
Muestra de esa dificultad de soltar el sambenito del autoritarismo es el paisaje internacional. Lo que se tildaba de bolivariano en España hace unos años es hoy la norma, el sentido común europeo, por el pánico a que siga escalando la pobreza. La guerra ha dado carta blanca para meter mano en sectores estratégicos como la banca o la energía. El Estado protector movió los hilos en pandemia con un colchón como los ERTE, cuando tuvo que meternos en casa a golpe de decreto.
Aunque la izquierda asume ese intervencionismo con legitimidad, algo que la absuelve de las críticas de la derecha. Se aprecia ahí un cambio paradigma en lo ideológico. Se entendería poco la pasividad de los poderes públicos si la luz estuviera por los cielos, o se produjeran desahucios masivos, como ocurrió tras la crisis de 2011. El edén de ese regulacionismo es que el Gobierno sugiera medidas heterodoxas frente a la inflación, como limitar el precio de ciertos alimentos, en aras de la justicia social.
Sin embargo, cierta izquierda venía resultando ya intrusiva, en un momento previo a ese contexto y mucho antes de que Ayuso irrumpiera confrontando con su modelo económico. Bajo la coletilla de que “lo personal es político”, algunas voces del progreso llevaban tiempo esparciendo a diario su moral sobre la vida privada del ciudadano, tratando de colonizar desde el lenguaje hasta la organización del hogar o la familia.
Primero, esto se aprecia en cómo la ultraderecha ha impregnado aspectos del discurso progresista, abonando un paternalismo sin límites. La izquierda nostálgica es su mayor producto; por ejemplo, critica que la familia tradicional no esté ya tan extendida atribuyéndolo solo a un factor de precariedad, obviando la parte de voluntad personal. Se lamenta que las mujeres no tengan hijos, que lleven vidas más disolutas, o rehúyan de los rituales de la fe religiosa, ya que pobrecitos, no saben lo que eligen, porque el malvado capitalismo se lo impide.
Ello supone renunciar a la autonomía de la voluntad, que es otro concepto habitual en libertad del progresismo. Su papel no es sermonear al prójimo en su esfera privada, sino procurarle que viva sin condicionantes, con verdadera autonomía. Por eso la izquierda no ve con buenos ojos propuestas como los vientres de alquiler, no solo por un tema ético, sino por la eventual explotación en que creen que puede derivar. Parecido ocurre con su apoyo a la eutanasia o el aborto, donde no media la moral colectiva, sino la libertad de elección del individuo.
Segundo, cierta izquierda ha tenido necesidad de meterse hasta en la cocina, por una incapacidad tácita de ofrecer medidas tangibles que combatan la miseria creciente. Se prodiga con cursilería en redes de afectos, o cuidados; teoriza sobre la lactancia, o los roles de pareja; aprecia conquistas en usar cierto vocabulario. E incluso, desliza puritanismo sobre la imagen pública de algunas mujeres. Dichas tendencias tienen una querencia por lo gestual, y son más fáciles de identificar por su simbolismo que por acciones concretas.
Tercero, parte de la izquierda llegó en 2015 a las instituciones a lomos de una repolitización colectiva de la sociedad española, fruto de la indignación por la crisis económica. Introdujo nuevas etiquetas sobre cómo debían vivir o vestir los políticos, qué salario cobrar, quién era casta o quién era pueblo. Esa exigencia de una implicación intensa o virtud participativa en los asuntos públicos evocaba el ideal de la polis ateniense. Quien se desentendía de lo público era tildado de idiota y apartado del resto.
Así pues, Ayuso apareció solo como un revulsivo que prometía a la ciudadanía desligarse de todos esos yugos, tanto en lo ético, como en lo económico. La derecha liberal se disfrazó de un “haz lo que te plazca”, banalizando otras causas nobles que la izquierda defiende por el bien colectivo: tú come el chuletón que te dé la gana, pon el aire a la temperatura que quieras, pasa de todo. Muchos compraron ese desasosiego en medio de tanta asfixia, mientras que el hastío y el miedo al empobrecimiento hizo el resto.
Pero si la líder madrileña se ha hecho con la bandera de los ciudadanos libres, supuestamente, no será porque todos ellos abjuren de la ayuda de lo público, del Estado, o lo colectivo. Ni siquiera será porque esta no haya pecado de dejes conservadores pese a su afán libertario. Si Ayuso parece hacerse con el mantra de la libertad en sentido amplio es porque a nadie le arrebatan lo suyo cuando lo defiende sin fisuras, y cierta izquierda cada vez tiene más afán de colarse hasta en el último resquicio de la vida del individuo.
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