Me llamo Pablo, soy un bebé subrogado y estamos en el año 2050
El tema de la reproducción no debe ser un juicio sobre familias o madres concretas, por muy famosas o ricas que éstas sean. Exige ser pensado rigurosamente entre todos y para todos
Me llamo Pablo, tengo 28 años y vivo cada día con el peso de haber abusado del cuerpo de una mujer para nacer. Nací en el año 2022 gracias a un vientre de alquiler. Eso quiere decir que la madre gestante que me parió, dio a luz a un bebé —a mí— con una práctica ilegal en España. Yo soy español desde el año de edad, pero nací en Estados Unidos. Debo decir que el óvulo del que provengo genéticamente no fue apor...
Me llamo Pablo, tengo 28 años y vivo cada día con el peso de haber abusado del cuerpo de una mujer para nacer. Nací en el año 2022 gracias a un vientre de alquiler. Eso quiere decir que la madre gestante que me parió, dio a luz a un bebé —a mí— con una práctica ilegal en España. Yo soy español desde el año de edad, pero nací en Estados Unidos. Debo decir que el óvulo del que provengo genéticamente no fue aportación de la mujer que me dio a luz y tampoco de mi madre, en cambio mi padre legal y genético sí son coincidentes. Mi llegada al mundo y mi mera existencia supone un conflicto ético que aún me cuesta resolver, igual que los derechos identitarios de todas las personas que, como yo, nacieron de tratamientos de reproducción asistida fruto de las nuevas técnicas y modelos de familia que se generalizaron en el siglo XXI.
Cuando yo nací, en el año 2022, en España se consideraba que la mujer que pare un hijo es la madre legal del bebé. Es por eso por lo que yo no podía ser el hijo legal de mi madre en mi país. En ese momento (y aún hoy) los cuerpos de muchas mujeres eran explotados en el mundo para gestar hijos de madres y padres más ricos en países también más ricos, como España. Por suerte para mí, mi madre gestante asegura que no fue una mujer explotada, la conozco personalmente y la he visitado un par de veces. Quiero pensar que ella decidió libremente (aunque recibió dinero para compensar su “trabajo” o “generosidad” como gestante), pero eso no evita que tenga problemas éticos con la forma en que llegué al mundo. La mujer que me gestó no era pobre, pero tampoco rica o poderosa. Las madres gestantes nunca lo son. Las mujeres ricas no gestan los hijos de otras personas, como tampoco lo han hecho hasta las fecha las mujeres de la realeza de ningún país. La genética pesa más en unas personas que en otras y el altruismo de las gestantes se compensa con un dinero que no todas las mujeres necesitan por igual.
Es por eso que hoy, en el año 2050, lucho cada día por la abolición de la gestación subrogada en todo el mundo. Para que ninguna otra persona tenga que nacer a través del abuso del cuerpo de una mujer. También para que los futuros padres y madres piensen en la identidad de sus hijas e hijos y no solo en sus legítimos deseos a la hora de diseñar sus estrategias reproductivas. Convertir el deseo en derecho es una decisión individual que puede pesar sobre la vida de otro ser humano, sobre la mía en este caso. Amo a mis padres, les agradezco su lucha para hacerme nacer, pero también he hablado con ellos sobre los límites de su deseo, sobre la carga que supuso para mí. Por fortuna, no estoy solo en este camino. Somos muchos, miles, los nacidos del deseo (y el poder adquisitivo) de quienes recurrieron a las nuevas técnicas de reproducción asistida en las últimas seis o siete décadas. Somos muchos los que nacimos en brazos de la pujante y moderna industria tecnológica y de espaldas a la ética más elemental.
Debo decir que en mi caso, nacer de un vientre de alquiler en un país extranjero me ha garantizado derechos que algunos compañeros y compañeras nacidos a través de otras técnicas de reproducción asistida no tuvieron, como el derecho a conocer mi pasado genético. A diferencia de mí, las personas que nacieron en España fruto de una ovodonación o gracias al uso de espermatozoides donados vieron vulnerado este derecho. Así, el año en que yo nací, el derecho a conocer la identidad genética se negaba a todos los embriones creados a través de la ovodonación o la fecundación in vitro con donante de esperma. En 2022, a los bebés subrogados se nos llamó “bebés comprados”, no así a los nacidos de estas otras técnicas que fueron convenientemente invisibilizados. Sin embargo, la industria de la reproducción en España llegaría a facturar 25.000 millones de euros en el año 2026, gracias entre otras cosas a una legislación que garantizaba el secreto de los donantes por encima del derecho de sus futuros descendientes. De este modo, los deseos de los futuros padres unidos a los intereses económicos de mi país pesaron más que los derechos legítimos de las personas. Así, la garantía del anonimato para los donantes en España hizo que más de la mitad de las donaciones de óvulos de Europa se produjeran aquí. Muchas fueron entonces las mujeres dispuestas a donar óvulos por los mil euros de compensación que se ofrecían a cambio. La mayoría eran mujeres jóvenes que necesitaban el dinero, tanto es así que otros países prohibieron el pago por donación para evitar la posible explotación. En cambio, España se convirtió en el granero de óvulos europeo. Ni que decir tiene que lo del semen funcionaba igual: 30 o 50 euros por donación y secreto de por vida. Sin complicaciones para el donante. Pero ¿qué pasa con sus descendientes genéticos?
Para que España fuera competitiva en el mercado reproductivo nacional e internacional fue imprescindible negar el derecho a conocer el pasado genético de las personas a pesar de estar reconocido por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. De hecho, en España existió durante años un doble (o triple) rasero genético, pues la ley de adopciones sí recogía el derecho del niño a indagar en su origen biológico, pero este derecho no se concedía a los nacidos de otras lucrativas técnicas reproductivas. Del mismo modo, alquilar vientres no era legal en España cuando yo nací, pero sí lo era nacionalizar a bebés gestados a través del arrendamiento de cuerpos de mujeres en distintos países del mundo. De este modo, la gestación subrogada sí se practicaba en España, pero solo por las personas más ricas. Así, el filtro de acceso a ciertas técnicas de reproducción dejó de ser la ética o la ley que ésta debe inspirar, sino el poder adquisitivo de los padres. Yo soy hoy el fruto de dicho poder.
Como todos sabéis, no me llamo Pablo. Estamos en 2022 y no en 2050. Y si el mundo sigue girando (cosa que ya nadie da por hecho) aún estamos a tiempo de tomar decisiones éticas respecto del futuro de las personas y sus derechos reproductivos, genéticos y humanos. Las transformaciones en el parentesco y las familias ya han ocurrido y los intereses reproductivos son múltiples según si atenemos a los de los niños, las madres, los padres, las gestantes, los donantes, las clínicas o la industria reproductiva internacional. El debate es complejo y, sin embargo, la bioética no forma parte de ninguna agenda o debate que tenga que ver con la actualidad. Es como si todo lo que puede pasar, fuera a suceder. Sin más. Y lo que es peor, como si los intereses de los más fuertes y de los más ricos fueran a imponerse siempre y en todos los casos sobre los de los niños o las mujeres más vulnerables. El tema de la reproducción no debe ser un juicio sobre familias o madres concretas, por muy famosas o ricas que estas sean. Sin embargo, exige ser pensado rigurosamente entre todos y para todos. La ética en ningún caso puede ser comprada.