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TRIBUNA
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Reinventar El Dorado

España, Latinoamérica y la Unión Europea tienen que buscar nuevas áreas de colaboración en un entorno con desafíos comunes, superando los marcos ideológicos de las antiguas potencias coloniales

Reinventar El Dorado. Cristina Manzano
EVA VÁZQUEZ
Cristina Manzano

En este renovado afán por revisar la historia, hay quienes están empeñados en contarnos lo buenos que fuimos en América. Ningún descubrimiento que lo justifique. Solo interpretaciones que destacan lo positivo —que, por supuesto, lo hubo— a base de ocultar, a sabiendas, lo que no lo fue.

El pasado no está escrito en piedra y la mirada evoluciona con los tiempos, pero este revisionismo actual no pretende entender mejor, acercarnos más, sino recuperar un supuesto orgullo español perdido, el fin de la vergüenza que, dicen, ha predominado en nuestro análisis colectivo. Siglos después, seguimos condicionados por la leyenda negra.

En el continente americano, por cierto, también ha ido ganando espacio un revisionismo simbolizado en actos tan visibles y estériles como el derribo de estatuas de Colón y otros conquistadores o en la exigencia por parte del presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, a la España de hoy de pedir perdón.

Sin quitarle un ápice de importancia al estudio de la historia, resulta imperioso repensar nuestra relación presente y futura con América Latina, una relación que, en el plano de la política exterior, ha ido languideciendo en los pasados 15 años.

Ninguno de los últimos gobiernos españoles ha tenido una estrategia clara, decidida y perdurable sobre el papel que debería tener la región —sabiendo que no es un bloque homogéneo— en nuestra visión del mundo. Hay mucho de inercia, algo también de desidia, dando por sentada la fortaleza de la tradición; hay bastante frustración, comprensible, porque El Dorado americano de los años noventa ha encontrado cada vez más obstáculos según cambiaban las tornas políticas; hay una polarización ideológica en torno a partidos y países que se ha convertido en un arma arrojadiza en la propia política española. Y ha habido y hay otras prioridades, algo que, oficialmente, cuesta reconocer. La consecuencia es que la influencia política y el peso económico que tuvo España antes del cambio de siglo se han desinflado. Un espacio que está ocupando, sobre todo, China.

Se presenta ahora una nueva oportunidad para replantear dichas relaciones: la presidencia de la Unión Europea, en la segunda mitad de 2023. España está decidida a hacer de América Latina uno de los ejes prioritarios de su agenda. Cuenta para ello con la complicidad y el apoyo de Josep Borrell, alto representante para la Política Exterior y de Seguridad Común, que ha intentado colocar la región en la mira comunitaria desde que llegó al cargo. La pandemia y la guerra en Ucrania no se lo están poniendo fácil.

Algunos de los objetivos de dicha agenda ya se barajan en los pasillos de la diplomacia española, entre ellos, organizar una cumbre bilateral UE-CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños), que no se celebra desde 2015.

También se aspira a completar la firma y puesta en marcha de varios acuerdos comerciales que llevan tiempo pendientes, el más ambicioso, el de Mercosur, cuya negociación llevó más de 20 años y que fue finalmente cerrado en 2019. Su ratificación, sin embargo, está paralizada por las reticencias principalmente francesas sobre las políticas ambientales del Brasil de Bolsonaro; detrás asoman además los intereses de los agricultores y ganaderos del país europeo. Fue significativo que, en uno de los debates de la reciente campaña electoral francesa, Marine Le Pen acusara a Macron de pretender firmar el acuerdo, a lo que este replicó con rotundidad que nunca lo haría. Rebajando expectativas, fuentes diplomáticas reconocían recientemente que sería muy difícil finalizar este proceso durante la presidencia española.

Asimismo, se aspira a ratificar la modernización del acuerdo de libre comercio con México, paralizado por una serie de dudas legales y medioambientales generadas por la reforma energética del presidente mexicano. Por último, la ratificación de la modernización del acuerdo de libre comercio con Chile fue frenada por el presidente Boric a su llegada al poder, para poder revisar sus términos, aunque se espera poder sacarla adelante.

Pero el interés y la oportunidad de relanzar y reforzar las relaciones América Latina-España-Unión Europea van más allá de los acuerdos de libre comercio. Se trata de buscar nuevas áreas de colaboración en un entorno con desafíos comunes, en un plano de horizontalidad que supere los marcos mentales de las antiguas potencias coloniales o, incluso, los del discurso en alza de Occidente frente al resto. Y en ese sentido, los mensajes que salen de Bruselas y de Madrid necesitarían ciertos retoques.

Por una parte, se utiliza el argumento de los valores compartidos. Entre los diplomáticos se ha puesto de moda decir que América Latina es la región más “eurocompatible”. El término suena, como poco, a paternalista. ¿Quién reparte el carnet de compatibilidad? ¿Es así como se pretende avanzar en un camino de igualdad?

Por otro, el foco está en los intereses. La vulnerabilidad de la dependencia energética que la guerra ha puesto de manifiesto obliga a mirar a otros lugares como fuente de diversificación. Es obvio que las riquezas naturales del continente americano lo colocan en un lugar excepcional. Pero seguir planteando la región como un mero proveedor de materias primas no hace sino perpetuar los esquemas tradicionales y lastrar la proyección hacia nuevos modelos productivos.

Junto a estos argumentos hay toda una batería de propuestas con una visión diferente de un futuro compartido, entre ellas, las que examinan las oportunidades de las tres transiciones —verde, digital y socioeconómica— que lleva tiempo impulsando la Fundación Carolina. Así, se busca alinear la apuesta de España y de la UE por alcanzar una economía descarbonizada y sostenible para 2050 con el potencial en renovables del continente con más reservas de agua potable y más biodiversidad del planeta. Ello implica compartir experiencias y tecnologías, y fomentar los intercambios a todos los niveles, desde el académico y de investigación hasta los empresariales y los de desarrollo de infraestructuras.

Otro campo es el del desarrollo de la economía digital, en donde ambas regiones —con enormes diferencias entre ellas— se encuentran lejos de las posiciones de dominio de Estados Unidos y China. La pandemia ha servido para impulsar un ecosistema latinoamericano de innovación y emprendimiento que hoy cuenta con más de 1.000 start-ups y un valor de más de 220.000 millones de dólares. La colaboración podría contribuir a garantizar un acceso inclusivo al entorno digital y a amortiguar la dinámica de bloques tecnológicos.

Un tercer campo es el del refuerzo de los sistemas democráticos, amenazados en diverso grado en ambas regiones. Los intercambios ahí también ofrecen una doble vía. España y Europa pueden contribuir a reforzar la institucionalidad en los países latinoamericanos, al tiempo que pueden aprender de modelos innovadores que se están explorando en América, entre ellos, la incorporación del acervo indígena a la democracia liberal, un terreno que permitiría avanzar en inclusión y diversidad en las sociedades europeas.

Son solo algunos ejemplos de cómo ambas orillas podrían reinventar un El Dorado compartido y sostenible.

La oportunidad se da ahora no solo por la próxima presidencia española, sino porque el péndulo de la política ha hecho confluir en varios países latinoamericanos gobiernos de izquierda, lo que, sobre el papel, debería facilitar la relación con el Gobierno de coalición español. La época en la que la política exterior era una política de Estado, con unas líneas de consenso entre los partidos mayoritarios, parece haber pasado a mejor vida.

El tiempo, sin embargo, es escaso para la escala de la ambición. 2023 se presenta con la presión de un calendario electoral intenso en España y con un panorama geopolítico demandante.

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