Las autocracias desestabilizan la “isla de valores y derechos” de la UE
Nadie puede hacernos creer que los que gobiernan las instituciones desconocieran lo que sucedía en el Parlamento Europeo. Es imprescindible marcar cuáles son las reglas del juego, sus límites y líneas rojas
El episodio de corruptelas destapado durante estos últimos días es sin duda uno de los más graves escándalos por los que ha atravesado la UE durante su historia reciente. No es la primera vez que la corrupción queda al descubierto en el seno de las instituciones europeas, hace 23 años, la Comisión Europea, presidida por Jacques Santer, dimitió en bloque asumiendo la responsabilidad colectiva ante las acusaciones de corrupción. Entonces un comité de sabios exoneraba a los comisarios de cometer corrupciones, pero ponían en cuestión los mecanismos de gestión y control de la institución. Si entonces fue la Comisión la que estuvo en el punto de mira, ahora es el Parlamento Europeo.
Sin duda, la situación que se vive en la sede del Parlamento Europeo tiene todos los ingredientes para convertirse en uno de los episodios más truculentos con los que se haya enfrentado el sistema de la UE. Ha puesto en evidencia, ni más ni menos, cómo han estado operando durante años distintas redes de influencia a través de los eurodiputados. Como si de la película Casablanca se tratara, (—¡Qué escándalo! ¡Aquí se juega! —Puede pasar a recoger sus beneficios), los representantes institucionales se asombran de que algo así pudiera estar pasando. Sin embargo, en el pequeño ecosistema bruselense todo el mundo conocía de algún tejemaneje cercano, todos sabían de los privilegios a los que tenían acceso los eurodiputados, y todos callaban. La bomba de relojería estaba en marcha. El hecho de que esto haya sucedido en la institución europea que goza del privilegio de ser la única que se constituye por elección directa de los ciudadanos europeos hace que lo que ha sucedido sea todavía más sonrojante.
Hace años que se viene hablando de cómo operan estas redes de intereses en el marco comunitario, y, por eso, se intentaron poner medidas al respecto. Se creó un marco regulatorio que ofreciera una mayor transparencia, si bien con marcado carácter voluntario. Sólo es obligatorio rendir cuentas de aquellas reuniones cuyo objetivo fuera influir en las políticas o toma de decisiones, pero no para todos los parlamentarios involucrados, sólo a los ponentes y presidentes de las comisiones, y sólo durante la redacción de los informes. Por tanto, son medidas centradas en la transparencia más que medidas de prevención y, por tanto, muy limitadas. Más que operar como mecanismo de coerción institucional, estaban orientadas a minimizar la desafección de la ciudadanía europea hacia todo lo que tuviera que ver con Bruselas. Esto es, se trataba de mostrar transparencia como instrumento de rendición de cuentas con el objetivo de ganar credibilidad y legitimidad ante las acusaciones de déficit democrático que siempre han sobrevolado a las instituciones europeas. Paradójicamente, fue el Parlamento Europeo el que aprobó la resolución que quería obligar a todas las instituciones a registrar las reuniones con los grupos de presión, incluyendo por primera vez al Consejo Europeo, aunque dejó fuera entonces a las embajadas de terceros países.
Y es aquí dónde hay que prestar atención, puesto que esta cuestión va más allá del ámbito de la regulación o no de los grupos de presión. Lo que se ha destapado hasta ahora poco tiene que ver con esta regulación, pero sí mucho con los niveles de corrupción y de tráfico de influencias que operan en Bruselas y que quieren ser aprovechados por autocracias de naturaleza diversa y siempre sin escrúpulos. Autocracias que intentan, como ya advirtió en 2015 un informe publicado por Corporate Europe Observatory, “impulsar su agenda y enmascarar sus antecedentes en materia de derechos humanos” a través de la contratación de empresas de cabildeo en Bruselas. Es decir, contratar servicios para conseguir que la burocracia de Bruselas no prestase atención a todo lo que defiende en el artículo 2 del Tratado de la UE. Con ello han conseguido que las instituciones sean ciegas, sordas y mudas ante lo que sucede más allá de sus fronteras siempre y cuando la contrapartida fuera beneficiosa en términos materiales. Y, por el momento, les ha salido perfecto. Firma de contratos de exportación de gas, organización de mundiales, incluso reconocimiento de soberanía como en el caso de Marruecos son sólo algunos de los más claros ejemplos.
Hay una palabra para este tipo de actuaciones, hipocresía, si bien otros hablaran de dobles (e inevitables) raseros. Porque mientras la UE se autodefine como esa isla de valores y derechos a la que todo el mundo, supuestamente, aspira, lo que sucede en la realidad es bien distinto. Nadie puede hacernos creer que los que gobiernan las instituciones desconocieran lo que está sucediendo. Parece mentira que tras lo sucedido con Rusia no se haya extraído ningún aprendizaje.
Lo que se vive en estos días en Bruselas tiene una doble derivada. De un lado, en el plano institucional, pone sobre la mesa la necesidad de cambios en los procesos de rendición de cuentas, algo esencial para conquistar una legitimidad que se pierde por momentos. Por otro, determinar cuáles han de ser las bases sobre las que construir la acción exterior y el lugar de los derechos humanos en la ecuación. No parece demasiado coherente que el discurso sobre Rusia se articule sobre la cuestión de la amenaza de las autocracias y, al mismo tiempo, se esté negociando con regímenes similares con el fin último de obtener algún tipo de beneficio. Por tanto, es imprescindible marcar cuáles son las reglas del juego, sus límites y líneas rojas. Si estas hubieran estado claras seguramente esta crisis no se hubiera producido, o al menos, no de esta forma.
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