La vida, en fin
No podemos dejar de acudir a los sitios que nos explican, porque ahora que está todo tan incierto ahí es donde encontramos la seguridad que nos falta
Nos quejamos de los políticos cuando incumplen el programa electoral, lo que igual dice más cosas de nosotros que de ellos: porque nosotros —que les votamos— esos programas tampoco nos los hemos leído y porque, puestos a incumplir, incumplimos todos un poco. Esta es de hecho la semana grande del incumplimiento, con el año aún empezando: cuando la rutina que prometimos mejorar va poniendo en su sitio eso que llaman propósitos para el nuevo curso. Se destaca demasiado que tardamos muy poco en olvidarlos, como si fuera algo malo.
Lo legendario aquí no es que nos empeñemos en cambiar nuestros hábitos —nuestra manera de ser— sino que cada año, aunque fuera por un segundo, se nos aparece la tentación de plantearnos retos distintos sabiendo adónde irán a parar. No importa que la lista con las tareas acabe donde acaban las demás; importa el momento en que nos propusimos ser otras personas. Y que repitamos el empeño. Esto, como todo lo que de verdad cuenta, lo dejó por escrito Albert Camus, en El mito de Sísifo, y antes que él Konstantinos Kavafis y otros tantos: que lo relevante no era el final, sino el camino. Por no perder la costumbre, esta vez he escogido un propósito pequeño y básico que se resume en una premisa: no repetir. No en las ideas, que ya quisiera yo tener muchas y saber llevarlas si alcanza con unas pocas para poder contradecirse. Me refiero a no repetir en los sitios a los que ir. En los restaurantes, por ejemplo. Con el argumento de que así, ya que la vida es finita y el dinero lo es más, veré más o probaré más. Y, por tanto, viviré más. Descubrir es vivir, según tiene también escrito Manuel Vicent, que le pide al trayecto sobresaltos felices. Dirán que es poco ambicioso para empezar el año y no se lo voy a negar: que tenga un propósito así no significa que no tenga otros y de mayor lustre, pero a menudo las pequeñas cosas son las que más trascienden. Y hay una regla infalible para distinguir lo trascendente de lo que no lo es: aquello que queda. Todo esto pienso y lo pienso cada vez que oigo un reproche por no haber leído todavía tal libro o no haber visto tal serie, porque la vida también se hace de pequeñas superioridades morales. Y pienso en la suerte de quien tiene por ver una serie concreta o un libro en particular, por mucho que todos hablen de ello, porque a esa persona aún le quedan sensaciones que, siendo viejas, le resultarán nuevas. Le queda vivir, vaya. Esa persona está esperando que llegue algo que parece que ya no interese: el momento para cada cosa, el momento que le vaya bien y le dé la gana. Esa persona es un rebelde de nuestro tiempo.
Todo esto, por supuesto, lo pienso en el bar de siempre, en la mesa de siempre, porque ya les dije que es complicado no caer en contradicciones y más todavía lo es cumplir con los propósitos, sobre todo cuando parecen pequeños y manejables. Esos son los peores. No podemos dejar de acudir a los sitios que nos explican, porque ahora que está todo tan incierto ahí es donde encontramos la seguridad que nos falta. O sea: nuestro lugar.
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