Žižek y los peligros de no pensar
Plantear preguntas incómodas y debates poco pertinentes es una tarea fundamental en cualquier sociedad que se quiera crítica, plural y libre
El filósofo Slavoj Žižek firmaba días atrás en este diario una reflexión sobre la “decadencia de la ética”. Aunque este era el punto de partida, el argumento se encarrilaba por cauces insospechados —del Kremlin a Irán, de Netanyahu al Estado Islámico—, hasta desembocar en un alegato contra la “izquierda woke” con más aires de berrinche que de propuesta crítica. No sabemos con certeza a qué o a quiénes se refiere Žižek cuando habla de ese “nuevo orden woke”; él se limita a plantar el término y a esperar a que germine en la interpretación del lector. Pero a juzgar por el motivo que subyace a la queja del pensador —a saber: “Ahora, todas las orientaciones sexuales e identidades de género son aceptables a menos que usted sea un hombre blanco cuya identidad de género coincide con su sexo biológico al nacer”—, no es muy difícil entrever tras lo woke a mujeres, personas racializadas e identidades queer. Que evite ser claro al respecto, a pesar de su patente indignación, es significativo.
Žižek pasa lista a varios ejemplos de “cancelación” —o lo que es lo mismo, o así lo parece en el texto, de discriminación y exclusión del vejado Homo albus—. Después de verle enredarse en una peregrina comparativa entre los derechos de las “minorías sexuales” y las prácticas de regímenes totalitarios, es inevitable mirar al autor con cierta perplejidad.
Sin embargo, hay una idea en la reflexión de Žižek que merece ser rescatada del embrollo. El pensador abre con ella el artículo, aunque se limita a mencionarla sin profundizar. Así dice: “El avance ético produce una forma benéfica de dogmatismo”. Y sigue: “Una sociedad normal y sana no discute sobre la aceptabilidad de la violación y la tortura, porque la gente, de forma ‘dogmática’, acepta que son inadmisibles”. Lo contrario, afirma, es señal de decadencia ética.
Pero ¿lo es? ¿Es cierto que siempre y en todos los casos el cuestionamiento o el debate sobre los ideales establecidos, y aceptados como “benéficos”, conduce a la debilitación del compromiso ético? ¿Qué se entiende como “benéfico” y qué se entiende como “ética”?
Si algo hemos aprendido de los legados filosóficos de la segunda mitad del siglo XX, Hannah Arendt en cabeza, es que plantear preguntas incómodas y debates poco pertinentes para las apacibles pretensiones del small talk es una tarea fundamental en cualquier sociedad que se quiera crítica, plural y libre. Fue precisamente la renuncia al pensamiento, la irreflexión, lo que Arendt señaló como potencial precursor de la maldad. Las peores atrocidades pueden cometerse de forma sistemática y colectiva bajo unas coordenadas concretas: avivar la paranoia; señalar al chivo expiatorio; deshumanizar la otredad; racionalizar el fanatismo; higienizar el odio; burocratizar la violencia. La banalización del mal es una cadena de producción.
Es crucial establecer ideales en torno de la igualdad y el respeto, pero el afán de enraizar una definición inamovible, inalterable e incuestionable de los principios éticos corre el riesgo de lograr todo lo contrario a lo que estos proponen. Por supuesto que la violación o la tortura son inadmisibles, pero debemos saber por qué lo son, debemos ser conscientes de la necesidad de repudiarlas. La violación y la tortura no son fines absolutos, sino síntomas de unas estructuras de dominación sexual y política: es ahí donde hay que apuntar. Si se trata solamente de adiestrar a ciudadanos de manera irreflexiva, ¿cómo garantizar que estos no acaben sometiéndose con igual grado de sumisión a cualquier otro adiestramiento, aun de propósito contrario?
La condena de la reflexión y de la duda siempre es contraproducente en un escenario democrático, tanto como peligrosa es la celebración del dogma. La bondad por imposición, o por falta de reflexión, es un arma de doble filo: quien hace el “bien” por falta de alternativas y no por propia elección y convencimiento carece de capacidad crítica, es un ser manipulable y susceptible de hacer el “mal” con la misma pasividad. Esa sociedad “normal y sana” que Žižek invoca no depende de predicamentos absolutos sino de pensamiento crítico.
El miedo a perder propiedad y movilidad social puede suscitar recelo al debate, incluso cierto antintelectualismo. Y aunque podríamos estar hablando del miedo de las “minorías” a perder dignidad y libertad, lo cierto es que “la violencia y la intolerancia”, a las que Žižek hace referencia, se esgrimen de forma brutal y sistemática por parte de las “mayorías”, del statu quo, de quien ostenta el poder, lo acumula y teme perderlo, de quien ve el cuestionamiento de las jerarquías impuestas y de la desigualdad de privilegios como un ataque personal, de quien confunde la crítica con la cancelación.
Una propuesta ética empieza, o debería empezar, por el reconocimiento radical del otro, de la otredad; la negociación constante de las fronteras entre ambos; el debate crítico y la infinita posibilidad de respuesta. Sólo así evitamos el discurso totalitario.
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