La habitación vacía
No tengo la menor idea de a qué sabe ni cómo suena convivir con un abuelo. ¿Qué cosa reconfortante, al parecer maravillosa, me he perdido?
Tomo el título de la presente columna, condimentada mal de mi grado con sal melancólica, del último libro de poemas de Juan Vicente Piqueras, Juanvi para los amigos. Y es que he estado dándole vueltas en estos días de invierno que nos dispensan, salvo a rachas, de su rigor, pero no de los estallidos y la sangre de una nueva guerra en suelo europeo, a la idea de que todos crecemos en la proximidad de una habitación vacía. Dentro, alguien que pudo estar no está. Me parece razonable admitir que a cada ser humano le corresponde la suya, y aun puede que uno se encuentre un día solo en el interior de una casa con todos los recintos deshabitados. Yo nací huérfano de abuelos. Tal es mi oquedad personal más antigua. Nació conmigo, aunque tardé tiempo en darme cuenta. A las abuelas sí las conocí, y siento gratitud y como un orden sentimental por el hecho de guardar memoria de ambas. En cambio, no tengo la menor idea de a qué sabe ni cómo suena convivir con un abuelo. ¿Qué cosa reconfortante, al parecer maravillosa, me he perdido? Muchas veces contemplé la única foto que quedó de cada uno de ellos, tratando de extraer de las imágenes atisbos de su personalidad, al tiempo que les asignaba un timbre de voz o les imaginaba unos gestos. El materno fue un labrador sin tierra propia. Un domingo de 1929, mientras ayudaba a un vecino, el derrumbe de un granero lo aplastó. El paterno trabajaba de fresador. Militante de UGT, no se rindió en Santoña como otros de su tierra y cayó un día de 1937 en Asturias. La ausencia de ambos significa para mí un dolor que no duele, el reverso de nada, un sinfín de posibilidades incumplidas. Ahora que me corresponde desempeñar el papel de abuelo, noto la falta de dechados. Me animan, por supuesto, los mejores propósitos. Y el primero de todos será evitar los graneros y las guerras civiles.
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